Para un campamento, se consideraba que seis vehículos o menos era una cantidad aceptable, en particular si se encontraba a cierta distancia de los vecinos y no presentaba amenaza alguna para la seguridad del tránsito. El dueño de la tierra podía solicitar el desalojo, pero eso llevaba tiempo. La mejor opción era negociar la duración de la estancia a través del funcionario de enlace con los nómadas de la autoridad local y evitar confrontaciones innecesarias con los visitantes. El sargento recordó a Dick que recientemente habían sido arrestados varios granjeros en Lincolnshire y Essex por comportarse con actitud amenazante contra grupos de personas que habían invadido sus tierras. La policía simpatizaba con los dueños de las propiedades, pero la prioridad era evitar que alguien resultara herido.
– ¡Demonios! -soltó Dick, cubriéndose la boca con la mano para atenuar las palabras-. ¿Quién redactó esas reglas? ¿Me está diciendo que pueden aparcar donde quieran, hacer lo que quieran y si el pobre imbécil dueño de las puñeteras tierras está en contra, ustedes, hijos de puta, lo van a arrestar? Sí… sí… lo siento… no quería ofender. Entonces, ¿qué derechos le asisten al gilipollas que reside aquí?
A cambio de ocupar el sitio, a los viajeros itinerantes se les pedía que cumplieran ciertas condiciones relacionadas con el tratamiento apropiado de los residuos humanos y caseros, el control correcto de los animales, temas relativos a la salud y el compromiso de no volver a ocupar el mismo sitio en un período de tres meses o el de no comportarse de manera amenazante o intimidatoria.
El rostro rubicundo de Dick se congestionó.
– ¿Llama derechos a eso? -masculló-. Se espera que ofrezcamos alojamiento a una panda de maleantes y lo único que obtenemos a cambio es una promesa de que se comportarán medio civilizadamente. -Miró rabioso a la fila de personas-. ¿Y cómo define el comportamiento amenazante o intimidatorio? Aquí tengo a una docena de ellos cortándome el camino y todos se cubren la cara con pasamontañas… Eso, sin hablar de unos malditos perros y del aviso de «No pasar» que han colgado de lado a lado del camino. ¿Acaso no es eso intimidatorio? -Bajó los hombros-. Bueno, sí, ése es el problema -balbuceó-, que nadie sabe quién es el dueño. Es una media hectárea de bosque a las afueras del pueblo. -Permaneció un momento a la escucha-. ¡Por Dios! ¿De qué lado está usted?… Sí, bueno, puede que no sea de su incumbencia, pero con toda seguridad sí es de la mía. Si yo no pagara mis impuestos, seguro que usted no tendría trabajo.
Apagó el móvil con violencia y se lo guardó en un bolsillo antes de volver al jeep y abrir la puerta de un tirón. A lo largo de la fila comenzaron a reírse.
– Tiene un problema, ¿verdad, señor Weldon? -dijo la voz en tono de burla-. Déjeme adivinarlo. Los maderos le han dicho que llame al negociador del ayuntamiento.
Dick no le prestó atención, subió al vehículo y se sentó al volante.
– No olvide decirle que esta tierra no tiene dueño. Ella vive en Bridport y se va a enojar mucho si tiene que pasarse el día festivo conduciendo hasta aquí para que nosotros se lo digamos en su cara.
Dick puso el motor en marcha e hizo girar el jeep hasta quedar de lado respecto a la fila.
– ¿Quiénes sois? -exigió por la ventanilla abierta-. ¿Cómo sabéis tanto sobre Shenstead?
Pero la pregunta fue recibida en silencio. Cambiando de marcha con furia, Dick logró girar en tres movimientos y volvió a casa para descubrir que el funcionario de enlace era en verdad una mujer que vivía en Bridport y que se negaba a renunciar a su día festivo para negociar sobre una parcela de tierra sin dueño que los nómadas tenían tanto derecho a ocupar como cualquier otra persona del pueblo.
El señor Weldon nunca debió de haber dicho que la parcela estaba en disputa. Si ella hubiera desconocido esa información, hubiera podido negociar una duración de la estancia que no habría sido conveniente para ninguno de los bandos. Hubiera sido demasiado corta para los nómadas y demasiado larga para los habitantes del pueblo. Toda la tierra en Inglaterra y Gales tenía un dueño, pero un error a la hora de registrarla dejaba el campo abierto a los oportunistas.
