La mañana del día de Navidad James no hizo mención alguna de su vigilia. En lugar de ello, se tomó la molestia de acicalarse con un baño, afeitarse y ponerse ropas limpias, como si quisiera persuadir a Mark de que había dormido profundamente, aceptando que la ausencia de cuidado personal era un síntoma de un trastorno mental. No objetó nada cuando Mark insistió en escuchar las cintas a fin de entender lo que ocurría -dijo que ésa era una de las razones por lo que las había grabado-, si bien recordó a Mark que se trataba de una sarta de mentiras.
Para el abogado, la dificultad estribaba en que él sabía que buena parte de ello no era mentira. Se repetían constantemente una serie de detalles y él sabía que eran ciertos: el viaje de Ailsa a Londres el día antes de su muerte… Las constantes referencias al odio que sentía Elizabeth al ver a su padre de uniforme… La furia de James porque el bebé había sido entregado en adopción en lugar de haberse interrumpido el embarazo… La certeza de Prue Weldon de que había oído a Ailsa acusar a James de destruir la vida de su hija… El hecho innegable de que Elizabeth era una mujer marcada… La teoría de que si la nieta aparecía debería parecerse a James…
Una de las voces grabadas había sido alterada con un distorsionador electrónico. Sonaba como la voz de Darth Vader. Ésa era la que aportaba más información y también la más escalofriante. No había forma de eludir la conclusión de que se trataba de Leo. Había demasiadas descripciones detalladas, en particular del dormitorio de Elizabeth cuando era una niña, para que se tratara de un extraño: su osito de peluche, Ringo, como el batería de los Beatles, que ella todavía conservaba en su casa de Londres; los posters de Marc Bolan y T-Rex en las paredes que Ailsa había guardado con cuidado porque alguien le había dicho que eran valiosos; el color predominante de su colcha de retales, el azul, que desde entonces había pasado a la habitación sobrante…
Mark sabía que bastaba con preguntar a James para que diera la impresión de que su mente aceptaba de alguna manera los alegatos de incesto. Hasta su inicial afirmación de que las llamadas eran maliciosas estaba matizada por su admisión de que no comprendía cuál era la intención. Si se trataba de Leo, ¿qué esperaba lograr? Si era un chantaje, ¿por qué no hacía alguna exigencia? ¿Por qué involucraba a otras personas? ¿Quién era la mujer que parecía saber tanto? ¿Por qué Prue Weldon nunca decía nada? ¿Cómo podía alguien que no estaba relacionado con la familia conocer tantos detalles sobre esos temas?
Todo lo que decía tenía una pátina de desánimo, máxime cuando James se negó en redondo a involucrar a la policía porque no quería que la muerte de Ailsa «resucitara» en la prensa. De hecho, la resurrección parecía ser una obsesión para él. No quería que Mark resucitara al «condenado osito de peluche» de Elizabeth, o la disputa sobre la adopción. No quería reavivar los robos de Leo. Aquello era agua pasada y no tenía la menor importancia en esa campaña de terror. Y sí, por supuesto, él sabía a qué obedecía todo aquello. Aquellas malditas mujeres -Prue Weldon y Eleanor Bartlett- querían que él confesara haber matado a Ailsa.
¿Que confesara…? Mark intentó mantener la ansiedad apartada de su voz.
– Bueno, tienen razón en una cosa -dijo-. Esas acusaciones serían rechazadas con facilidad con una prueba de ADN. Quizá la mejor estrategia consistiría en presentar el problema con delicadeza a la capitana Smith. Si ella estuviera dispuesta a cooperar, entonces usted podría llevar esas cintas a la policía. Sea cual sea el motivo de las llamadas, no hay duda de que constituyen una amenaza.
James le sostuvo la mirada durante un momento antes de apartar la vista.
– No hay forma de hacerlo con delicadeza -dijo-. No soy estúpido, ya he pensado en ello.
«¿Por qué defiende sus facultades mentales hasta el agotamiento?»
– No necesitamos involucrarla. Yo podría pedir a su madre una muestra de cabello. Debe de haber dejado algo en su casa que pueda utilizarse para un análisis. No es ilegal, James… al menos, por el momento. Hay compañías en internet que se especializan en ofrecer análisis de ADN en temas relativos a la paternidad.
