A intervalos regulares, las chillonas peroratas de Eleanor y los monólogos distorsionados de Darth Vader eran sustituidos por períodos de silencio en los que se oía una respiración sigilosa -su respiración- en la cinta. Podía oír las pausas mientras se apartaba del teléfono por miedo a que Dick se hubiera despertado y bajara las escaleras para descubrir a qué se dedicaba ella. Podía oír su temblorosa excitación cuando el miedo a que la descubrieran y el sentimiento de poder colisionaban en su pecho para producir pequeños sonidos sibilantes al respirar.
Intentó convencerse a sí misma de que las intimidaciones autoritarias de Eleanor eran peores, pero no tuvo éxito. La palabra, fuera cual fuera, tenía el mérito de la honestidad; el jadeo, ese jadeo pesado, era la elección del cobarde y parecía lascivo. Prue debió decir algo. ¿Por qué no lo había hecho?
Porque no había creído lo que Eleanor le había dicho…
Recordó los susurros chismosos de Vera Dawson relativos al regreso intempestivo de Ailsa de un destino de dos años en África cuando Elizabeth contrajo paperas en la escuela. Por supuesto, eso no engañó a nadie. Se sabía que la chica era rebelde y hacía novillos con demasiada frecuencia, sobre todo de noche, para que un vientre inflamado no fuera un embarazo indeseado. El rumor afirmaba que James no supo nada del bebé hasta que regresó al cumplir su tiempo de destino, varios meses después de la adopción, y que su furia había sido tremenda porque Ailsa había permitido a Elizabeth ocultar otro error debajo de la alfombra.
Eleanor dijo que eso no probaba nada salvo que James era capaz de tener estallidos de ira. Un destino en el extranjero incluía días festivos como cualquier otro trabajo, y si Elizabeth había dicho que estaba en Inglaterra por la época en que el niño fue concebido, eso a ella le bastaba. Elizabeth era la mujer más lastimada que había visto en su vida, así se lo había expresado a Prue, con energía, y ese tipo de trastorno de personalidad no ocurría por accidente. Quienquiera que forzara la adopción había empujado a una chica ya de por sí vulnerable a una espiral de depresión, y si alguien tenía alguna duda al respecto debería hablar con Elizabeth. Como había hecho Eleanor.
La monstruosa procesión de mensajes siguió su curso, con uno de Prue por cada dos de Elizabeth y cinco de Darth Vader, y de pronto Prue se dio cuenta de que la habían embaucado. Todo el mundo llamaba, le había dicho Eleanor. La gente estaba enfurecida porque James había cometido un asesinato y había salido impune. Las «chicas» hacían por lo menos una llamada al día, preferentemente de noche, para despertarlo. Ésa era la única manera de que Ailsa recibiera justicia.
Prue levantó la cabeza cuando James pulsó la tecla de stop y el silencio se adueñó de la habitación. Pasó un buen rato antes de que mirara al coronel a la cara y su rostro se cubrió de avergonzado rubor. Cuánto había envejecido el anciano, pensó. Lo recordaba como un hombre apuesto, erguido, de mejillas quemadas por el viento y ojos claros. Ahora estaba encorvado y demacrado, y la ropa le iba grande.
– ¿Entonces? -preguntó Mark.
Ella se mordió un labio.
– Había sólo tres voces. La de Eleanor, la mía y la del hombre. ¿Hay más cintas?
– Varias -dijo el abogado, mirando su portafolios que estaba abierto sobre el suelo-, pero siempre son de usted, de la señora Bartlett y de nuestro amigo, que está demasiado asustado para utilizar su voz real. Hace poco usted comenzó a fallar, pero estuvo llamando regularmente, como un reloj, todas las noches durante las primeras cuatro semanas. ¿Quiere que se lo pruebe? Elija la cinta que desee y se la pondremos.
Ella negó con la cabeza pero no dijo nada.
