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Un coche patrulla se detuvo delante de la barrera de cuerda y dos agentes corpulentos salieron de él, dejando encendidos los faros para iluminar el campamento. Cegada, Bella retiró a Wolfie de su regazo y se puso de pie, cubriéndolo con el faldón de su abrigo.

– Buenas noches, agentes -dijo, tapándose la boca con la bufanda-. ¿Puedo ayudarles en algo?

– Una señora que vive carretera arriba avisó que había un intruso en su propiedad -dijo el agente más joven, poniéndose la gorra a medida que se aproximaba. Hizo un gesto a su derecha-. ¿Alguien de aquí ha ido en esa dirección en las últimas dos horas?

Bella percibió los temblores de Wolfie.

– No he visto a nadie, cariño -le dijo alegremente al policía-. Pero estaba de cara a la carretera… y tampoco lo hubiera visto, ¿no?

En su cabeza maldecía a Fox. ¿Por qué ordenaba que nadie abandonara el lugar en cuanto oscureciera y luego infringía sus propias órdenes? A no ser, por supuesto, que lo único que pretendiera con esa regla fuera tener libertad para andar solo por el pueblo. La idea de que se tratara de un vulgar ladrón le resultaba atractiva. Eso lo convertía en algo manejable y se apartaba de lo que sugerían las constantes referencias a la navaja hechas por Wolfie.

El otro agente rió entre dientes mientras se acercaba caminando hacia la luz.

– Ésa debe de ser Bella Preston -dijo-. Para disfrazar ese cuerpo y esa voz hace falta algo más que una bufanda y un abrigo grueso. ¿En qué estás metida ahora? Espero que no estés organizando otro festival musical. Aún nos estamos recuperando del último.

Bella lo reconoció de inmediato como el negociador del festival de Barton Edge. Martin Barker. Uno de los chicos buenos. Alto, de ojos pardos, cuarenta y tantos años, un tío encantador. Se bajó la bufanda con una sonrisa.

– Nooo. Todo legítimo y legal, señor Barker. Esta tierra no tiene dueño, así que la estamos reclamando mediante posesión hostil.

Otra risa entre dientes.

– Has leído demasiadas novelas, Bella.

– Quizá, pero tenemos la intención de quedarnos aquí hasta que alguien muestre un documento que pruebe que le pertenece. Tenemos derecho a intentarlo, cualquiera lo tiene, pero a nosotros se nos ocurrió primero.

– Nada de eso, cariño -dijo el agente, copiando la manera de hablar de la mujer-. Si tenéis suerte, recibiréis una notificación en el plazo habitual de siete días. Pero si estáis aquí dentro de dos semanas me comeré el sombrero. ¿Te parece una buena oferta?

– Sería divertido. ¿Por qué está tan seguro de eso?

– ¿Qué te hace pensar que esta tierra no tiene dueño?

– Nadie la ha escriturado.

– ¿Cómo lo sabes?

Bella pensó que ésa era una buena pregunta. Habían aceptado lo que Fox les había dicho, de la misma manera que habían aceptado su palabra sobre todo lo demás.

– Veámoslo de esta forma -respondió ella-, no parece que haya nadie en el pueblo que quiera encargarse de nosotros. Han pasado algunos por aquí que nos amenazaron con abogados, pero el único abogado que vino no estaba interesado en hablar de los okupas que se han instalado ante la puerta de la vivienda de su cliente.

– Yo no tendría muchas esperanzas -le avisó Barker en tono amistoso-. Se ocuparán de ello en cuanto pasen las fiestas. Hay demasiado dinero invertido en este sitio para dejar que unos individuos hagan caer en picado el precio de las casas. Conoces las reglas tan bien como yo, Bella. Los ricos se vuelven más ricos, los pobres se hacen más pobres y no hay una puñetera mierda que la gente como tú y yo podamos hacer al respecto. -Puso su mano sobre la cuerda-. ¿Nos vas a dejar entrar? Sería útil confirmar que el intruso no es nadie de aquí.

Bella hizo un movimiento con la cabeza a guisa de invitación. No importaba lo que ella dijera, ellos entrarían, aunque fuera por la mera sospecha de perturbar la paz, pero apreciaba la cortesía de Martin al preguntar.

