– ¿Qué hacía entonces la perra? ¿También iba allí?
Wolfie estaba acostumbrado a que llamaran «perra» a su madre. A veces, también él la llamaba así.
– Eso fue cuando ella estaba enferma.
Nunca había entendido por qué su padre no se cortaba con la navaja. No era natural pasarse una punta afilada por el cuero cabelludo sin hacerse sangre ni una sola vez. Ni siquiera usaba jabón para facilitar la tarea. A veces, Wolfie se preguntaba por qué Fox no se limitaba a afeitarse la cabeza en lugar de convertir las zonas del cuero cabelludo donde había perdido el pelo en senderos irregulares y dejar que los mechones traseros y laterales colgaran hasta llegar por debajo de sus hombros, en trenzas que se hacían más y más irregulares a medida que se le caía el pelo. Pensaba que a Fox le preocupaba quedarse calvo, aunque no podía asegurarlo. Los tipos duros de las películas muchas veces se afeitaban la cabeza. Bruce Willis lo hacía.
Se tropezó con los ojos de Fox en el espejo.
– ¿Qué miras? -gruñó el hombre-. ¿Qué es lo que quieres?
– Si sigues así vas a quedarte calvo como una bola de billar -dijo el niño, señalando las hebras de pelo negro que flotaban sobre la superficie del agua-. Deberías ir al médico. No es normal que se te caiga el pelo cada vez que sacudes la cabeza.
– ¿Y tú, cómo lo sabes? Quizás esté en mis genes. Quizá te pase a ti.
Wolfie contempló su propio reflejo rubio.
– De eso, nada -dijo, envalentonado por la disposición del hombre a hablar-. No parezco un indio como tú. Supongo que soy como mamá, y ella no va a quedarse calva.
No debió haber dicho eso. Se dio cuenta de que había sido un error en el preciso instante en que las palabras brotaron de sus labios y vio cómo se entrecerraban los ojos de su padre.
Intentó escapar, pero Fox dejó caer una manaza alrededor de su cuello y le acarició con la navaja la suave piel bajo el mentón.
– ¿Quién es tu padre?
– Tú es -gimió el niño, con lágrimas que hacían brillar sus ojos-. Tú es, Fox.
– ¡Por Dios! -Echó al niño a un lado-. No puedes recordar ni una puñetera cosa, ¿no es verdad? Eres… tú eres… ¿Cómo se llama eso que no sabes, Wolfie? Dime cómo se llama -inquirió, mientras seguía rascándose el cuero cabelludo.
– ¿Gra-gramática?
– Conjugación, pedazo de mierda ignorante. Se trata de un verbo.
El niño dio un paso atrás, haciendo gestos defensivos con las manos.
– No es para que te pongas así, Fox -dijo, desesperado por demostrar que no era tan estúpido como su padre lo consideraba-. Mamá y yo estuvimos averiguando sobre esa cosa del pelo en la red la última vez que fuimos a la biblioteca. Creo que se llama -había intentado memorizar la palabra-, ah-lo-pe-sa. Hay mucha información… y cosas que puedes hacer.
Los ojos del hombre volvieron a entrecerrarse.
– Alopecia, idiota. Es una palabra griega que quiere decir sarna del zorro. Eres tan puñeteramente ignorante. ¿Acaso la perra no te enseña nada? ¿Por qué crees tú que me llaman Fox Evil [4]?
Wolfie tenía algunas ideas propias. En su mente infantil, Fox denotaba astucia y Evil crueldad. Era un nombre que le venía de perlas a aquel hombre. Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas.
– Sólo intentaba ayudar. Hay muchos tíos que se están quedando calvos. No tiene mucha importancia. La mayor parte de las veces -decidió apostar por el sonido que acababa de oír-, la aipesia desaparece y el pelo vuelve a crecer. Quizá sea eso lo que te pase. No querrás ponerte nervioso, dicen que el pelo también se cae por las preocupaciones.
– ¿Y las otras veces?
El niño se agarró al respaldo de una silla porque le temblaban las rodillas de miedo. No había querido llegar tan lejos, con palabras que no podía pronunciar e ideas que cabreaban a Fox.
– Decían algo sobre el cáncer -respiró profundamente-, la dibete y la artrite, que también podían causar eso. -Se apresuró a seguir hablando antes de que su padre volviera a molestarse-. Mamá y yo creemos que debes ver a un médico, porque si estás enfermo no vas a mejorar por creer que no lo estás. No es difícil ir a una consulta. La ley dice que los nómadas tienen los mismos derechos a que los atiendan que los demás.
