– Creo que tiene miedo de que las cosas empeoren si la policía oye lo que dice la voz de Darth Vader -aclaró finalmente-. Hay detalles de algunos hechos… -Una larga pausa-. James los niega, por supuesto, pero cuando uno los oye, una y otra vez…
Prefirió guardar silencio.
– Suenan convincentes -terminó ella la frase por él.
– Umm… Algo de eso es cierto, sin duda. Eso hace que uno se pregunte por el resto.
Nancy recordó cómo el coronel se había referido a Mark Ankerton como una «honorable excepción» entre las filas de todos los que se apresuraban a condenarlo y se preguntó si sabía que su abogado comenzaba a vacilar.
– ¿Puedo oír esas cintas? -preguntó.
Mark parecía consternado.
– De ninguna manera. Si James averigua que usted las ha escuchado le daría un ataque. Son horribles. Si las hubiera recibido yo, habría cambiado mi número de teléfono de inmediato y lo mantendría fuera de la guía. La puñetera señora Weldon ni siquiera tiene agallas para hablar… simplemente llama a medianoche para despertarlo… Después se sienta y jadea durante cinco minutos.
– ¿Por qué responde?
– No lo hace… pero el teléfono sigue sonando, él se despierta de todos modos y la cinta graba el silencio de la mujer.
– ¿Por qué no lo desconecta por las noches?
– Está reuniendo pruebas… pero no las va a utilizar.
– ¿A qué distancia está la casa de los Weldon?
– A unos ochocientos metros, carretera arriba en dirección a Dorchester.
– Entonces, ¿por qué no va y le lee la cartilla? Me da la sensación de que se echaría a temblar como un montón de gelatina. Si ni siquiera tiene el coraje de hablar, lo más probable es que se desmaye si el abogado de James le hace una visita.
– No es tan fácil. -Echó el aliento en sus manos para recuperar algo de calor-. Esta mañana he discutido por teléfono con el marido, le dije que pondríamos una acusación contra su esposa por calumnias. James llegó en medio de la conversación y me reprendió por haber sugerido semejante cosa. Se niega a considerar una acusación… dice que sería una bandera blanca… y que suena a rendición. Para ser honesto, no entiendo sus razonamientos. Utiliza constantemente metáforas de asedio como si estuviera contento de intervenir en una guerra de desgaste en lugar de hacer lo que quiero que haga, o sea, llevar la lucha a terreno enemigo. Sé que le preocupa que la acción legal pueda volver a poner la historia en las páginas de los periódicos, algo que no desea, pero también creo que tiene miedo de que la policía tome de nuevo cartas en el asunto por la muerte de Ailsa.
Nancy se quitó el gorro y se lo pasó de una mano a la otra.
– Eso no lo convierte en culpable -dijo-. Me imagino que da más miedo ser inocente de un crimen pero ser incapaz de probarlo que ser culpable y ocultar las huellas. Lo primero es un estado pasivo, el otro es activo, y él es un hombre acostumbrado a la acción.
– Entonces, ¿por qué no sigue mi consejo y comienza a atacar a esos bastardos?
Ella se puso de pie.
– Por las razones que acaba de dar. Oiga, puedo oír cómo le castañetean los dientes. Póngase el abrigo y paseemos. -Esperó a que se pusiera el chubasquero y, a continuación, emprendieron resueltamente el regreso al jardín japonés-. No tiene sentido asomar la cabeza por el parapeto si se la van a volar -señaló-. Quizá debería sugerirle guerra de guerrillas en lugar del despliegue organizado de tropas en forma de acusaciones o de involucrar a la policía. Enviar a un francotirador para que aniquile a un enemigo en su trinchera es un acto totalmente honorable.
– ¡Dios mío! -dijo él con un gruñido, metiendo subrepticiamente el gorro de ella en su bolsillo, consciente de que se trataba de una mina de ADN.
Si ella lo olvidaba, el problema podía solucionarse.
– Es usted tan perversa como él. ¿Quiere explicarme eso en cristiano?
