– Prue es una buena persona -protestó ella, sin mucha convicción.
– No, no lo es -replicó él-. Es una zorra frustrada llena de resentimiento. Al menos Ailsa tenía algo más en su vida que los cotilleos, pero Prue vive de eso. Le dije a Dick que estaba haciendo lo correcto. «Sal de ahí rápido» le dije, «antes de que te lleguen las citaciones judiciales.» Nadie lo consideraría responsable de que su mujer adorne los finales de una conversación porque es tan aburrida que nadie quiere oírla.
La provocación hizo que Eleanor se volviera.
– ¿Y por qué estás tan convencido de que James no tiene nada que ocultar?
Julian se encogió de hombros.
– Seguro que algo tendrá. Si no lo tuviera sería un hombre extraordinario.
Esperaba que ella le dijera «tú sabrás», pero Eleanor bajó la vista.
– Está bien -dijo, sin convicción.
– Eso no significa nada, Ellie. Mira todas las cosas que has tratado de ocultar desde que nos mudamos aquí… dónde vivíamos… cuál era mi salario… -volvió a reírse-, tu edad. Apuesto a que no has dicho a Prue que estás a punto de cumplir sesenta… Apuesto a que pretendes ser más joven que ella. -La boca de Eleanor se torció hacia abajo en un súbito momento de ira; Julian la miró un instante con expresión extraña. Ella se contenía con todas sus fuerzas. Una observación como ésa el día anterior hubiera recibido una respuesta cortante-. Si existiera alguna prueba de que James mató a Ailsa, la policía la habría hallado -dijo-. Todo el que piense otra cosa debe ir a que le examinen la cabeza.
– Dijiste que había cometido un asesinato impunemente. Me lo dijiste varias veces.
– Dije que si él la había matado, era el crimen perfecto. Por Dios, se trataba de una broma. De cuando en cuando deberías escuchar, en lugar de obligar a todo el mundo a escucharte.
Eleanor se volvió de nuevo hacia la cocina.
– Tú nunca me escuchas. Siempre estás en tu estudio.
Julian se terminó el whisky. «Ahí viene», pensó.
– Soy todo tuyo -la invitó-. ¿De qué quieres hablar?
– De nada. No tiene sentido. Siempre tomas partido por el hombre.
– Sin duda hubiera tomado partido por James si me hubiera dado cuenta de lo que Prue planeaba -dijo Julian con frialdad-. Y también Dick. Siempre supo que estaba casado con una zorra, pero no sabía que se desahogaba con James. Pobre viejo. La muerte de Ailsa ya fue bastante desgracia, no tenía ninguna necesidad de que una arpía lo atacara con el equivalente telefónico de las cartas escritas con tinta venenosa. Es una forma de acoso… lo que hacen las solteronas ansiosas de sexo… -Eleanor pudo sentir cómo los ojos de su marido la taladraban entre los omoplatos- o, en el caso de Prue, las mujeres cuyos maridos ya no las desean.
En la cocina de la granja Shenstead, Prue estaba tan preocupada como su amiga. Las dos tenían mucho miedo. Los hombres a quienes se jactaban de conocer tan bien las habían sorprendido.
– Papá no desea hablar contigo -le había dicho a Prue su hijo por teléfono, en tono cortante-. Dice que si no dejas de llamarlo al móvil cambiará el número. Le hemos dicho que puede pasar la noche aquí.
– Por favor, dile que se ponga -espetó ella-. Es ridículo.
– Yo creía que ésa era tu especialidad. -Jack le devolvió el golpe-. Estamos dándole vueltas en la cabeza a la horrible vergüenza de esas llamadas tuyas a ese pobre anciano. ¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
– No sabes nada de nada -replicó ella fríamente-. Y Dick, tampoco.
– Exactamente. No lo sabemos… y nunca lo hemos sabido. ¡Por Dios, mamá! ¿Cómo pudiste hacer algo así? Todos creíamos que estabas sacándote el veneno de dentro regándolo por casa, pero atosigar a una persona con llamadas y no decir ni siquiera una palabra… Ya no se trata de que alguien crea o no tu versión de lo ocurrido. Siempre estás reescribiendo la historia para colocarte en un lugar más importante.
– ¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? -exigió Prue, como si su hijo fuera todavía un díscolo adolescente-. ¡Desde que te casaste con esa chica no has hecho otra cosa que criticarme!
Jack soltó una carcajada de irritación.
