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– No soy James, señor Weldon. Puedo pedirle que se ponga al teléfono si así lo desea, pero parece que es a mí a quien necesita. Me llamo Mark Ankerton, soy el abogado de James.

Dick se sintió desconcertado.

– Lo siento, no advertí que era usted.

– Lo sé. Las voces pueden confundir… -una leve pausa-, y las palabras también, sobre todo cuando se toman fuera de contexto.

Era una referencia irónica a Prue, pero Dick no la captó. Miró a la pared al tiempo que rememoraba la voz familiar del nómada. Todavía no había podido recordar quién era.

– Debió habérmelo dicho -respondió, de manera poco convincente.

– Tenía curiosidad por saber qué quería usted antes de molestar a James. De todas las llamadas que se reciben en esta casa, hay muy pocas tan civilizadas como la suya, señor Weldon. Lo habitual es que a uno lo llamen «hijoputa asesino» o cosas por el estilo.

Dick se sintió violento. No se le había ocurrido semejante posibilidad.

– ¿Quién podría hacer una cosa como ésa?

– Podría darle una lista, si le interesa. Su número de teléfono aparece en ella con regularidad.

– No puede ser -protestó Dick-. Hace meses que no llamo a James.

– Entonces le sugiero que se ponga en contacto con British Telephone -dijo el abogado con frialdad-. Al marcar el 1471 su número aparece en diez ocasiones. Todas las llamadas están siendo grabadas y su contenido registrado. Nadie habla desde su número -su voz se volvió muy seca-, pero se escuchan suspiros desagradables. La policía los identificaría como jadeos, aunque no entiendo el componente sexual cuando el destinatario es un hombre de más de ochenta años. La llamada más reciente se realizó en Nochebuena. Por supuesto, es usted plenamente consciente de que realizar llamadas telefónicas ultrajantes o amenazantes es un delito.

«¡Dios! ¿Quién podría haber sido tan estúpido? ¿Prue?»

– Usted mencionó un problema en el Soto. -Al no haber respuesta, Mark prosiguió-: Temo no haber oído el resto. ¿No querría usted volver a contármelo, por favor? Cuando tenga la idea correctamente almacenada en mi cerebro, la discutiré con James… aunque no puedo garantizarle que le devuelva la llamada.

Dick aceptó el cambio de tema con alivio. Era un hombre sin dobleces y consideraba el hecho de que su esposa se dedicara a jadear por una línea telefónica como algo alarmante y de mal gusto.

– James va a ser el más afectado -dijo-. Hay seis autocares llenos de nómadas estacionados a ciento cincuenta metros de la terraza de la mansión. En realidad, me sorprende que ustedes no los hayan oído. Hace un rato me pasé por allí y tuvimos una discusión.

Hubo una pausa, como si el otro interlocutor hubiera apartado su oído del receptor.

– Es obvio que el sonido no se transmite tan bien como alega su esposa, señor Weldon.

Dick no estaba habituado a pensar sobre la marcha. Su trabajo consistía en estudiar los problemas con lentitud y cuidado, y hacer planes a largo plazo para que la granja pasara por tiempos de plétora y de hambre dando tantas ganancias como fuera posible. En lugar de hacer caso omiso al comentario -la opción más sabia-, intentó apartarlo a un lado.

– No se trata de Prue -replicó-. Se trata de que han invadido el pueblo. Necesitamos estar unidos… no atacarnos los unos a los otros. No creo que usted sepa apreciar la gravedad de la situación.

Se escuchó una risita al otro lado del hilo telefónico.

– Debería reflexionar sobre lo que ha dicho, señor Weldon. En mi opinión, James tiene pruebas para poder acusar a su esposa por calumnias… Por lo tanto es algo ingenuo sugerir que no sé apreciar la gravedad de la situación.

Molesto por el tono altivo del hombre, Dick volvió a la carga.

– Prue sabe lo que oyó -dijo con agresividad-. Ella hubiera hablado con Ailsa si la pobre mujer hubiera seguido con vida la mañana siguiente, pues ninguno de nosotros consiente que las mujeres sean maltratadas; pero Ailsa estaba muerta. ¿Qué hubiera hecho usted de encontrarse entonces en el lugar de Prue? ¿Hacer como si nada hubiera ocurrido? ¿Ocultarlo debajo de la alfombra? Dígamelo.

La voz gélida hizo de nuevo acto de presencia.

– Me hubiera preguntado qué sabía sobre James Lockyer-Fox… Me hubiera preguntado por qué el examen post mortem no mostró señales de golpes… Me hubiera preguntado por qué una mujer inteligente y rica habría permanecido casada durante cuarenta años con un maltratador, teniendo posibilidades económicas e intelectuales de abandonarlo… Y, seguramente, me habría preguntado también si no era mi afición al chismorreo lo que me había llevado a adornar lo que supuestamente había oído a fin de convertirme en alguien más interesante para mis vecinos.

– Eso es ofensivo -dijo Dick con enojo.

– No tan ofensivo como acusar de asesinato a un amante esposo e incitar a otras personas a que hagan lo mismo.

– Lo acusaré por calumnias si dice cosas como ésa. Todo lo que Prue ha hecho es contar a la policía lo que había oído. No puede culparla de que luego los idiotas saquen sus propias conclusiones.

– Le sugiero que hable con su esposa antes de acusarme, señor Weldon. Podría acabar con unas costas legales muy elevadas. -Se oyó una voz en segundo plano-. Perdóneme un momento. -La línea quedó en silencio durante varios segundos-. James ha entrado a la habitación. Si quiere volver a hablar de ese asunto de los nómadas, pondré el manos libres para que ambos podamos oírlo. Después de discutir este asunto, le devolveré la llamada para comunicarle nuestra decisión… aunque yo no esperaría nada favorable.

Dick había tenido una mañana difícil y su temperamento volátil estalló.

– Me importa un rábano lo que decidan. No es problema mío. La única razón por la que he llamado es porque Julian Bartlett no tuvo bemoles para hacerse cargo de la situación y a la policía no le interesa en absoluto. James y usted pueden ocuparse de eso. ¿Por qué debería importarme? Mi casa está a casi un kilómetro de distancia. Me desentiendo de este embrollo.

Colgó el teléfono con fuerza y fue a buscar a Prue.

Mark colgó el auricular cuando la línea se interrumpió.

– Le estaba explicando algunos hechos de la vida -señaló, en tardía respuesta a la reacción agitada de James cuando entró en la habitación y oyó a Mark hablar de incitación a la calumnia-. La señora Weldon es una amenaza. No entiendo por qué es usted tan renuente a hacer algo con respecto a ella.

James se acercó a la ventana y miró más allá de la terraza con la cabeza hacia delante como si no pudiera ver bien. Habían hablado del asunto el día anterior.

– Tengo que vivir aquí -dijo, repitiendo los mismos argumentos que había esgrimido entonces-. ¿Por qué agitar un avispero sin necesidad? En cuanto esas mujeres se aburran, todo esto terminará.

Los ojos de Mark se desplazaron hacia el contestador del escritorio.

– No estoy de acuerdo -dijo con brusquedad-. Anoche hubo cinco llamadas y ninguna de ellas fue de una mujer. ¿Quiere oírlas, James?

– No.

Mark no se sorprendió. No había nada nuevo. Simplemente eran la repetición litúrgica de la información almacenada en el montón de cintas que había examinado el día anterior, pero la voz anónima, distorsionada electrónicamente, crispaba los nervios de quien la escuchaba igual que el torno de un dentista. Hizo girar la silla hasta quedar frente al anciano.