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quiere saberlo todo de golpe. Y además, sus lecciones son tan misteriosas como él mismo. Ninguno, que yo sepa, puede predecir sus actos. Le haces una pregunta y él te enseña el camino, pero no te habla de él de la misma manera en que tú y yo hablamos. ¿Entiendes ahora lo que hace?

– No creo tener problemas para entender eso. Lo que no puedo figurarme es qué me quiso decir.

– Le preguntaste qué anda mal en ti, y él te dio el panorama completo: ¡No puede haber error! No puedes salir con que no entiendes. No fue plática-y sin embargo lo fue. Luego le hiciste otra pregunta, y te contestó exactamente del mismo modo. En cuanto a lo que quiso decir, no estoy seguro de entenderlo, porque tú decidiste no decirme cuál fue tu pregunta.

Repetí con mucho cuidado las preguntas que recordaba haber hecho, en el mismo orden: "¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Estoy en el buen camino? ¿Qué debería hacer con mi vida?" Don Juan dijo que las preguntas que yo había hecho eran sólo palabras; resultaba preferible no pronunciarlas, sino hacerlas desde adentro. Dijo que el protector quiso darme una lección, y para probar que quería darme una lección y no asustarme ni ahuyentarme, dos veces se mostró como una luz.

Aún no podía yo comprender, dije, por qué Mescalito me aterrorizó si me había aceptado. Recordé a don Juan que, de acuerdo a sus postulados, ser aceptado por Mescalito implicaba que la forma del protector era constante y no pasaba de la beatitud a la pesadilla. Don Juan volvió a reírse de mí y dijo que, si pensaba en la pregunta que había tenido en mi corazón al hablar con Mescalito, yo mismo entendería la lección.

Pensar en la pregunta que había tenido en mi "corazón" era un problema difícil. Dije a don Juan haber tenido muchas cosas en mente. Cuando pregunté si estaba en el buen camino, quise decir: ¿Tengo un pie en un mundo y otro en otro? ¿Qué mundo es el bueno? ¿Qué curso debe seguir mi vida?

Don Juan escuchó mis explicaciones y concluyó que yo no tenía una visión clara del mundo, y que el protector me había dado una lección hermosamente clara.

– Piensas que hay dos mundos para ti -dijo-: dos caminos. Pero nada más hay uno. El protector te enseñó esto con claridad increíble. El único mundo a tu disposición es el mundo de los hombres, y de ese mundo no te puedes salir. ¡Eres un hombre! El protector te enseñó el mundo de la felicidad, donde no hay diferencias porque no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. El protector te sacó de él y te enseñó cómo piensa y lucha un hombre. ¡Ese es el mundo del hombre! Y ser hombre es estar condenado a ese mundo. Eres vanidoso, crees que vives en dos mundos, pero eso es pura vanidad. Hay un solo mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos estar conformes con el mundo de los hombres.

"Creo que ésa fue la lección."

IX

Don Juan me dio a entender que deseaba que yo me familiarizara lo más posible con la yerba del diablo. Esta posición era incongruente con su supuesto desagrado hacia la planta, pero él se explicó diciendo que era indispensable desarrollar un mejor conocimiento del poder de la yerba del diablo para entender el efecto del humito.

Sugirió repetidamente que al menos debía yo probar la yerba del diablo una vez más con una brujería con las lagartijas. Di vueltas largo tiempo a la idea. La urgencia de don Juan creció continuamente hasta que me sentí obligado a tomar su demanda en serio. Y un día resolví adivinar acerca de unos objetos robados.

Lunes, 28 de diciembre, 1964

El sábado 19 de diciembre corté la raíz de la datura. Esperé a que estuviera bastante oscuro para bailar alrededor de la planta. Preparé el extracto de raíz durante la noche y el domingo, a eso de las 6 a.m., fui al lugar de mi datura. Me senté frente a la planta. Había anotado cuidadosamente las enseñanzas de don Juan relativas al procedimiento. Releyendo mis notas, vi que no tenía que moler allí las semillas. De alguna manera, el solo estar frente a la planta me producía un raro estado de estabilidad emocional, una claridad de pensamiento o un poder de concentrarme en mis acciones del que ordinariamente carezco.

