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– ¿Ella nunca tuvo hijos?

Ailsa negó con la cabeza.

– Leo era el hijo que nunca tuvo. Era capaz de hacer cualquier cosa para protegerlo, lo que en retrospectiva demostró no ser nada bueno.

– ¿Por qué?

– Porque la utilizó contra nosotros.

– ¿Y qué hizo con el dinero?

– Lo habitual -repitió Ailsa con sequedad-. Lo perdió jugando.

En otra ocasión:

– Leo era un niño muy inteligente. Su coeficiente de inteligencia era de 145 a los once años. No tengo la menor idea de dónde lo sacó, James y yo somos gente corriente, pero eso le causó problemas terribles. Pensaba que podía salirse con la suya, sobre todo cuando descubrió lo fácil que era manipular a la gente. Por supuesto, nos preguntábamos en qué nos habíamos equivocado. James se culpaba por no haber sido más estricto. Yo echo la culpa al hecho de que estábamos en el extranjero tan a menudo que teníamos que confiar en que la escuela lo controlara. -Ella sacudió la cabeza-. Creo que la verdad es más sencilla. En un cerebro ocioso sólo nacen malas ideas y a Leo nunca le interesó el trabajo duro.

Sobre Elizabeth:

– Vivía a la sombra de Leo. Estaba desesperada por que le prestaran atención, pobrecilla. Adoraba a su padre y cada vez que lo veía de uniforme tenía una pataleta, seguramente porque sabía que eso significaba que de nuevo saldría de viaje. Recuerdo que una vez, cuando tenía ocho o nueve años, le cortó las perneras de los pantalones del uniforme. Él se enfureció, y ella gritó y lloró, diciendo que se lo merecía. Cuando le pregunté por qué, me dijo que lo odiaba de uniforme. -Volvió a negar con la cabeza-. Tuvo una adolescencia muy difícil. James culpó a Leo por presentársela a sus amigos… Yo eché la culpa a nuestras ausencias. La perdimos del todo cuando cumplió los dieciocho. La alojamos en una casa con algunas amigas, pero la mayoría de las cosas que nos dijeron sobre su estilo de vida eran mentira.

Ailsa era ambivalente con respecto a sus sentimientos.

– Es imposible dejar de querer a los hijos -dijo a Mark-. Uno siempre espera que las cosas mejoren. El problema es que en algún punto del camino ellos abandonaron los valores que les habíamos enseñado y decidieron que el mundo tenía la obligación de mantenerlos. Eso generó un enorme resentimiento. Ellos creen que la causa de que el dinero se terminara era el empecinamiento de su padre, pero no reconocen que sacaron demasiada agua del pozo.

Mark se sentó sobre los talones mientras el fuego cobraba vida. Sus propios sentimientos hacia Leo y Elizabeth no tenían nada de ambivalentes. Le resultaban intensamente desagradables. En lugar de sacar agua del pozo con demasiada frecuencia, ellos habían instalado grifos permanentes que funcionaban mediante el chantaje emocional, el honor de la familia y la culpabilidad de los padres. Desde su propio punto de vista, Leo era un psicópata con una fuerte adicción al juego, y Elizabeth, por su parte, una ninfómana con problemas de alcoholismo. Tampoco podía ver ninguna «circunstancia atenuante» para su comportamiento. Los dos habían recibido muchas oportunidades en la vida y habían fallado estruendosamente a la hora de aprovecharlas.

Ailsa, dividida entre su amor maternal y la culpa que sentía a causa de sus defectos, había sido arcilla en manos de sus hijos. Para ella, Leo era el mismo chico de ojos azules al que Vera adoraba, y todos los intentos de James por contener los excesos de su hijo fueron recibidos con ruegos de darle «una segunda oportunidad». No era una sorpresa el hecho de que Elizabeth buscara desesperadamente llamar la atención, y tampoco que fuera incapaz de mantener una relación. La personalidad de Leo dominaba la familia. Sus cambios de humor generaban disputas o períodos de calma. A nadie se le permitía olvidar su existencia ni por un momento. Cuando quería, podía encantar hasta a los pájaros en los árboles; cuando no, hacía la vida imposible a todos, incluso a Mark…

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y levantó la vista. James lo estaba mirando.

