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– ¡Guau! -se limitó a exclamar Nancy.

– Es asombroso, ¿verdad? Esa bahía de ahí es Barrowlees. Sólo se puede llegar a ella a través del sendero que va a las granjas… y ésa es la razón por la que vivir en este pueblo resulta tan caro. Todas las casas tienen derecho de paso, lo que les permite ir en sus coches hasta la playa. Un auténtico desastre.

– ¿Por qué?

– Sus precios están más allá de las posibilidades de los lugareños. Eso ha convertido a Shenstead en un pueblo fantasma. La única razón por la que Bob y Vera aún están aquí es porque su chalé es propiedad de la mansión y Ailsa les prometió que podrían vivir en él de por vida. De hecho, yo hubiera preferido que no lo hiciera. Es el único chalé que aún pertenece a James, pero él insiste en respetar la palabra de Ailsa, aunque necesita ayuda desesperadamente. Tenía otro chalé hasta hace cuatro años pero lo vendió porque tenía problemas con los okupas. Yo le habría aconsejado alquilarlo en lugar de venderlo, precisamente por si surgía una eventualidad como ésta, pero por aquel entonces yo no era su abogado.

– ¿Por qué no comparte la casa con alguien? Es lo bastante grande.

– Una buena pregunta -dijo Mark con sequedad-. Quizás usted pueda persuadirlo. Lo único que me dice es… -imitó una trémula voz de barítono-: «No voy a tener a ningún entrometido husmeando en cosas que no le importan».

Nancy se echó a reír.

– No lo culpo. ¿Usted lo querría?

– No, pero no me estoy abandonando de la forma en que lo hace James.

Ella asintió, dándole la razón.

– Tuvimos el mismo problema con una de mis abuelas. Al final, mi padre tuvo que asumir el papel de albacea. ¿También es ése el caso de James?

– Sí.

– ¿Quién es su albacea?

– Yo -respondió con renuencia.

– Mi padre tampoco quería serlo -dijo ella con simpatía-. Al final se vio obligado a ello cuando amenazaron a mi abuela con cortarle la electricidad. Pensó que las facturas rojas eran más bonitas que las otras y las alineó sobre la repisa de la chimenea para decorar la habitación. No se le ocurrió pagarlas. -Sonrió, respondiendo a la sonrisa de él-. Pero eso no la hizo menos adorable -añadió-. ¿Quién más vive en Shenstead?

– De modo permanente, casi nadie. Ése es el problema. Los Bartlett, de la casa Shenstead, se jubilaron anticipadamente y consiguieron amasar una pequeña fortuna al vender su casa de Londres; los Woodgate, de Paddock View, pagan un alquiler nominal a la empresa propietaria de la mayoría de los chalés de fin de semana y a cambio los administran; y los Weldon, de la granja Shenstead… -Señaló una línea de bosque que colindaba con el parque al oeste-: Son dueños de esas tierras, por lo que, estrictamente hablando, están fuera de los límites del pueblo. Igual que los Squire y los Drew, al sur.

– ¿Son los arrendatarios de que me habló?

Mark asintió.

– James es dueño de todo lo que se ve desde aquí a la orilla.

– ¡Uau! -exclamó-. Es una gran extensión de terreno. ¿Y por qué el pueblo tiene derecho de paso a través de sus tierras?

– El tatarabuelo de James, el hombre cuyo capote ha visto, dio permiso a los pescadores para transportar botes y capturas hacia y desde la costa, a fin de organizar la industria de la langosta en Shenstead. Irónicamente, se enfrentaba al mismo problema que tienen hoy: un pueblo moribundo y una mano de obra escasa. Era la época de la Revolución industrial y los jóvenes se marchaban para buscar trabajos mejor remunerados en las ciudades. Tenía la esperanza de establecer contactos con negocios tan exitosos como los de Weymouth y Lyme Regis.

– ¿Y funcionó?

Mark asintió.

– Durante cincuenta años. Todo el pueblo participaba en la producción de langosta. Había transportistas, procesadores, preparadores, empaquetadores… Traían toneladas de hielo que guardaban en depósitos por todo el pueblo.

– ¿Existen todavía los depósitos?

