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– Murió de viejo. Lo mejor para él. Siempre andaba por ahí gimiendo, buscándola.

La contribución de Mark a la fiesta fue una cesta comprada en Harrods después de que su amigo el médico le dijera que los enfermos de depresión no comían. Y así era, y lo pudo comprobar al abrir la puerta del refrigerador para guardar un par de faisanes, paté de foie gras y champán. No había nada de asombroso en el hecho de que el anciano hubiera perdido tanto peso, pensó al contemplar las baldas vacías. El arcón congelador de la trascocina estaba bien surtido de carne y verduras congeladas, pero la gruesa capa de hielo hacía pensar que la mayoría de aquello había sido guardado allí por Ailsa. Anunció que necesitaba pan, patatas y productos lácteos, aunque James no fuera a comerlos. Subió al coche y fue al supermercado Tesco de Dorchester, antes de que cerrara con motivo de la Navidad, y compró productos básicos, incluyendo detergente, lejía, champú, jabón y útiles de afeitar, por si acaso.

Limpió con ahínco, frotando y desinfectando las superficies de la cocina antes de pasar la mopa por el pasillo de losas de piedra. James lo seguía cual avispa enfurecida, pasando el pestillo a las puertas de las habitaciones en las que no quería que Mark entrara. Respondió a medias todas las preguntas. ¿Vera Dawson aún seguía haciendo la limpieza de la casa? «Ella estaba senil y era una haragana.» ¿Cuándo fue la última vez que había comido decentemente? «No estaba quemando muchas calorías.» ¿Los vecinos pasaban a ver cómo estaba? «Prefería su propia compañía.» ¿Por qué no había respondido a las cartas? «Caminar hasta el buzón era una molestia.» ¿Había pensado en remplazar a Henry para obligarse a caminar? «Los animales causaban demasiados problemas.» ¿No resultaba muy solitario vivir en aquella enorme casona sin nadie con quien hablar? Silencio.

En la biblioteca, el teléfono sonó a intervalos regulares, pero James no le prestó atención, a pesar de que se oía a través de la puerta cerrada el sonido de las voces al dejar sus mensajes. Mark vio que el conector del teléfono de la sala estaba desconectado, pero cuando hizo ademán de volverlo a conectar el anciano le dijo que lo dejara así.

– No soy ciego ni estúpido, Mark -dijo con enojo-, y preferiría que dejara de tratarme como si tuviera Alzheimer. ¿Acaso entro yo en su casa y pongo en duda la forma en que la arregla? Por supuesto que no. No se me ocurriría comportarme con tan poco tacto. Por favor, absténgase de hacerlo en mi casa.

Fue un destello del hombre que había conocido y Mark le respondió.

– No tendría necesidad de hacerlo si supiera qué es lo que ocurre -dijo, apuntando con su dedo hacia la biblioteca-. ¿Por qué no responde a esas llamadas?

– No quiero hacerlo.

– Podría ser importante.

James negó con la cabeza.

– Esa persona ha llamado ya varias veces… y la gente no llama una y otra vez a no ser que sea urgente. Al menos déjeme comprobar que no es para mí -objetó Mark mientras retiraba las cenizas de la chimenea-. Les di este número de teléfono a mis padres en caso de emergencia.

La ira tiñó de púrpura el rostro del coronel.

– Se está tomando demasiadas libertades, Mark. ¿Tengo que recordarle que se ha autoinvitado?

Mark volvió a acomodar los leños en el hogar.

– Estaba preocupado por usted -dijo con calma-. Y ahora que estoy aquí, aún lo estoy más. Puede pensar que le impongo mi presencia, James, pero no tiene por qué ser grosero. Con gusto pasaría la noche en un hotel, pero no me iré hasta que no me demuestre que usted se cuida como es debido. ¿Qué es lo que hace Vera? ¡Por Dios! ¿Cuándo fue la última vez que encendió el fuego? ¿Quiere morir de hipotermia como Ailsa?

El silencio recibió sus observaciones y él volvió la cabeza para ver la reacción del coronel.