– Es mejor que vaya y escuche -dijo el coronel, ofreciéndole una llave-. Quizá dejen de hacerlo si lo ven en la biblioteca.

– ¿Quién?

Un cansado movimiento de cabeza.

– Obviamente, ellos saben que usted está aquí -fue su única respuesta.

Al entrar en la habitación, Mark supuso que el que llamaba había colgado, hasta que se inclinó hacia el contestador situado encima del escritorio y oyó el sonido de una respiración sigilosa por el amplificador. Levantó el auricular:

– ¿Diga? -Ninguna respuesta-. ¿Diga? -Colgaron-. ¿Qué demonios…?

Por hábito, marcó el 1471 y miró a su alrededor en busca de una pluma para anotar el número de quien había llamado. Era un ejercicio innecesario, algo de lo que se dio cuenta mientras oía la voz enlatada y descubría un pedazo de cartón recostado contra una vieja escribanía, donde aparecía escrito el mismo número junto con un nombre: Prue Weldon. Perplejo, colgó el auricular.

El contestador era viejo, con cinta de casete en lugar de buzón de voz. Una luz parpadeaba lateralmente indicando que había mensajes, mientras el número 5 aparecía en la pantalla de llamadas. Había montoncitos de microcasetes tras el contestador y un rápido examen mostró que cada uno tenía una fecha, lo que sugería una grabación permanente y no un borrado regular. Mark pulsó el botón de mensajes nuevos y oyó cómo se rebobinaba la cinta.

Tras un par de clics, se escuchó la voz de una mujer.

«No podrá seguir haciéndose el inocente durante mucho tiempo… no, si su abogado escucha estos mensajes. Usted cree que nos iremos si no nos presta atención… pero no lo haremos. ¿Sabe algo el señor Ankerton de la niña? ¿Sabe que existe una prueba de lo que hizo usted? ¿A quién cree que se parece…? ¿A usted? ¿O a su madre? Todo es tan fácil con el ADN… basta un cabello para probar que es usted un mentiroso y un asesino. ¿Por qué no dijo a la policía que Ailsa había ido a Londres a hablar con Elizabeth el día antes de su muerte? ¿Por qué no admite que ella lo llamó loco porque Elizabeth le dijo la verdad? ¿Ésa es la razón por la que le pegó? ¿Por la que la mató?… ¿Cómo cree que se sintió su pobre esposa al descubrir que su única nieta era también su hija…?»

Después de eso, Mark no tuvo más remedio que quedarse. En una extraña inversión de papeles, James se apresuró a tranquilizarlo. Esperaba que Mark comprendiera que nada de eso era cierto. Si hubiera existido el menor asomo de culpa, James no hubiera conservado las cintas. Habían comenzado a mediados de noviembre, dos o tres llamadas por día, acusándolo de todo tipo de bestialidades. Desde hacía poco, la frecuencia de las llamadas había aumentado y el teléfono sonaba a lo largo de la noche y le impedía dormir.

A pesar de que el sonido del timbre era amortiguado por la puerta cerrada de la biblioteca, y de que los teléfonos del resto de las habitaciones estaban desconectados, Mark, mucho más sensible al sonido que su anfitrión, yacía despierto mientras sus oídos esperaban el siguiente timbre. Cada vez que sonaba era un alivio. Se dijo que tenía una hora antes del siguiente para intentar dormir, pero en cada ocasión su cerebro empezaba a funcionar a toda marcha. Si nada de eso era cierto, ¿por qué estaba James tan asustado? ¿Por qué no se lo había contado a Mark? ¿Y cómo y por qué soportaba aquello?

En algún momento durante la noche el olor del tabaco de pipa le hizo suponer que James estaba despierto. Pensó en levantarse y conversar con él, pero sus ideas eran demasiado confusas para iniciar una discusión de madrugada. Pasó un rato antes de que se preguntara cómo era capaz de oler el tabaco si la habitación de James estaba al otro lado de la casa, y la curiosidad le llevó a acercarse hasta la ventana donde había una hoja abierta. Vio asombrado que el anciano estaba sentado en la terraza donde Ailsa había muerto, envuelto en un grueso abrigo.