– Por lo que sé, ya no. Se volvieron obsoletos en cuanto se inventó la nevera y se instaló el cableado eléctrico. -Señaló el jardín japonés-. El estanque que acabamos de ver era un antiguo depósito. James posee una colección de teteras de cobre en uno de los depósitos de las afueras, pero eso es todo lo que ha sobrevivido.

– ¿Y qué acabó con la actividad?

– La Primera Guerra Mundial. Padres e hijos fueron llamados a filas y no regresaron. Por supuesto, es la misma historia en todas partes, pero en un lugar tan pequeño como éste, que dependía de sus hombres para arrastrar los botes hasta el agua, los efectos fueron devastadores. -Mark la condujo hacia el centro del césped-. Puede ver la línea de la costa. No es un buen fondeadero, por lo que tenían que dejar los botes sobre terreno seco. En uno de los dormitorios hay fotografías de aquella época.

Ella se protegió los ojos del sol.

– Si necesitaba tanta mano de obra, entonces el pueblo estaba condenado sin remedio -dijo Nancy-. Los precios nunca hubieran compensado los costes de producción y la industria habría muerto de todos modos. Papá siempre dice que el mayor destructor de las comunidades rurales fue la mecanización del trabajo agrícola. Un hombre sobre una cosechadora puede hacer el trabajo de cincuenta, y lo hace más rápido, mejor y con mucho menos residuos. -Señaló hacia los campos que se veían delante-. Presumo que esas dos granjas contratan a temporeros para que realicen las labores de arado y recolección.

Mark quedó impresionado.

– ¿Cómo puede saberlo con un simple vistazo?

– No puedo -replicó ella riéndose-, pero usted no dijo que en el poblado viviera ningún trabajador agrícola. ¿También el granjero que vive al oeste contrata ese tipo de servicios?

– Se refiere a Dick Weldon. No, él es el contratista. Levantó un negocio al otro lado de Dorchester y después compró la granja Shenstead hace tres años, una ganga, cuando el anterior propietario se arruinó. No es tonto. Dejó a su hijo encargado del negocio principal al oeste y ahora se está expandiendo aquí.

Nancy lo miró con curiosidad.

– No le cae bien -dijo.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Su tono de voz.

Ella era más perspicaz que él, pensó Mark. A pesar de sus sonrisas y sus carcajadas, él todavía no había aprendido a leer su rostro o las inflexiones de su voz. Sus modales no eran tan secos como los de James pero, sin duda, era una mujer independiente. En cualquier otro sitio y con una mujer diferente, él habría considerado la posibilidad de seducirla, para su fascinación o desencanto, pero era renuente a hacer cualquier cosa que jorobara a James.

– ¿A qué se debe el cambio de opinión?

Ella se volvió y miró hacia la casa.

– ¿Quiere decir que por qué estoy aquí?

– Sí.

Nancy se encogió de hombros.

– ¿Le dijo que me había escrito?

– Hasta ayer, no.

– ¿Ha leído las cartas?

– Sí.

– Entonces, debe ser capaz de responder por sí mismo a su pregunta… pero le daré una pista. -Le lanzó una mirada rápida y divertida-. No estoy aquí por su dinero.

Nueve

La cacería fue el desbarajuste que Julian Bartlett había predicho. Los saboteadores se mantuvieron sorprendentemente tranquilos al principio, pero en cuanto levantaron un zorro en el bosque de Blantyre los coches se adelantaron para crear vías seguras mediante el uso de cuernos de caza para distraer a los perros hacia rastros falsos. Desentrenados tras la larga veda, los perros se confundieron y tanto los cazadores como los monteros perdieron el control. Los jinetes dieron vueltas con impaciencia hasta que el orden fue restaurado, pero el retorno al bosque de Blantyre para levantar un segundo zorro tampoco tuvo éxito.

Los que seguían la caza en coche intentaron bloquear a los saboteadores y gritaban a los cazadores el rumbo que había tomado el zorro, pero la grabación amplificada de los feroces ladridos de una jauría que se escuchaba a través de los altavoces de una furgoneta desorientaron a los sabuesos. La irritación de los jinetes se convirtió en furia cuando los saboteadores invadieron los campos y agitaron los brazos ante los caballos en un intento peligroso y criminal de desmontar a los cazadores. Julian apartó de un golpe de fusta a un chico que intentó agarrar las riendas de Bouncer y a continuación soltó una retahila de improperios al ver que una mujer le estaba haciendo fotos.