Le había quitado importancia a la histérica conclusión de Prue de que la «peculiaridad» de Eleanor significaba que el rostro en la ventana pertenecía a Darth Vader -«Usted tiene el hábito de sumar dos y dos y que den cinco, señora Weldon»-, pero a él le interesaba la coincidencia entre la llegada de los nómadas y la ruptura entre las dos mujeres. Tenía demasiada experiencia para negarse a establecer una conexión sin pruebas, pero la mera posibilidad de que la hubiera permanecía agazapada en un rincón de su cerebro.
Se detuvo junto a la entrada de la mansión Shenstead, sin decidir aún si quería conversar con el coronel Lockyer-Fox antes de hablar con la señora Bartlett. Eso ayudaría a saber qué había dicho exactamente la mujer, pero si el coronel se negaba a cooperar, entonces las ya limitadas excusas de Monroe para interrogar a la mujer se esfumarían. Necesitaba una queja oficial, un hecho que el abogado del coronel destacara con certeza, suponiendo que fuera él quien le hubiera aconsejado mostrarse reticente.
Lo que de veras intrigaba a Monroe era esa reticencia. La idea que se había alojado en su mente -reforzada por la necesidad de un distorsionador de voz y por el comentario hecho por el abogado a la señora Weldon de que aquel hombre sabía demasiadas cosas de la familia- guardaba relación con el hecho de que Darth Vader era pariente cercano del coronel.
Y seguía recordando que en las horas posteriores a la muerte de su esposa, el coronel había acusado a su hijo de asesinarla…
Fue Julian quien acudió a la llamada. Echó un vistazo a la identificación de Monroe, oyó su solicitud de entrevistarse con la señora Bartlett y después se encogió de hombros y abrió la puerta de par en par.
– Está ahí dentro -dijo mientras lo hacía entrar en un salón-. La policía quiere hablar contigo -dijo con indiferencia-. Me voy a mi estudio.
Monroe vio la alarma en el rostro de la mujer, que de inmediato se transformó en alivio cuando su marido anunció su intención de marcharse. Se movió para impedir la salida de Julian.
– Preferiría que no lo hiciera, señor. Lo que tengo que decir afecta a todos los que viven en esta casa.
– A mí no -replicó Julian con frialdad.
– ¿Cómo lo sabe, señor?
– Porque me he enterado este mediodía de lo de esas malditas llamadas telefónicas. -Miró el rostro inexpresivo del sargento-. Ésa es la razón por la que está aquí, ¿no es así?
Monroe echó un vistazo a Eleanor.
– No; no, exactamente. La señora Weldon nos informó de la presencia de un intruso en la granja Shenstead y ella parece creer que su esposa sabe de quién se trata. Eso ocurrió poco después de que el coronel Lockyer-Fox y su abogado la hicieran escuchar varias cintas en las que se oyen las voces de la señora Bartlett y un hombre, que hacen las mismas acusaciones contra el coronel, y la señora Weldon cree que ese individuo es el intruso. Tengo la esperanza de que la señora Bartlett pueda aclararnos algo al respecto.
Eleanor tenía el aspecto de alguien sometido a amenazas.
– No sé de qué habla -logró decir.
– Lo siento. No me he explicado bien. La señora Weldon cree que su intruso es el hombre que está detrás de la campaña contra el coronel Lockyer-Fox. Además, considera que es uno de los individuos que han acampado en el bosquecillo más allá del pueblo… y dice que usted debe de haber conversado con él esta mañana, ya que desde entonces se ha comportado de forma muy extraña. Usa un distorsionador de voz para ocultarse, pero ella asegura que usted sabe quién es.
La boca de Eleanor se curvó, formando una fea herradura.
– Eso es ridículo -espetó-. Prue es una fantasiosa… siempre lo ha sido. Personalmente creo que debe poner en duda la existencia de un intruso porque ella se prestaría a inventar uno para conseguir que alguien le preste atención. Supongo que sabe que tuvo una disputa con su marido y que éste pretende pedir el divorcio.
Monroe no lo sabía, pero no estaba dispuesto a admitirlo.