– Acabas de probar lo que digo, madre. Sólo recuerdas lo que te conviene y el resto se pierde por un agujero en tu cerebro. Si tienes algo en la cabeza, recuerda de nuevo esa conversación que aseguras haber oído e intenta reconstruir lo que dejaste fuera… Es muy extraño que la única persona que te crea sea esa idiota de Bartlett. -Se oyó el sonido de una voz en segundo plano-. Tengo que colgar, los padres de Lindy se marchan. -Hizo una pausa, y cuando habló su tono era terminante-. Estás sola en este lío, así que acuérdate de decir a la policía y a cualquier abogado que aparezca por ahí que ninguno de nosotros sabía nada. Hemos trabajado muy duro para ver cómo el negocio se va a pique porque no puedes mantener la boca cerrada. Papá ya ha protegido lo suyo, transfiriéndolo a Lindy y a mí. Mañana va a delimitar lo tuyo, para que no perdamos Shenstead en indemnizaciones por calumnias. -Y colgó.
La reacción inmediata de Prue fue física. La saliva se retiró de su boca de manera tan drástica que no pudo tragar. Colgó el auricular con desesperación y llenó un vaso de agua del grifo. Comenzó por echarles la culpa a todos, excepto a sí misma. Eleanor había llegado mucho más lejos que ella… Dick era tan timorato que se había asustado… Desde el principio Belinda había envenenado la mente de Jack contra ella… si alguien sabía cómo era James, ésa era Elizabeth… lo único que había hecho Prue era tomar partido por la pobre chica… y, por extensión, por Ailsa…
En cualquier caso, sabía lo que había oído. Por supuesto que sí.
«… siempre estás reescribiendo la historia… sólo recuerdas lo que te conviene…»
¿Tenía Dick razón? ¿Estaría hablando Ailsa sobre James y no con James? Ahora no podía recordarlo. La verdad era la que ella había elaborado mientras conducía hacia su casa desde el Soto, llenando los espacios en blanco para dar sentido a lo que había oído y, en el fondo de su mente, había un agente de policía que le sugería exactamente eso.
«Nadie recuerda nada con total precisión, señora Weldon -le había dicho-. Tiene que estar muy segura de que lo que está diciendo es verdad porque quizá tenga que repetirlo ante un tribunal y jurarlo. ¿Está segura hasta ese punto?»
«No -fue la respuesta de ella-. No lo estoy.»
Pero Eleanor la había persuadido de lo contrario.
Fox sabía que debía existir un archivador -James era muy meticuloso en lo relativo a su correspondencia-, pero el registro de los cajones pegados a la pared resultó infructuoso. Al final lo encontró por accidente. Estaba en el fondo de uno de los polvorientos cajones del escritorio con la palabra «Miscelánea» escrita en la esquina superior derecha. No se habría molestado en revisarlo a no ser porque parecía menos manoseado que los demás y apuntaba a que contenía una información más reciente que los archivadores sobre la historia de los Lockyer-Fox amontonados encima. Más por curiosidad que por cualquier reconocimiento de que estaba a punto de hallar el filón principal, abrió la cubierta y descubrió la correspondencia de James con Nancy encima de los informes de Mark Ankerton sobre sus avances en la búsqueda de la joven. Se llevó el archivador porque no había una razón para no hacerlo. Nada destruiría tan rápido al coronel como saber que su secreto había dejado de serlo.
Nancy golpeó suavemente la pared lateral del autocar antes de remontar los escalones y aparecer en la puerta abierta.
– Hola -dijo, animada-, ¿les importa si subimos?
Había nueve adultos reunidos en torno a una mesa pegada a la pared donde estaba la puerta. Estaban sentados a lo largo de un banco de vinilo morado en forma de U, tres de espaldas a Nancy, tres de frente a ella y tres frente a la ventana que no tenía cartón. Al otro lado del estrecho pasillo había una estufa antiquísima con una bombona de gas a su lado, y una cocinita con un fregadero empotrado. Dos de los asientos originales del autocar permanecían en la zona entre la puerta y el banco, presumiblemente para el uso de los pasajeros cuando el vehículo estaba en movimiento, y de unas barras en el interior colgaban cortinas de feroces tonos de rosado y violeta, para lograr separaciones que garantizaran la intimidad. De una manera psicodélica, le recordaban a Nancy la decoración de las góndolas que sus padres alquilaban para navegar por el canal los días festivos cuando ella era una niña.