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Le expliqué que lo que me había afectado era la sensación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender; pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sentimientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de controlarlos.

Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mismos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que quisiera saber.

Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mi mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.

Me advirtió que esta primera vez no preguntara sobre asuntos personales: dijo que mejor pensara en algo que no tuviese nada que ver conmigo. Debía pensar rápidamente y con claridad, porque no habría modo de revocar mis pensamientos.

Traté frenéticamente de pensar en algo que deseara saber. Don Juan me instaba con imperiosidad, y quedé atónito al darme cuenta de que no podía pensar nada que quisiese "preguntar" a las lagartijas.

Tras una espera penosamente larga, se me ocurrió algo. Tiempo antes, habían robado un buen número de libros de un salón de lectura. No era un asunto personal, y sin embargo me interesaba. Yo no tenía ideas preconcebidas acerca de la identidad de la persona, o personas, que habían tomado los libros. Froté las lagartijas contra mis sienes, preguntándoles quién era el ladrón.

Tras un rato, don Juan metió las lagartijas en las bolsas y dijo que no había ningún secreto profundo con respecto a la raíz ni a la pasta. La pasta se hacía para dar dirección; la raíz aclaraba las cosas. Pero el verdadero misterio eran las lagartijas. Ellas eran el secreto de toda la brujería de la segunda parte, dijo don Juan. Le pregunté si eran un tipo especial de lagartijas. Respondió que sí lo eran. Tenían que venir de la zona de la propia planta de uno; tenían que ser amigas de uno. Y para trabar amistad con las lagartijas, había que cultivarla un largo período. Había que desarrollar una fuerte amistad con ellas dándoles comida y hablándoles con bondad.

Pregunté por qué era tan importante su amistad. Don Juan dijo que las lagartijas sólo se dejan capturar si conocen al hombre, y quien tomara en serio la yerba del diablo debía tratar con seriedad a las lagartijas. Dijo que, como regla, las lagartijas debían cogerse después de que la pasta y la raíz estuvieran preparadas. Debían cogerse al atardecer. Si uno no estaba en confianza con las lagartijas, dijo, podía pasarse días tratando, sin éxito, de cogerlas, y la pasta sólo duraba un día. Luego me dio una larga serie de instrucciones concernientes al procedimiento a seguir una vez capturadas las lagartijas.

– Una vez que hayas cogido las lagartijas, ponlas en bolsas separadas. Luego saca a la primera y háblale. Discúlpate por causarle dolor y ruégale que te ayude. Y cósele la boca con una aguja de madera. Haz la costura con fibras de ágave y una espina de choya. Aprieta bien las puntadas. Luego dile las mismas cosas a la otra lagartija y cósele los párpados. A la hora en que la noche empiece a caer estarás listo. Toma la lagartija de la boca cosida y explícale el asunto del que quieres saber. Pídele que vaya a ver por ti. Dile que tuviste que coserle la boca para que se apure a volver y no hable con nadie más. Déjala revolcarse en la pasta después de que se la embarres en la cabeza; luego ponla en el suelo. Si toma la dirección de tu buena fortuna, la brujería saldrá bien y fácil. Si agarra la dirección contraria, saldrá mal. Si la lagartija se acerca a ti (hacia el sur) puedes esperar mejor suerte que de costumbre, pero si se aleja de ti (hacia el norte), la brujería será terriblemente difícil, ¡Puedes hasta morir! De modo que, si se aleja de ti, estás a tiempo de rajarte. A estas alturas puedes tomar la decisión de rajarte. Si te rajas, perderás tu autoridad sobre las lagartijas, pero mejor eso que perder la vida. O también puede ser que decidas seguir con la brujería a pesar de mi advertencia. En ese caso, el paso siguiente es tomar la otra lagartija y decirle que escuche el relato de su hermana y luego te lo describa.

– ¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decirme lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?

– Coserle la boca le impide contar su relato a los extraños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguiente es embarrarle la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la lagartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del aprendizaje, es buena idea enlazar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero conforme progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después que te hayas untado pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extiéndela bien sobre ambos lados de tu cabeza. La pasta se seca muy rápido, y puede aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar primero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo describe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el suelo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.

Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón amarillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me entregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.

Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacía mi y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabia qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria, ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines -algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo-, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.

Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la lagartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio seria bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuanto había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma precipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su última indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.