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«Hay más probabilidades que cuando uno compra un cupón de lotería, que son de catorce millones contra uno, y es igual de legal -les había dicho Fox-. En el peor de los casos, nos quedaremos en el mismo sitio todo el tiempo que necesiten las partes interesadas para promover una acusación contra nosotros… el tiempo suficiente para que los niños puedan inscribirse en la consulta de un médico e ir a una escuela decente… unos seis meses… quizá más… En el mejor de los casos se podrá conseguir una casa. Yo diría que vale la pena probarlo.»

Nadie creyó que fuera a ocurrir. Al menos, Bella no. Lo más que podía esperar era que el concejo local los alojara en alguna propiedad en ruinas, y para ella eso resultaba menos atractivo que seguir en la carretera. Quería para sus niñas libertad y seguridad, no la influencia corruptora de vándalos y delincuentes en una olla a presión de pobreza y crimen. Pero Fox fue lo bastante convincente para persuadir a algunos de ellos de que había que intentarlo.

«¿Qué tenéis que perder?», les había preguntado.

Bella había coincidido con él una vez más después de Barton Edge y antes de formar el convoy la noche anterior. El resto de los arreglos se hizo por teléfono o por radio. A nadie se le informó de dónde estaba la parcela baldía salvo que se encontraba en algún sitio en el sudoeste, y la única reunión celebrada fue para tomar la decisión final sobre quiénes participarían. Sólo se tomaría en consideración a personas con niños. Bella le había preguntado quién le había dado el derecho a actuar como Dios, y la respuesta fue:

«Porque soy el único que sabe adónde vamos.»

La sencilla lógica de su selección fue que no existieran alianzas dentro del grupo para que su liderazgo fuera incuestionable. Bella había argumentado en contra de eso. Su punto de vista era que un grupo unido de amigos conformaría una fuerza más poderosa que un dispar grupo de extraños, pero al recibir un brutal ultimátum -«lo tomas o lo dejas»-, había capitulado. ¿Acaso no valía la pena intentar cualquier sueño, aunque fuera una quimera?

– ¿Fox es tu padre? -preguntó a Wolfie.

– Creo que sí. Mamá dijo que lo era.

Bella pensó en eso. Recordaba a la madre decir que Wolfie había salido al padre, pero no lograba encontrar ningún parecido entre el niño y Fox.

– ¿Siempre has vivido con él? -inquirió.

– Creo que sí, salvo cuando se marchó.

– ¿Adónde fue?

– No sé.

«A la cárcel», pensó Bella.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– No sé.

Ella rebañó la salsa del plato del niño con un trozo de pan y se lo dio.

– Has vivido siempre en la carretera.

Se embutió el trozo de pan en la boca.

– No estoy seguro del todo.

Tomó la olla de encima de la hornilla y la puso delante de Wolfie con más pan.

– También puedes rebañar esto, cariño. Tienes mucha hambre, se nota. -Lo miró poner manos a la obra, preguntándose cuándo había sido la última vez que había comido decentemente-. ¿Cuánto hace que tu madre se marchó?

Esperaba otra respuesta escueta, pero esta vez recibió un torrente de palabras.

– No lo sé, no tengo reloj y Fox nunca me dice qué día es. Dice que eso no tiene importancia pero para mí, sí. Ella y el Cachorro se fueron una mañana. Creo que hace semanas. Fox se cabrea si pregunto. Dice que me abandonó, pero yo pienso que no es verdad porque siempre era yo el que la buscaba. Creo que huyó de él. Ella le tenía mucho miedo. Él no le… -se corrigió-, a él no le gusta que la gente le discuta. Tampoco se puede hablar mal -dijo, y de repente pasó a imitar a Fox-: Es gramática incorrecta y a él no le gusta.

Bella sonrió.

– ¿Tu madre también habla como los pijos?

– ¿Quieres decir como en el cine?

– Sí.

– A veces. Pero no habla mucho. Siempre soy yo el que habla con Fox porque ella se asusta.

Bella retomó mentalmente a la reunión de selección celebrada hacía cuatro semanas. ¿Estaba allí la mujer?, se preguntó. Le costaba trabajo acordarse. Fox era tan dominante que tendía a ocupar todos los pensamientos. ¿Le había importado a Bella que la madre del niño estuviera allí? No. ¿Le había importado que los niños estuvieran a la vista? No. A pesar de cuestionar el derecho de Fox al liderazgo, le pareció que su certeza era emocionante. Era un hombre que podía hacer que las cosas sucedieran. Un hijo de puta, sí, alguien con quien no querría cruzarse en un mal momento, pero un hijo de puta visionario…

– ¿Qué hace cuando la gente le discute? -preguntó a Wolfie.