Seguí minuciosamente todas las instrucciones, calculando mi tiempo de modo que la pasta y la raíz estuvieran listas al atardecer. A eso de las cinco, me hallaba ocupado en cazar un par de lagartijas. Durante hora y media probé cuanto método se me ocurrió, pero fracasé en cada intento. Sentado frente a la datura, trataba de descubrir un modo expedito de lograr mi propósito cuando de pronto recordé que a las lagartijas, según don Juan, había que hablarles. Al principio me sentí ridículo hablando a las lagartijas. Era como avergonzarse de hablar frente a un público. El sentimiento no tardó en desvanecerse, y seguí hablando. Era casi de noche. Alcé una roca. Debajo había una lagartija. Parecía hallarse entumida. La recogí. Y entonces vi otra lagartija, rígida debajo de otra roca. Ni siquiera se retorcieron.

Coser el hocico y los ojos fue la tarea más difícil. Noté que don Juan había impartido a mis actos un sentido de irrevocabilidad. Su posición era que cuando uno empieza a actuar no hay modo de detenerse. Sin embargo, si yo hubiera querido parar, no había nada que me lo impidiese. La verdad era que no quería parar.

Dejé libre una lagartija, y tomó una dirección más o menos hacia el noroeste: augurio de una experiencia buena, pero difícil. Até a mi hombro la otra lagartija y me embarré las sienes según lo prescrito. La lagartija estaba tiesa: por un momento pensé que había muerto, y don Juan nunca me había dicho qué hacer si eso ocurría. Pero sólo se hallaba entumida.

Bebí la poción y esperé un rato. No sentí nada fuera de lo ordinario. Empecé a untarme la pasta a las sienes. La apliqué veinticinco veces. Luego, en forma enteramente mecánica, como distraído, la extendí repetidas veces sobre mi frente. Advertí el error y me limpié apresuradamente la pasta. Mi frente sudaba; me puse febril. Me aferraba una angustia intensa, ya que don Juan me había aconsejado enfáticamente no untarme la pasta en la frente. El miedo se convirtió en un sentimiento de soledad absoluta, el sentimiento del juicio final. Me hallaba allí solo. Si algo malo iba a pasarme, nadie había que me ayudara. Quise echar a correr. Tenía una alarmante sensación de indecisión, de no saber qué hacer. Un torrente de pensamientos irrumpió en mi mente, destellando con velocidad extraordinaria. Noté que eran pensamientos más bien extraños; es decir, extraños en el sentido de que parecían acudir en forma distinta de los pensamientos comunes. Conozco la manera como pienso. Mis pensamientos tienen un orden definido que me es propio, y cualquier desviación resulta perceptible.

Uno de los pensamientos ajenos versaba sobre una aseveración hecha por un autor. Era, recuerdo vagamente, más como una voz, o algo dicho al fondo, en alguna parte. Fue tan rápido que me sobresaltó. Hice una pausa para examinarlo, pero se volvió un pensamiento común. Me hallaba seguro de haber leído el aserto, pero no podía recordar el nombre del autor. De pronto me acordé de que era Alfred Kroeber. Entonces otro pensamiento ajeno brotó para "decir" que no era Kroeber, sino Georg Simmel, quien había hecho la aseveración. Insistí en que era Kroeber, y sin saber cómo me vi envuelto en una discusión conmigo mismo. Y olvidé mi sentimiento de perdición total,

Los párpados me pesaban como si hubiera tomado pastillas para dormir. Aunque nunca las he tomado, esa fue la imagen que acudió a mi mente. Me estaba quedando dormido. Quise ir a mi coche a acostarme, pero no podía moverme.

Entonces, con bastante brusquedad, desperté, o mejor dicho, sentí claramente haber despertado. Mi primer pensamiento fue sobre la hora del día. Miré en torno. No me hallaba enfrente de la datura. Despreocupadamente acepté el hecho de que estaba viviendo otra experiencia adivinatoria. Eran las 12:35 en un reloj por encima de mi cabeza. Yo sabía que era de tarde.