– Está asustada -dijo-. Según lo que relató, ese hombre mutiló al perro del coronel y lo dejó fuera para que su dueño lo encontrara.
Los ojos de la mujer se movieron con nerviosismo hacia donde se hallaba su marido.
– No sé nada de eso.
– Usted sabía que el perro estaba muerto, señora Bartlett. La señora Weldon dice que usted se sintió complacida por eso -hizo una pausa para enfatizar-, y dijo algo así como: «Si escupes al cielo, en la cara te caerá».
– Eso no es verdad.
La reacción de Julian fue echarla a los lobos.
– Eso es muy propio de ti -dijo-. Nunca te gustó el pobrecito Henry. -Se volvió hacia Monroe-. Siéntese, sargento -lo invitó, indicando un butacón y acomodándose él en otro-. No me había dado cuenta de que había algo más allá de esta historia -hizo un gesto de disgusto- humillante de las llamadas telefónicas de mi mujer y Prue Weldon. Parece que me equivocaba. ¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente?
Monroe contempló el rostro de Eleanor mientras se sentaba en el otro butacón. Era un animal diferente de su amiga obesa, más fuerte y más duro, pero en sus ojos la catástrofe se anunciaba tan claramente como se había anunciado en los de Prue.
Veintidós
Una idea similar albergaba la mente de Martin Barker mientras Bella intentaba demostrar que la razón por la que en su autocar no había una cama para Wolfie era porque el niño prefería descansar en un saco de dormir sobre el banco.
– Este Wolfie es un auténtico nómada -dijo ella con fingida confianza, mientras la preocupación le sembraba la frente de arrugas-. No le gustan mucho las camas, ¿no es verdad, cariño?
Los ojos del niño se abrieron aún más. El terror parecía ser su eterno compañero, que lo acechaba con mayor insistencia a medida que se acercaban al autocar a oscuras. Bella había intentado varias veces dejarlo atrás en los otros vehículos pero él se agarraba a los faldones de su abrigo y se negaba a separarse de ella. Barker fingía no darse cuenta de ello, pero estaba muy interesado en la posible relación existente entre el niño y aquel autocar.
Bella pasó un brazo desesperado en torno a los hombros de Wolfie y lo hizo volverse hacia ella. «Anímate, niño -rogaba para sus adentros-. Si sigues temblando te vas a desmayar.» Era como arrastrar un anuncio de neón cuyos destellos anunciaran: «Claro que tenemos algo que ocultar». «Somos los estúpidos señuelos, mientras el cabrón que nos trajo aquí anda rondando por el pueblo.»
Estaba cabreada con Fox y no sólo por haber llamado la atención de la policía. Nadie debería aterrorizar a un niño hasta el extremo de quedarse atontado al ver un uniforme. Quería hacer un aparte con el señor Barker y contarle todas sus preocupaciones -la madre desaparecida, el hermano desaparecido, el niño decía que tenía moretones-, pero de qué valía todo eso si Wolfie iba a negarlo. Porque sabía que el niño lo haría. Su miedo a la autoridad era mucho mayor que su miedo a Fox. En la mente de cualquier niño, un mal padre era mejor que ningún padre.
En lo más profundo de su mente también anidaba la preocupación de que sólo tenía la palabra de Wolfie de que Fox había salido del campo. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si Fox había regresado y la estaba vigilando desde su autocar? ¿Entonces, qué? ¿No sería entonces cien veces peor la situación del niño? ¿Y no sería eso lo que temía en realidad? ¿Que Bella hiciera o dijera algo que enojara a Fox?
– Él no sabe qué quiere decir la palabra «nómada» -explicó a Barker-. Cree que es algo malo. -Le dio al niño un pellizco reconfortante-. ¿Por qué no te quedas con las niñas, cariño, mientras yo acompaño a estos señores al último autocar? Fox dijo que custodiaría la barrera esta noche, acuérdate, así que seguro que está durmiendo. Se cabreará y mucho cuando lo despierten… y no hay ninguna razón para que lo oigas maldecir sólo porque está de mal humor.