Sin querer ser ofensiva, no veo razón alguna por la que usted deba permitir que lo «devoren» con tal mansedumbre, ni por qué yo debo ser propuesta como carnada.
Sinceramente,
Nancy Smith (capitana, Ingenieros Reales)
Mansión Shenstead,
Shenstead, Dorset
30 de noviembre de 2001
Querida Nancy:
Por favor, no piense más en ello. Todo lo que dice está totalmente justificado. Le escribí en un momento de depresión y utilicé un lenguaje emotivo, lo que es imperdonable. De ninguna manera quería darle la impresión de que entraría usted en confrontación con Leo. Mark ha redactado un testamento que hace honor a mis obligaciones familiares al tiempo que asigna la mayor parte de los bienes a causas loables. Era la arrogancia y la absurda fantasía de un anciano que quería que los «cubiertos de plata de la familia» permanecieran en la familia.
Temo que mi última carta pueda haberle dado una impresión falsa, tanto sobre mí como sobre Leo. Sin darme cuenta puedo haber sugerido que soy más simpático que él. Eso está muy lejos de ser cierto. Leo es encantador en grado sumo. Por contra, Ailsa, mientras vivió, y yo somos (éramos) unos tímidos que, en sociedad, parecíamos tiesos y pomposos. Hasta hace poco habría dicho que nuestros amigos nos percibían de modo diferente, pero el aislamiento en el que me encuentro ahora me hace dudar. Con la honrosa excepción de Mark Ankerton, parece que es más fácil atraer la sospecha que disiparla.
Usted plantea una pregunta: ¿de qué manera me beneficia reconocerla como mi única nieta? De ninguna manera. De eso me he dado cuenta ahora. Fue una idea concebida hace cierto tiempo, cuando Ailsa llegó a compartir mi punto de vista de que si les dábamos a nuestros hijos acceso a grandes cantidades de dinero tras nuestra muerte les haríamos más mal que bien. Sin embargo, el punto de vista de Mark era que Leo intentaría cuestionar o impugnaría cualquier testamento que otorgara grandes legados a organizaciones caritativas sobre la base de que el dinero pertenecía a la familia y debía pasar a la siguiente generación. Leo puede ganar o no, pero seguramente le resultaría más difícil desafiar a un heredero legítimo, a mi nieta.
Mi esposa siempre creyó que había que dar a la gente una segunda oportunidad (esa «enmienda» a la que usted se refirió), y yo creo que también ella esperaba que el reconocimiento de nuestra nieta persuadiría a nuestro hijo a repensar su futuro. Tras tener noticias de usted he decidido abandonar este plan. Mantener la propiedad intacta sin tomar en consideración su amor y lealtad a su familia legítima fue un intento egoísta por mi parte.
Usted es una joven admirable e inteligente, con un futuro maravilloso por delante, y le deseo larga vida y felicidad. Como el dinero no le interesa, no es posible ganar nada inmiscuyéndola en las dificultades de mi familia.
Tenga la seguridad de que su identidad y paradero seguirán siendo un secreto compartido con Mark, y que, en ninguna circunstancia, usted aparecerá en ningún documento legal relativo a esta familia.
Expreso mi gratitud por su respuesta, así como mis mejores y más calidos deseos para todo lo que le espera en la vida.
James Lockyer-Fox
Seis
La convicción de Mark Ankerton de que James Lockyer-Fox nunca habría hecho daño a su mujer estaba siendo atacada desde varios frentes, incluso por el propio James. Era cierto que Mark había impuesto su presencia en la casa, al negarse a aceptar las frías garantías del coronel de que era capaz de enfrentarse a su primera Navidad en soledad en casi cincuenta años, pero el comportamiento reservado de James y su incapacidad para seguir una conversación durante unos pocos minutos preocupaban, y mucho, a su abogado.
No miraba a Mark a los ojos y tanto sus manos como su voz temblaban. Su peso había disminuido de manera alarmante. Siempre muy meticuloso en el pasado con respecto a su apariencia, se había vuelto sucio y descuidado, con el cabello enredado, las ropas manchadas y parches de barba plateada de tres días en el rostro. A Mark, para quien el coronel siempre había sido una figura de autoridad, le resultaba espeluznante un cambio tan brusco en su estado físico y mental. Hasta la casa olía a suciedad y descomposición, y Mark se preguntaba si Vera Dawson había extremado su proverbial holgazanería dejando de trabajar del todo.
Se culpaba a sí mismo por no haber ido desde agosto, cuando le había hecho llegar al anciano la respuesta de Nancy Smith. En aquel momento, James se lo había tomado bien y había dado instrucciones a Mark para que esbozara un testamento que tendría como resultado la división de las propiedades de los Lockyer-Fox, con sólo pequeños legados que irían a parar a manos de sus hijos. Sin embargo, permanecía aún sin firmar y James llevaba varios meses con el borrador del documento en las manos, al parecer renuente a dar lo que consideraba un paso irrevocable. Cuando lo había urgido por teléfono a expresar sus preocupaciones, obtuvo una respuesta iracunda: «Deje de acosarme. Aún estoy en posesión de todas mis facultades. Tomaré la decisión en el momento que lo estime conveniente».
Las preocupaciones de Mark se habían incrementado varias semanas atrás, cuando apareció de repente un contestador automático en el teléfono de la mansión, como si la tendencia natural a la reclusión de James se hubiera convertido en la denegación de acceder a él por cualquier medio. Las cartas que anteriormente respondía al instante quedaban sobre el escritorio durante días. En las pocas ocasiones en las que James se molestaba en devolver las llamadas de Mark, su voz había sonado remota e indiferente, como si los asuntos de la propiedad Lockyer-Fox ya no le interesaran.
Explicaba su falta de entusiasmo apelando al cansancio. Decía que no dormía bien. Un par de veces Mark le había preguntado si se sentía deprimido, pero en cada ocasión la pregunta había sido recibida con irritación.«No tengo nada que funcione mal en mi mente», le había dicho el coronel, no muy convencido.
Mark no era de la misma opinión, de ahí su insistencia en la visita. Había descrito los síntomas de James a un médico amigo de Londres, quien le respondió que, por lo que deducía de sus palabras, podía tratarse de una depresión o un trastorno derivado de un estrés postraumático. Tanto lo uno como lo otro eran reacciones normales ante situaciones insoportables: evitar el contacto social, huir de responsabilidades, apatía, insomnio, ansiedad ante la incompetencia, ansiedad e inacción. Su amigo le había aconsejado que usara la imaginación. Cualquier persona de la edad del coronel sufriría por la soledad y la aflicción tras la muerte de su esposa, pero si se sospechaba que él la había matado y lo interrogaban… Era un estado de shock pospuesto. ¿Le habían dado al pobre anciano la oportunidad de llorarla?
Mark había llegado la víspera de Navidad, armado con instrucciones sobre cómo afrontar la pérdida de seres queridos y el efecto de pequeñas dosis de antidepresivos para levantar el estado de ánimo y restaurar el optimismo. Se había preparado para la tristeza pero, precisamente, ésta parecía no estar presente en el ánimo del anciano. Hablar de Ailsa sólo conseguía irritar a James.
– Está muerta -soltó-. ¿Por qué esa necesidad de resucitarla?
En otra ocasión había dicho:
– Debió ocuparse ella misma de sus propiedades en lugar de pasarme el muerto a mí. Fue una cobardía. Nunca conseguimos nada por dar a Leo una segunda oportunidad.
Y una pregunta sobre Henry, el anciano gran danés de Ailsa, provocó otra respuesta cortante: