– Es obvio que ha habido un error -dijo, preparándose de nuevo para levantar la cuerda-. Me dijeron que unos nómadas habían ocupado el Soto.
Fox se adelantó y mantuvo la cuerda donde estaba.
– Esta señal dice «No pasar» -dijo-. Le recomiendo que la obedezca. -Señaló hacia una pareja de perros alsacianos que yacían sobre el terreno, cerca de uno de los autocares-. Están atados con cadenas largas. Lo más prudente sería no molestarlos.
– Pero ¿qué es lo que ocurre? -exigió ella-. Creo que el pueblo tiene derecho a saberlo.
– No estoy de acuerdo.
La respuesta pura y simple la desorientó.
– Pero no pueden… -Hizo un gesto vacío con la mano-. ¿Tienen permiso para estar aquí?
– Déme el nombre del propietario y me pondré de acuerdo con él.
– Pertenece al pueblo -replicó ella.
El hombre dio unos golpecitos sobre el letrero que decía «No pasar».
– Me temo que no, señora Bartlett. En ningún registro consta que pertenezca a nadie. Ni siquiera está registrado como área colectiva según la ley de 1965, y la teoría de la propiedad de Locke dice que cuando una parcela no tiene propietario puede ser reclamada mediante posesión hostil por cualquiera que la cerque, construya edificaciones y defienda sus derechos. Nosotros reclamamos esta parcela como nuestra a no ser que alguien aparezca con un documento de propiedad.
– Eso es escandaloso.
– Es la ley.
– Ya lo veremos -espetó ella-. Voy a casa, a llamar a la policía.
– Vaya -dijo el hombre-, pero está perdiendo el tiempo. El señor Weldon ya ha hablado con ellos. Lo mejor que podrían hacer es buscarse un buen abogado. -Señaló con la cabeza hacia la mansión Shenstead-. Quizá debería preguntar al señor Lockyer-Fox si puede utilizar los servicios del señor Ankerton… Al menos está aquí y, probablemente, conoce algo sobre las reglas y regulaciones referentes al caso de terra nullius. ¿O ha quemado sus naves en esa dirección, señora Bartlett?
La alarma volvió a apoderarse de Eleanor. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo conocía el nombre del abogado de James? Estaba segura de que aquello no figuraba en el registro electoral de Shenstead.
– No sé de qué me habla.
– Terra nullius. Tierra sin propietario.
Sus ojos pálidos le resultaban desconcertantes, familiares incluso, y observó a la figura más pequeña de pie al lado del hombre.
– ¿Quiénes son ustedes?
– Sus nuevos vecinos, cariño -dijo una voz de mujer-. Vamos a estar una temporada por aquí, así que lo mejor es que se acostumbre a nuestra presencia.
Era una voz y una persona con la que Eleanor sentía que podía tratar, la dura pronunciación de una chica de Essex. Además, la mujer era gruesa.
– Oh, no lo creo -dijo con condescendencia-. Creo que descubriréis que Shenstead está muy por encima de vosotros.
– Por el momento no lo parece -dijo el otro-. Sólo han aparecido dos de ustedes desde que su marido pasó por aquí a las ocho y media. Teniendo en cuenta que es Boxing Day y que todo el mundo descansa, no parece que sea una puñetera estampida para echarnos. ¿Qué pasa con el resto de los vecinos? ¿Nadie les ha dicho que estamos aquí… o es que a nadie le importa?
– La noticia se sabrá enseguida, no se preocupe.
La mujer rió, como si le hubiera hecho gracia.
– Creo que sois vosotros los que debéis comenzar a preocuparos, cariño. Tenéis un pésimo sentido de la comunicación. Por ahora parece que su hombre avisó al señor Weldon, y éste la avisó a usted… o quizá su marido la avisó a usted y ha necesitado cuatro horas para maquillarse. Sea como sea, la han mandado aquí sin decirle lo que pasa. El señor Weldon estaba tan furioso que pensamos iba a mandar un batallón de abogados contra nosotros… pero lo único que vemos por aquí es un pedazo de algodón de azúcar. Entonces, ¿de qué va la cosa? ¿Acaso es el elemento más temible con que cuenta este pueblo?