– Oh, Dios mío -dijo, afligido, al ver lágrimas en los ojos del anciano. Se puso de pie y dejó caer la mano sobre el hombro de James-. Mire, todo el mundo sufre depresión en un momento u otro de su vida. No es algo de lo que uno deba avergonzarse. ¿Podría persuadirlo de que hablara con su médico? Hay varias formas de tratarla… He traído varios folletos para que los lea… y todos coinciden al decir que lo peor es sufrir en silencio.

James le retiró la mano con brusquedad.

– Con mucha delicadeza trata de persuadirme de que tengo una enfermedad mental -masculló-. ¿Por qué lo hace? ¿Ha hablado con Leo?

– No -dijo Mark sorprendido-. Desde antes del funeral no he vuelto a hablar con él. -Movió la cabeza, perplejo-. Y si hubiera hablado ¿qué diferencia habría? Nadie lo iba a declarar a usted incompetente sólo porque tenga una depresión… e incluso, si lo fuera, soy su albacea. No hay ninguna vía por la que Leo pueda apelar al Tribunal de Protección a no ser que usted revoque el documento que está en mi poder y emita uno en su nombre. ¿Es eso lo que le preocupa?

Una risa estrangulada se atascó en la garganta de James.

– Es difícil que eso me preocupe -dijo con amargura antes de dejarse caer en una silla y sumirse en un silencio taciturno.

Con un suspiro de resignación, Mark volvió a agacharse para encender el fuego. Cuando Ailsa vivía la casa funcionaba como un reloj. Mark había pasado un par de fines de semana trabajando en Dorset, «conociendo» la propiedad, y pensó que por fin había llegado su momento. Dinero viejo bien invertido; clientes ricos sin pretensiones; gente que le gustaba, con una química que funcionaba. Incluso después de la muerte de Ailsa, sus vínculos con James habían seguido siendo fuertes. Durante la investigación se había mantenido junto al anciano y había llegado a conocerlo mejor que a su propio padre.

Ahora se sentía como un extraño. No tenía idea de que la cama estuviera hecha. Parecía poco probable y no se atrevía a buscar las sábanas. En el pasado, se había instalado en la habitación azul, donde las paredes estaban cubiertas por fotografías del siglo xix, y las estanterías estaban llenas de diarios familiares y documentos legales encuadernados en cuero, relativos a la industria de la langosta que floreciera en el valle de Shenstead en tiempos del bisabuelo de James. «Esta habitación fue hecha para usted -le dijo Ailsa la primera vez que fue allí-. Sus dos temas favoritos: historia y leyes. Los diarios son viejos y polvorientos, querido, pero merecen una lectura.»

Había sentido más tristeza por la muerte de Ailsa de lo que hubiera podido expresar porque él tampoco había tenido tiempo para sufrir la pérdida. El suceso había estado rodeado de tanta angustia turbulenta -parte de la cual lo había afectado personalmente-, que se refugió en la frialdad para poder soportarlo. La había querido por varias razones: su buen humor, su bondad, su generosidad, su interés en él como persona. Pero nunca comprendió el abismo que existía entre sus hijos y ella.

De vez en cuando Ailsa hablaba de cambiarse al bando de James, como si la ruptura no la hubiera provocado ella misma, pero lo más habitual era que citara los pecados de Leo, por omisión o comisión.

– Estuvo robándonos cosas sin que nos diéramos cuenta -le dijo una vez-, la mayoría de ellas muy valiosas. Cuando James lo descubrió se enfureció. Acusó a Vera… y eso motivó una situación muy desagradable.

Hizo una pausa llena de preocupación.

– ¿Qué ocurrió?

– Oh, lo habitual -suspiró-. Leo no reconoció sus culpas. Pensó que era algo cómico. Dijo: «¿Cómo podría saber una idiota como Vera lo que es valioso?». Pobre mujer, creo que Bob le puso un ojo morado por aquel asunto porque tenía miedo de perder el chalé. Fue horrible… A partir de ese momento nos trató como si fuéramos tiranos.

– Pensé que Leo tenía cariño a Vera. ¿No fue ella la que cuidó a los niños mientras ustedes estaban lejos?

– No creo que le tuviera cariño, es algo que no siente hacia nadie salvo posiblemente Elizabeth, pero Vera lo adoraba, por supuesto… lo llamaba «mi cariño de ojos azules» y dejó que él la manejara con el meñique.