– Saca la navaja.

Julian cerró el portón del remolque de Bouncer y después fue a buscar a Gemma, cuyo remolque estaba estacionado a unos c:uarenta metros. Era la hija de uno de los arrendatarios del valle de Shenstead y la pasión que sentía Julian hacia la joven era tan intensa como la de cualquier sesentón hacia una mujer complaciente en la flor de la vida. Era lo suficientemente realista para darse cuenta de que todo aquello tenía que ver con el cuerpo juvenil de la mujer y su libido sin inhibiciones como con el deseo de conversar, pero para un hombre de su edad, casado con una mujer que había perdido sus atractivos mucho tiempo atrás, la combinación de sexo y belleza era un poderoso estímulo. Hacía muchos años que no se sentía tan en forma y tan joven.

De todos modos, la alarma de Gemma cuando se dio cuenta de que Eleanor la había llamado lo sorprendió. Su propia reacción había sido de alivio, por fin había saltado la liebre, y jugó incluso con la fantasía de que Eleanor hubiera podido marcharse antes de que él llegara a la casa, dejando una nota insultante en la que le decía lo cabrón que había sido. La culpa nunca le había resultado incómoda, quizá porque no había sufrido la traición. De todos modos, algo le recordaba que la realidad se materializaría en pataletas. ¿Le importaba? No. A su manera, despreocupada y alienada -su primera esposa siempre se había referido a eso como a «cosas de hombres»-, asumía que, al igual que él, Eleanor no querría prolongar un matrimonio sin sexo.

Encontró a Gemma junto a su coche, furiosa.

– ¿Cómo puedes ser tan idiota? -le preguntó, mirándolo fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Has dejado mi número escrito en alguna parte.

– No lo he hecho. -En un intento poco afortunado de eludir la ira de la joven Julian le pasó el brazo por la cintura-. Ya sabes cómo es Eleanor. Lo más probable es que haya revisado mis cosas.

Gemma le apartó el brazo.

– La gente nos está mirando -le avisó, mientras se quitaba la chaqueta.

– ¿A quién le importa?

Ella dobló la chaqueta y la puso en el asiento trasero de su furgoneta Volvo.

– A mí -dijo, tensa, mientras lo rodeaba para comprobar el estado de la barra de sujeción del remolque-. En caso de que no lo hayas notado, la puñetera periodista está a quince metros y ver mañana en la prensa una foto en la que me estás magreando no va a ayudar en nada. Eleanor tendría que ser estúpida para no sumar dos y dos si la ve.

– Ahorraré tiempo de explicaciones -dijo él con displicencia.

– ¿Explicaciones a quién? -dijo ella lanzándole una mirada calcinante.

– A Eleanor.

– ¿Y mi padre? ¿Tienes idea del cabreo que pillará por esto? Tengo la esperanza de que la zorra de tu mujer no le haya telefoneado aún para decirle lo puta que soy, sabiendo lo conmovedora que puede ser en lo que tan bien sabe hacer. -Exasperada, dio un pisotón-. ¿Estás seguro de que no hay nada en tu casa con mi nombre?

– Estoy seguro. -Julian se pasó una mano por la nuca y miró hacia atrás. La reportera miraba hacia otra parte, más interesada en cómo se organizaban los cazadores que en ellos-. ¿Por qué te preocupa tanto lo que piense tu padre?

– Sabes por qué -le espetó ella-. Yo no podría montar a Monkey Business sin su ayuda. Ni siquiera puedo permitirme mantener un caballo con mi miserable salario de secretaria. Nadie podría. Papá lo paga todo… hasta el puñetero coche… así que, a no ser que me estés prometiendo ocuparte de todo, lo mejor será que te cerciores de que Eleanor mantenga la boca cerrada. -Suspiró con irritación ante la súbita expresión atribulada de él-. ¡Oh, por Dios! -siseó entre dientes-. ¿No ves que esto es un puñetero desastre? Papá espera un yerno que le ayude en la granja, no alguien que tiene su misma edad.