No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo regresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sentimiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposaba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto. Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía definida. Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.
Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi corazón, pero el latido no era localizable. Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mientras la tierra se sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me hallaba se movía, deslizándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era único, ininterrumpido y absoluto.
Surqué las aguas del lago negro encaramado en un fragmento de la ribera que parecía un tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.
No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que debieron de asaltarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las rodillas y con los brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.
Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sentía la garganta como llaga viva; me había mordido los labios al "desembarcar". Me incorporé. El viento me dio conciencia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.
Tras un rato recobré en cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la escena era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el sonido; caminé menos de cincuenta metros y me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El sitio donde me hallaba era un corral formado por grandes peñascos. Podía yo distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían con la montaña empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro ágil, constante, extraño.
Al pie de un peñasco vi a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil. Me acerqué hasta hallarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y me miró. Me detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el mismo volumen enorme, el cintilar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda como una fresa; su piel era verde, salpicada de innumerables verrugas. A excepción de la forma en punta, su cabeza era exactamente como la superficie de la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía apartar los ojos de él.
Sentí que me estaba presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me ahogaba. Perdí el equilibrio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego la percibí como música -como una melodía cantada- y "supe" que estaba diciendo:
– ¿Qué quieres?
Me arrodillé frente a él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos tiraban de mi y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de acercarme. Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él apartó de mí los ojos y me enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: "¡Mira!" En medio de la mano había un agujero redondo. "¡Mira!", dijo otra vez la melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba muy viejo y débil y corría encorvado; chispas brillantes volaban en todo mi derredor. Luego tres de las chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura, en el agujero, se irguió por un momento hasta hallarse totalmente vertical, y luego desapareció junto con el hoyo.
Mescalito volvió de nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los "oía" retumbar suavemente con ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta ser como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.
Apartó los ojos una vez más y, saltando como grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó otra y otra vez, y desapareció en la lejanía.
Lo siguiente que recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer puntos de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante toda la experiencia me habían obsesionado los puntos cardinales, y creía yo que el norte debía estar a mi izquierda. Caminé en esa dirección bastante rato antes de advertir que ya era de día y que ya no estaba usando mi "visión nocturna". Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.
A eso de las 10 llegué a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía dormido en el suelo.
– ¿Dónde has estado? -dijo.
Me senté a tomar aire. Tras un largo silencio, don Juan preguntó:
– ¿Lo viste?
Empecé a narrar la sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió diciendo que todo cuanto importaba era si lo había yo visto o no. Me preguntó si Mescalito había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.
Esa parte de mi relato le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar, interrumpiendo sólo para inquirir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído suficiente. Se levantó y amarró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar tras él y dijo que él iba a cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis manos y meterlo con delicadeza en el saco.
Bebimos un poco de agua y empezamos a caminar. Cuando llegamos al borde del valle, don Juan pareció titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido anduvimos en línea recta.
Cada vez que llegábamos a una planta de peyote, se acuclillaba frente a ella y muy gentilmente cortaba la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel del suelo y rociaba la "herida", como él la llamaba, con polvo puro de azufre que llevaba en una bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y esparcía el polvo con la derecha. Luego se ponía en pie para entregarme el botón, que yo recibía con ambas manos, como él había prescrito, y colocaba dentro del saco.