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Mark y Nancy no lo presionaron. Nancy no creía conocerlo tan bien y Mark era renuente a ahondar en un tema que generaría más preguntas que respuestas. De todos modos sentían curiosidad, sobre todo por el nombre «Fox».

– Es mucha coincidencia, ¿no le parece? -había murmurado Nancy cuando entraron en la cocina-. Zorros mutilados y un hombre llamado Fox a la puerta. ¿Qué cree que está ocurriendo?

– No tengo ni idea -dijo Mark con sinceridad. Le obsesionaba la coincidencia entre Fox y Lockyer-Fox.

Nancy no lo creyó pero tampoco se sentía con derecho a exigir explicaciones. Su abuelo la intrigaba y la intimidaba a un tiempo. Se dijo que eso era el orden natural en el ejército: los capitanes admiraban a los coroneles. Era también el orden natural en la sociedad: los jóvenes admiraban a los ancianos. Pero había otra cosa. Una agresividad reprimida en James, a pesar de su edad y su fragilidad, que gritaba «No pasar» con la misma efectividad que los anuncios de los extraños del bosque. Hasta Mark se andaba con cuidado a pesar de que mantenía con su cliente una relación de respeto mutuo.

– Se necesitará mucho más que mi partida para matarlo -respondió-. Uno no llega a coronel por casualidad. Además, combatió en Corea… pasó un año en un campamento de prisioneros de guerra sometido al lavado de cerebro de los chinos… y fue condecorado por heroísmo. Es más duro de lo que usted o yo llegaremos a serlo alguna vez.

Mark la miró fijamente.

– ¿Es eso cierto?

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– No supuse que tuviera que hacerlo. Usted es su abogado. Creía que lo sabría.

– Pues no.

Nancy se encogió de hombros.

– Ahora lo sabe. Su cliente es todo un personaje. Una leyenda en su regimiento.

– ¿Dónde averiguó todo eso?

Ella comenzó a retirar de la mesa los platos de la comida.

– Le dije… que lo busqué. Lo mencionan en varios libros. En aquella época era comandante, y en calidad de oficial de más alta graduación se ocupó de dirigir el grupo británico en el campo de prisioneros cuando el oficial al mando falleció. Fue condenado a un confinamiento solitario durante tres meses porque se negó a prohibir las reuniones religiosas. El techo de la celda era de chapa ondulada y cuando salió estaba tan deshidratado que su piel parecía cuero. Lo primero que hizo tras su liberación fue oficiar una ceremonia laica… El sermón se titulaba «Libertad de pensamiento». Cuando terminó la ceremonia aceptó un vaso de agua.

– ¡Dios mío!

Nancy se rió mientras llenaba el fregadero.

– Algunos dirían eso. Yo digo que son agallas y mala leche. No debe subestimarlo. No es de los que se someten a la propaganda. Si lo fuera, no citaría a Clausewitz. Fue Clausewitz quien acuñó la frase «la niebla de la guerra» cuando vio cómo las nubes de humo de los cañones enemigos durante la guerra napoleónica confundía la vista hasta dar la impresión de que el ejército enemigo era más grande y numeroso de lo que era en realidad.

Mark estaba ocupado abriendo las puertas de los armarios. Ella era la romántica, pensó, recomido por los celos ante el heroísmo del anciano.

– Sí, bueno, sólo desearía que fuera más comunicativo. ¿Cómo se supone que voy a ayudarlo si no me dice lo que ocurre? No tenía la menor idea de que habían matado a Henry. James me dijo que había muerto de viejo.

Ella contempló la búsqueda infructuosa del abogado.

– Hay una cajita en la encimera -dijo, señalando con la cabeza una caja de hojalata en la que podía leerse «Té»-. La tetera está al lado.

– En realidad buscaba los tazones. James es un anfitrión excelente. Lo único que me ha dejado hacer desde que llegué ha sido la comida de hoy… y eso sólo porque quería conversar con usted.

«Y porque tenía miedo de que conectara el teléfono e interceptara una llamada de Darth Vader», pensó.

Ella señaló algo por encima de la cabeza de él.

– Ahí están, colgados de ganchos sobre la cocina -le dijo.

Mark levantó los ojos.