– Seguro. No hemos venido aquí a causar problemas, así que cuanto antes nos descarte, mejor. -Estaba dispuesta a ser guardián del hijo de Fox, pero no a proteger a Fox. Que el cabrón diera sus explicaciones personalmente, pensó mientras empujaba a Wolfie fuera de su abrigo-. Éste es Wolfie, está conmigo y con las niñas mientras su madre está de viaje.

Wolfie temblaba alarmado mientras miraba a los agentes y la confianza depositada en Bella huía de sus rodillas como serrín. ¿Acaso no le había dicho que Fox no estaba allí? ¿Qué harían esos hombres cuando descubrieran el autocar vacío? Bella no debería haberlos dejado entrar… no debería haber mencionado a su madre… ellos buscarían moretones y se lo llevarían…

Martin vio el miedo reflejado en su rostro y se agachó para ponerse al nivel del niño.

– Hola, Wolfie. ¿Quieres oír un chiste?

Wolfie se apretó contra las piernas de Bella.

– ¿Qué animal enviuda cuando se queda cojo?

No hubo respuesta.

– El pato, porque pierde su pata. -Martin estudió el rostro serio de Wolfie-. ¿Ya lo habías oído?

El niño negó con la cabeza.

– ¿No te parece gracioso?

Un leve gesto de asentimiento.

Martin le sostuvo la mirada un instante, después le hizo un guiño y se incorporó. El miedo del niño era palpable, aunque era difícil decir si temía a los policías o a lo que encontrarían si registraban el campamento. Había una sola cosa clara: si Bella hubiera estado cuidando de él no hubiera llevado aquella ropa tan poco adecuada para una noche de invierno, ni su aspecto sería el de alguien muerto de hambre.

– Bien -dijo-, ¿quieres presentarnos a tus amigos, Bella? Mi colega es el agente de policía Sean Wyatt, y quizá quieras dejar bien claro que no estamos interesados en nada que no sea el intruso de la granja Shenstead.

Bella asintió, cogiendo con firmeza la mano de Wolfie con la suya.

– Por lo que yo sé no va a encontrar nada, señor Barker -dijo, con toda la convicción de que pudo hacer acopio-. Somos varias familias y nos embarcamos en este proyecto para hacer lo que le dijimos… conforme a la ley, para que la gente de los alrededores no tenga nada de qué quejarse. Puede que haya un poco de droga escondida por ahí, pero nada más.

El agente se echó a un lado para que ella los guiara; se dio cuenta de que Bella había elegido comenzar por el autocar situado a la derecha del semicírculo, el más distante, del que la luz salía por grietas en torno a las cortinas de las ventanas. Él, por supuesto, estaba más interesado en el autocar de la izquierda, que atraía los ojos de Wolfie como un imán y parecía estar en completa oscuridad.

El sargento detective Monroe pasó por delante del campamento en su camino hacia la casa Shenstead y vio varias figuras serrando madera delante de los autocares, sus perfiles resaltados por los faros delanteros del coche de sus colegas. Era razonable creer que el rostro asomado a la ventana pertenecía a un nómada recién llegado, pero tenía la intención de aprovechar la insistencia de la señora Weldon de que su amiga se había vuelto «peculiar» después de visitar el campamento. Era una excusa para entrevistar a la señora Bartlett porque no había nada más que investigar. No se había formulado ninguna queja contra ella y el caso Lockyer-Fox llevaba varios meses cerrado.

De todos modos, Monroe sentía curiosidad. La muerte de Ailsa seguía dando vueltas en su cabeza a pesar del veredicto del juez de instrucción. Había sido el primero en llegar a la escena del crimen y la impresión que le causó ver el cuerpo pequeño y triste recostado contra el reloj solar, vestido con una fina bata de noche, una bata masculina de punto y un par de botas Wellington, fue impactante. No importa cuál fuera la conclusión final, a Monroe le parecía un caso de asesinato. Las manchas de sangre a noventa centímetros del cuerpo, la incongruencia de las delgadas ropas de dormir y las sólidas botas Wellington, la conclusión inevitable de que algo había perturbado el sueño de la mujer y que ella había salido fuera para investigar…