– Separe a la gente que pueda identificar, como la señora Weldon, y después concéntrese en Darth Vader. En cuanto lo haya aislado será fácil de neutralizar. Es la táctica estándar.
– Estoy seguro de que lo es -dijo él con amargura-. Ahora, explíqueme cómo hacerlo sin presentar acusaciones.
– Divide y vencerás. Ya ha comenzado con el marido de la señora Weldon. ¿Cómo reaccionó?
– Con ira. No sabía que ella había estado llamando.
– Eso está bien. ¿A quién más ha identificado el 1471?
– A Eleanor Bartlett… vive en la casa Shenstead, que está a unos cuarenta metros carretera abajo. Ella y Prue Weldon son muy amigas.
– Entonces, ése debe de ser el eje principal contra James. Tiene que hacer que se separen.
Mark sonrió con sarcasmo, enseñando los dientes.
– ¿Y cómo lo hago?
– Comience por creer en la causa por la que lucha -dijo Nancy, desapasionadamente-. La falta de entusiasmo no sirve para nada. Si la versión de los hechos que ofrece la señora Weldon es cierta, entonces James miente. Si James dice la verdad, entonces la que miente es la señora Weldon. No hay zonas grises. Incluso aunque la señora Weldon crea que está diciendo la verdad, pero no es la verdad, entonces se trata de una mentira. -Ahora era ella la que le enseñaba los dientes-. Elija un bando.
Para Mark, a quien todo aquel asunto le parecía una confusión de grises, aquello era una argumentación extraordinariamente simple y se preguntó qué había estudiado en Oxford. Algo con parámetros bien definidos; supuso que ingeniería, donde el torque y el impulso tenían límites definidos y las ecuaciones matemáticas daban resultados concluyentes. Para ser justos, ella no había oído las cintas, sin embargo, de todos modos…
– La realidad nunca es tan blanca o tan negra -protestó él-. ¿Y si ambas partes mienten? ¿Y si son sinceros sobre un aspecto y mienten sobre el otro? ¿Y si el hecho sobre el que discuten no guarda relación con el supuesto crimen? -La señaló con un dedo-. ¿Qué haría usted entonces… suponiendo que tiene conciencia y no quiere disparar a la persona equivocada?
– Dimitir -repuso Nancy con brusquedad-. Volverse pacifista. Desertar. Lo único que consigue al prestar atención a la propaganda enemiga es comprometer su estado de ánimo y el de sus tropas. Es la táctica estándar. -Ella apuntó un dedo hacia él para subrayar las palabras-. La propaganda es un arma poderosa. Todos los tiranos de la historia así lo han demostrado.
Once
Eleanor Bartlett fue satisfactoriamente optimista cuando Prue la telefoneó para darle las nuevas sobre la presencia de extraños en el Soto. Era una mujer envidiosa que disfrutaba con los agravios. Si hubiera sido tan rica como para permitirse unos caprichos habría llevado todos sus agravios ante los tribunales y habría sido considerada una «litigante maliciosa». Pero como no lo era, tenía que contentarse con dañar las relaciones bajo el disfraz de «hablar con sinceridad». Por lo general, eso la convertía en alguien desagradable, pero también le otorgaba cierta influencia. Pocos la querían como enemiga, en particular los que sólo acudían allí los fines de semana, cuya ausencia implicaba que no podían proteger su reputación.
Fue Eleanor la que había exhortado a su marido para que aceptara la prejubilación para mudarse al campo. Julian lo había acatado con renuencia pero sólo porque sabía que sus días en la empresa estaban contados. De todos modos tenía serias dudas sobre si sería juicioso abandonar la ciudad. Estaba contento con su estatus sociaclass="underline" un nivel alto como ejecutivo, una cartera decente en la Bolsa que podría pagar uno o dos cruceros durante la jubilación, amigos que compartían sus ideas y disfrutaban juntos de una copa después del trabajo y de un partido de golf los fines de semana, vecinos amistosos, televisión por cable y los hijos de sus matrimonios anteriores viviendo a menos de diez kilómetros de su casa.