– No.
– Es mi mejor consejo. O eso, o informar a la policía. Una solución temporal podría ser cambiar su número de teléfono y pedir que no aparezca en la guía… pero si Leo está detrás de todo este asunto, pronto encontrará el nuevo número. No puede dejar que esta situación continúe impunemente. Además del hecho de que puede morir de agotamiento, algunas chismosas van a empezar a hablar más de la cuenta y lo cubrirán de fango si no se defiende de esas acusaciones.
James abrió un cajón de su escritorio y sacó un archivador.
– Lea esto -dijo-, y después déme una buena razón para que convierta la vida de esa niña en una pesadilla. Si de algo estoy seguro, Mark, es de que ella nunca escogió al hombre que la engendró, ni es responsable de él.
Querida capitana Smith, mi abogado me informa que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda…
Una hora después dijo a James que necesitaba dar un paseo para despejarse. Cruzó el huerto y echó a andar hacia la casa del guarda. Pero si esperaba que Vera Dawson le aclarara algo, no lo consiguió. Se asombró de cuánto se había deteriorado el cerebro de la mujer desde agosto. Ella no lo dejó entrar, su boca vetusta succionaba y gruñía con resentimiento, y Mark empezó a mostrarse más comprensivo con la suciedad de la mansión. Preguntó dónde estaba Bob.
– Ha salido.
– ¿Sabe adónde? ¿Está en el jardín?
Una sonrisa de placer se reflejó en sus ojos reumáticos.
– Dijo que estaría ocho horas fuera. Eso quiere decir que está pescando.
– ¿También el día de Navidad?
La sonrisa desapareció.
– No lo iba a pasar conmigo, ¿verdad? Yo sólo sirvo para trabajar. «Levántate y limpia lo del coronel», dice, sin importarle que algunas mañanas apenas pueda levantarme de la cama.
Mark, incómodo, sonrió.
– Bueno, ¿podría pedirle a Bob que se pasara por la mansión para conversar conmigo? Hoy o quizá mañana. Si tiene boli y papel, podría dejarle una nota, en caso de que se le olvide.
La mujer entrecerró los ojos con suspicacia.
– Mi memoria está bien. Todavía no he perdido la chaveta.
Era como si fuera James quien hablara.
– Lo siento. Pensé que podría ser de ayuda.
– ¿De qué quiere hablar con él?
– De nada en particular. Asuntos generales.
– No se pongan a hablar de mí -masculló entre dientes con furia-. Tengo mis derechos, como cualquier otra persona. No fui yo quien robó los anillos de la señora. Fue su hijo. Dígaselo al coronel, ¿me ha oído? El viejo cabrón; fue él quien la mató.
Y cerró la puerta dando un portazo.
SEGUNDA PARTE. Shenstead, Boxing Day, 2001
Siete
Tras un intento infructuoso de ponerse en contacto con su abogado -el contestador de la oficina avisaba a los que telefoneaban que el bufete estaba de vacaciones hasta el día 2 de enero-, Dick Weldon hizo rechinar los dientes y telefoneó a la mansión Shenstead. Si alguien podía tener un abogado a mano ése sería James Lockyer-Fox. Si Prue, la mujer de Dick, tenía razón, el hombre corría peligro de ser arrestado.
– Ya lo verás -seguía diciendo ella-, es cuestión de tiempo que la policía se vea obligada a actuar.
Tarde o temprano, como el otro dueño de una propiedad que colindaba con el Soto, James se vería involucrado en la discusión y lo mejor era que empezara a implicarse desde ese momento. De todas maneras, no era una llamada que Dick quisiera hacer.
No se había establecido ningún contacto entre la granja Shenstead y la mansión desde que Prue contara a la policía la discusión que había oído la noche en que Ailsa murió. Siempre decía que el destino había intervenido para convertirla en una persona que escuchaba conversaciones ajenas. Durante tres años nunca había sentido la necesidad de pasear los perros por el Soto en la oscuridad, ¿por qué entonces aquella noche sí? Se dirigía a su casa tras haber visitado a su hija en Bournemouth y uno de los perros comenzó a gemir a medio camino en el valle. Cuando llegó al Soto, había una gran agitación en la parte trasera de la propiedad y ella, quejándose, liberó a los perros y siguió por el camino de lodo.