– No parece muy interesada en el contenido de los mensajes -dijo Mark al cabo de un momento-. ¿No la horroriza ese catálogo de violación infantil e incesto? He escuchado esas cintas durante horas y me siento horrorizado. Me horroriza que el dolor de una niña pueda ser explotado de manera tan cruel. Me horroriza haber tenido que oír los detalles. ¿Era ésa la intención? ¿Humillar al que lo oía?
Nerviosa, se pasó la lengua por los labios.
– Yo… eh… Eleanor quería que James supiera que nosotras lo sabíamos.
– ¿Que sabían qué? Y, por favor, no vuelva a utilizar su nombre de pila para referirse al coronel Lockyer-Fox, señora Weldon. Si alguna vez tuvo derecho a usarlo, lo perdió en el momento que levantó el teléfono por primera vez para intimidarlo.
El rostro de la mujer ardía de vergüenza. Hizo un ademán desesperado hacia la grabadora.
– Que sabíamos… eso. No creíamos que debíamos permitir que saliera impune de eso.
– Entonces, ¿por qué no informó a la policía? Hoy en día se juzgan casos de abusos sexuales a menores ocurridos hace treinta años. El coronel se enfrentaría a una larga condena en prisión si todas esas acusaciones fueran ciertas. Además, si hubieran podido demostrar una historia de abusos contra su hija eso ampararía su idea de que golpeaba a Ailsa. -Hizo una pausa-. Quizá yo sea un estúpido, pero no entiendo la lógica de esas llamadas. Fueron hechas con tanto secreto que ni siquiera su marido sabía que las estaba llevando a cabo. ¿Qué objetivo debían alcanzar? ¿Se trataba de chantaje? ¿Estaban esperando a que les ofrecieran dinero a cambio de silencio?
Prue fue presa del pánico.
– No es culpa mía -balbuceó-. Pregúntenle a Eleanor. Le dije que no era verdad… pero ella siguió insistiendo en que debíamos hacer una campaña por la justicia. Dijo que todas las chicas del club de golf estaban telefoneando… Pensé que habría docenas de llamadas… de otra manera no lo hubiera hecho.
– ¿Por qué sólo mujeres? -preguntó Mark-. ¿Por qué no había hombres involucrados?
– Porque ellos habían tomado partido por Ja… por el coronel. -Miró en dirección al anciano con aire culpable-. Nunca me sentí cómoda -se justificó-. Por eso nunca dije nada…
Se sumió en el silencio.
James se estiró en la silla.
– Al principio, antes de que yo instalara el contestador, hubo un par de llamadas -le dijo a la mujer-. Eran como la suya, largos silencios, pero no reconocí los números. Supongo que serían amigas de ustedes que creyeron que con una sola llamada cumplían con su deber. Debió preguntarles. Las personas rara vez hacen lo que se les pide, a no ser que obtengan placer de ello.
La vergüenza se tornó en humillación. Había sido un delicioso secreto entre la claque que ella y Eleanor habían reunido alrededor suyo. Gestos con la cabeza y guiños. Historias sobre ocasiones en las que Dick se había levantado a orinar en plena madrugada y la había pescado encorvada sobre el teléfono en la oscuridad. Qué idiota debió de parecer, mostrando su obediencia perruna a Eleanor mientras el resto de sus amigas mantenían sus manos limpias en secreto. Después de todo, ¿quién se iba a enterar? Si el plan de Eleanor para «hacerlo salir de su guarida» hubiera funcionado, ellas se habrían quedado con todo el mérito. Si no, Eleanor y Prue no hubieran tenido la menor idea de la doblez de sus amigas.
El recuerdo de las palabras de Jack le retumbaba en el cerebro: «… la horrible vergüenza de esas llamadas tuyas a ese pobre anciano… la única persona que te cree es esa idiota de Bartlett…». ¿Así era como sus amigas percibían todo aquello? ¿Estaban tan disgustadas y se mostraban tan desconfiadas con ella como su propia familia? Prue conocía la respuesta, por supuesto, y los últimos restos de autoestima resbalaron por sus gruesas mejillas en forma de lágrimas.
– No era por placer -logró articular-. Nunca quise hacerlo de veras… siempre tuve miedo.