– Oh, sí. ¡Lo siento! -Registró los alrededores de la encimera en busca de enchufes eléctricos-. También puede ver la tetera, ¿no?

Nancy contuvo la risa.

– Creo que descubrirá que se trata de esa cosa grande y redonda sobre el Aga. Pero no se enchufa. Es el viejo método de calentar agua. Suponiendo que la tetera esté llena, sencillamente levante la tapa cromada a la izquierda y póngala a hervir, colocando la tetera sobre la hornilla.

Mark obedeció.

– Supongo que su madre tiene una de éstas.

– Umm… Ella deja la puerta trasera abierta para que cada cual se sirva cuando quiera.

Nancy se arremangó y comenzó a fregar.

– ¿Incluso los extraños?

– Por lo general, papá y sus obreros, pero de vez en cuando entra alguien que está de paso. Una vez encontró a un vagabundo en la cocina, hinchándose de té como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente.

Mark echó una cucharadita de hojas de té en la tetera.

– ¿Y qué hizo?

– Le preparó una cama y lo dejó quedarse dos semanas. Cuando se marchó, se llevó consigo la mitad de la plata, pero ella todavía habla de él como «aquel cómico hombrecillo adicto al té». -Se interrumpió cuando él estiró la mano para tomar la tetera-. En su caso, yo no lo haría. Esas asas se calientan mucho. Inténtelo con la manopla del horno, a su derecha.

Mark levantó la mano para coger el guante y se lo puso.

– Sólo conozco aparatos que funcionan con electricidad -dijo-. Déme un microondas y carne precocinada, y estaré en el séptimo cielo. Esto es demasiado complicado para mí.

Ella soltó una risita.

– Es usted el candidato ideal para un curso de supervivencia. Tendría una perspectiva de la vida totalmente nueva si lo abandonaran en medio de una selva durante una tormenta tropical con un fuego que no se enciende.

– ¿Qué haría usted?

– Comer gusanos crudos… o no comer. Eso depende de cuánta hambre tenga y de la resistencia del estómago.

– ¿A qué saben?

– Son asquerosos -dijo ella, poniendo un plato en el escurridor-. Las ratas están bien… aunque tienen poca carne y muchos huesos.

Se preguntó si se estaría burlando de él por llevar una vida tan normal.

– Prefiero seguir con el microondas -dijo él, amotinándose.

Nancy le lanzó una mirada divertida.

– No se puede decir que eso sea vivir peligrosamente, ¿verdad? ¿Cómo sabría de qué es capaz si no se prueba a sí mismo?

– ¿Tengo necesidad de hacerlo? ¿Por qué no puedo limitarme a enfrentarme a un problema cuando se presente?

– Porque usted nunca le aconsejaría hacer eso a un cliente -dijo ella-. Al menos espero que no lo haga. Su consejo sería totalmente opuesto… busque toda la información que pueda a fin de defenderse de lo que le hayan lanzado. De esa manera está menos dispuesto a subestimar la oposición.

– ¿Y sobrestimar la oposición? -preguntó Mark con irritación-. ¿Acaso no es igual de peligroso?

– No veo cómo. A mayor cautela, más seguridad.

Mark pensó que ella había regresado a las preguntas en blanco y negro.

– ¿Y si se trata de su propio bando? ¿Cómo sabe que no está sobrestimando a James? Asume que es duro por lo que resistió hace cincuenta años, pero ahora es un anciano. Ayer las manos le temblaban tanto que no podía ni levantar un vaso.

– No estoy hablando de su fortaleza física, me refiero a su fortaleza mental. -Puso las últimas piezas de la vajilla en el escurridor y desconectó el aparato-. El carácter de la gente no cambia porque envejezca. -Buscó un trapo-. En todo caso, se acentúa… La madre de mi madre fue toda su vida un marimacho… y cuando cumplió ochenta años, se convirtió en un megamarimacho. La artritis reumatoide no le permitía caminar pero su lengua seguía moviéndose. La ancianidad está relacionada con la ira y el resentimiento, no con partir mansamente al olvido… es el grito de Dylan Thomas de «arder y despotricar al terminar el día». ¿Por qué James tendría que ser la excepción? Es un combatiente… ésa es su naturaleza.