La ira hizo que los labios de Eleanor se convirtieran casi en una raya.
– Sois absurdos -dijo-. Es obvio que sabéis muy pocas cosas sobre Shenstead.
– Yo no apostaría por eso -murmuró la mujer.
Y tampoco lo haría Eleanor. La precisión de la información con la que contaba la asustaba. ¿Cómo sabían que era Julian quien había pasado en su coche a las ocho y media? ¿Alguien les habría dicho cuál era su coche?
– Bueno, tenéis razón en una cosa -dijo, entrecruzando los dedos de las manos para estirarse los guantes-: vais a tener que enfrentaros a un batallón de abogados. Tanto el señor Weldon como el coronel Lockyer-Fox han sido informados, y ahora que he visto personalmente con qué tipo de personas estamos tratando se lo contaré a nuestra gente.
El hombre atrajo su atención dando unos golpecitos sobre el letrero.
– No olvide mencionar que es un asunto de propiedad y posesión hostil, señora Bartlett -le dijo-. Se ahorraría muchísimo dinero si les explica que cuando el señor Weldon intentó cercar esta parcela no apareció el propietario de estas tierras.
– No voy a oír sus consejos sobre cómo tratar con mi abogado -espetó Eleanor.
– Entonces quizá deba esperar a que su marido vuelva a casa -sugirió él-. No querrá gastar dinero en una parcela de tierra con la que no tiene nada que ver. Le dirá que la responsabilidad corresponde al señor Weldon y al señor Lockyer-Fox.
Eleanor sabía que el hombre tenía razón, pero la sugerencia de que ella necesitaba la autorización de su esposo para hacer alguna cosa hizo que le subiera la presión arterial.
– Qué mal informados estáis -dijo con desprecio-. El compromiso de mi esposo con este pueblo es del cien por cien… como descubriréis en su debido momento. Y no tiene por costumbre huir de una batalla sólo porque sus intereses no estén amenazados.
– Está muy segura de él.
– Y con razón. Él defiende los derechos de la gente… a diferencia de vosotros, que intentáis destruirlo todo.
Hubo un breve silencio que Eleanor interpretó como una victoria. Con una tensa sonrisa de triunfo dio media vuelta y comenzó a alejarse.
– Quizá debería preguntarle por su amiguita -le gritó la mujer a la espalda-, la que viene a visitarlo cada vez que usted se ausenta… rubia… de ojos azules… y menor de treinta años… a nosotros no nos parece exactamente un compromiso del cien por cien… más bien un modelo de reemplazo para un cacharro muy usado que necesita una buena capa de pintura.
Wolfie vio cómo la mujer se alejaba. Pudo ver su rostro palidecer cuando Fox susurró algo al oído de Bella y ésta le gritó mientras se alejaba. Se preguntó si sería una agente social. Quizá será una metomentodo, pensó, de otra manera no hubiera fruncido tanto el ceño cuando Fox puso la mano sobre la cuerda para evitar que entrara. Wolfie se alegraba de aquello porque el aspecto de la mujer no le había gustado. Era flaca, con la nariz puntiaguda, y en torno a los ojos no había arrugas de sonrisa.
Su madre le había dicho que no confiara nunca en personas que no tenían arrugas de sonrisa. Eso quería decir que no podían reírse, le dijo, y la gente que no puede reírse no tiene alma. «¿Qué es el alma?», le había preguntado él. «Es todas las cosas buenas que una persona ha hecho en su vida -le respondió ella-. Eso aparece en la cara cuando la gente se ríe, porque la risa es la música del alma. Si el alma no oye música nunca, entonces muere, y ésa es la razón por la que la gente que no es bondadosa no tiene arrugas de sonrisa.»
Estaba convencido de que aquello era cierto, a pesar de que su comprensión del alma se circunscribía al recuento de arrugas. Su madre tenía muchísimas. Fox ninguna. El hombre que había visto en el césped rodeaba sus ojos de arrugas cada vez que sonreía. La confusión comenzó cuando pensó en el anciano en la ventana. En su filosofía simplista, la edad conformaba el alma, pero ¿cómo podía tener alma un asesino? ¿Acaso matar a la gente no era el acto menos bondadoso de todos?