Por la razón que fuere, el señor Weldon había proporcionado información que sugería la participación de abogados -«No, lo siento, señor, ha sido una tontería aceptar el criterio de los okupas. Se trata de una zona gris de la ley…»-, y era poco lo que ella podía hacer hasta que se alcanzara un acuerdo sobre quién era el dueño de la tierra. Por supuesto, aquello era injusto. Por supuesto, iba en contra de las normas del juego limpio legal. Por supuesto, ella estaba al lado de los contribuyentes.
Pero…
Mansión Shenstead
Shenstead, Dorset
1 de octubre de 2001
Querida capitana Smith:
Mi abogado me informa de que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda. Por esa razón debo dejar bien claro que estoy escribiendo sin el conocimiento de Mark Ankerton y que la responsabilidad que pudiera derivarse de escribir esta carta es mía. Por favor, puede estar segura de que cualquier demanda que usted interponga no será refutada y que pagaré cualquier compensación que dictamine el tribunal.
En estas circunstancias, estoy seguro de que se pregunta por qué escribo una carta potencialmente tan costosa. Llámela una apuesta, capitana Smith. Estoy jugándome el coste de los daños contra una probabilidad de diez, quizás una de cien, de que usted me responda.
Mark la ha descrito como una joven inteligente, muy equilibrada, exitosa y valiente que siente absoluta lealtad hacia sus padres y que no tiene deseos de saber nada de personas que le son ajenas. Me dice que su familia tiene una larga historia y que su ambición es ocuparse de la granja de su padre cuando deje el ejército. Además, me dice que es usted un orgullo para el señor y la señora Smith, y sugirió que su adopción fue lo mejor que pudo haberle ocurrido a usted.
Créame si le digo que nada que él hubiera podido decir al respecto podría haberme dado más placer. Mi esposa y yo siempre tuvimos la esperanza de que su futuro estuviera en manos de buenas personas. Mark me ha repetido varias veces que usted no tiene curiosidad alguna con respecto a su parentela, hasta el punto que ni siquiera desea conocer sus nombres. Si su determinación sigue siendo tan firme, entonces no siga leyendo y rompa esta carta.
Siempre me han gustado las fábulas. Cuando mis hijos eran pequeños, yo solía leerles a Esopo. A ellos les gustaban en particular las historias sobre el Zorro y el León por razones que no le son obvias. No me siento inclinado a verter demasiada información en esta carta pues temo darle la impresión de que no me importan los sentimientos que tan marcadamente manifiesta. Por esa razón, adjunto una variante de una fábula de Esopo y dos recortes de periódico. Por lo que Mark me dice, usted será capaz, sin duda, de leer entre las líneas de esos tres anexos y de sacar conclusiones precisas.
Baste con decir que mi esposa y yo, desgraciadamente, fallamos a la hora de conseguir con nuestros dos hijos la misma satisfacción como padres que los Smith han logrado con usted. Sería muy fácil echar la culpa de todo esto al ejército: la ausencia de la figura paterna por estar permanentemente ausente cumpliendo una misión, destinos en el extranjero que hacían que ninguno de los padres estuviera en casa, las influencias que sobre ellos ejercieron los internados, la falta de supervisión durante las fiestas que pasaban en casa. Pero considero que eso sería un error.
El fallo anidaba en nosotros. Los consentimos para compensar nuestras ausencias e interpretamos su comportamiento salvaje como una búsqueda de atención. También adoptamos el punto de vista -temo que para vergüenza nuestra- de que el apellido de la familia tenía algún valor y, en muy pocas ocasiones, si alguna hubo, les exigimos hacer frente a sus errores. La mayor pérdida fue usted, Nancy. Por la peor de las razones, el esnobismo, ayudamos a nuestra hija a encontrar un «buen marido» mediante la ocultación de su embarazo y, en el proceso, nos deshicimos de nuestra única nieta. Si yo fuera una persona religiosa diría que fue un castigo por concederle demasiado valor al honor familiar. La abandonamos a usted precipitadamente para proteger nuestra reputación, sin comprender sus magníficas cualidades o lo que el futuro pudiera depararnos.