– ¿Te dijo la perra que yo estaba enfermo?
La alarma de Wolfie se reflejó en su rostro.
– N-n-no. Ella nunca habla de ti.
Fox clavó la navaja en la madera del mueble de baño.
– Estás mintiendo -dijo con una mueca mientras se volvía-. Dime qué te dijo o te sacaré las puñeteras tripas.
«Tu padre está mal de la cabeza… Tu padre es malo…»
– Nada -logró decir Wolfie-. Ella nunca dice nada.
Fox examinó los ojos aterrorizados de su hijo.
– Es mejor que me digas la verdad, Wolfie, o encontrarás las tripas de tu madre esparcidas por el suelo. Inténtalo de nuevo. ¿Qué dijo ella de mí?
Los nervios del niño no aguantaron más y echó a correr hacia la salida trasera, se metió debajo del autocar y escondió el rostro entre las manos. No podía hacer nada bien. Su padre mataría a su madre, y los metomentodo descubrirían sus moretones. De saber cómo hacerlo le habría implorado a Dios, pero Dios era un ente nebuloso al que no comprendía. Una vez su madre había dicho que si Dios fuera una mujer, ella los ayudaría. En otra ocasión dijo que Dios era un policía: si sigues las reglas, es bueno, pero si no, te manda al infierno.
La única verdad absoluta que Wolfie comprendía era que no había forma de huir de su miserable vida.
Fox fascinaba a Bella Preston de una manera que pocos hombres lo habían logrado. Era mayor de lo que aparentaba, pensó ella, asumiendo que tenía más de cuarenta años y un rostro particularmente inexpresivo que indicaba un control absoluto de sus emociones. Hablaba poco, prefería envolverse en un manto de silencio, pero cuando lo hacía su habla delataba su clase y su educación.
No se trataba de que fuera algo inaudito que un pijo se echara al camino, eso había ocurrido a lo largo de los siglos cada vez que una buena familia expulsaba de una patada a una oveja negra, pero ella había esperado que Fox tuviera algún hábito caro. Los adictos al crack eran las ovejas negras del siglo xxi, y daba lo mismo en qué clase social hubieran nacido. Pero ese tipo ni siquiera fumaba porros y eso era muy extraño.
Una mujer menos segura de sí misma se hubiera podido preguntar por qué Fox seguía escogiéndola como centro de su atención. Grande y gorda, con una espesa cabellera teñida con agua oxigenada, Bella no era la opción más adecuada para aquel hombre delgado, carismático, de ojos pálidos y caminitos afeitados en el cuero cabelludo. Él nunca respondía a ninguna pregunta. Quién era, de dónde venía y por qué nadie lo había visto en el circuito antes: aquello no le interesaba a nadie, sólo a él. Bella, que había sido testigo de sus reacciones, aceptaba que tenía todo el derecho a mantener oculto su pasado -¿acaso ellos no tenían secretos?- y le permitía frecuentar su autocar con la misma libertad que al resto de la gente.
Bella no había recorrido el país con tres hijas pequeñas y un marido adicto a la heroína, ahora muerto, sin aprender a mantener los ojos abiertos. Sabía que en la caravana de Fox había una mujer y dos niños pero él nunca lo reconocía. Parecían gente abandonada, tirada al camino y recogida en un momento de debilidad compasiva. Bella había visto a los dos niños esconderse tras las faldas de su madre cada vez que Fox se les acercaba. Eso le decía algo con respecto al hombre: no importa cuan atractivo pudiera ser para los extraños -y lo era en sumo grado-: Bella se hubiera jugado sus últimos peniques a que mostraba un carácter diferente tras las puertas de su casa.
Eso no la sorprendía. ¿Qué hombre no se sentiría hastiado de una zombi drogada y sus cachorros bastardos? Pero sí le preocupaba. Los niños eran pequeños clones tímidos de su madre, rubios y de ojos azules, que se sentaban en el fango bajo el autocar de Fox y la contemplaban vagabundear sin sentido, de vehículo en vehículo, con la mano extendida en busca de cualquier cosa que la hiciera dormir. Bella se preguntaba con cuánta frecuencia les daría aquellas pildoras a sus hijos para que se quedaran quietos. Con frecuencia, sospechaba. El letargo de los niños no era normal.