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James frunció el ceño.

– No habló con nadie. Elizabeth y él entraron como una tromba y se marcharon como una tromba. Eso hizo que algunos empezaran a hacer comentarios al respecto.

Mark volvió a revisar su libreta de direcciones.

– Voy a telefonearlo, James, y aplicaré las mismas reglas de antes. O sale del coche, o mantiene la boca cerrada. ¿Está de acuerdo?

El mentón del anciano tembló de enojo.

– No. Si va a ofrecerle dinero, no.

– Quizá tenga que hacerlo… así que es mejor que decida ahora si quiere saber quién es Darth Vader.

– Es una pérdida de tiempo -dijo con terquedad-. No lo admitirá.

Mark suspiró con impaciencia.

– Magnífico. Explíqueme algunos detalles. Para comenzar, ¿cómo se puso en contacto la señora Bartlett con Elizabeth? Aunque tuviera su número de teléfono, cosa que dudo porque no aparece en la guía, ¿por qué iba Elizabeth a responder, si no contesta ninguna llamada? ¿Sabe acaso quién es esa mujer? ¿La ha visto alguna vez? No puedo imaginarme a Ailsa presentándolas. Ella aborrecía a la señora Bartlett y, con toda seguridad, no hubiera querido que esa cotilla descubriera los trapos sucios de Elizabeth por temor a que los difundiera por todo el condado. ¿Fue usted quien las presentó?

James miró por la ventanilla.

– No.

– Muy bien. El mismo argumento con respecto a Leo. Por lo que sé, él no ha vuelto a Shenstead desde que usted pagó su deuda, lo más cerca que ha estado fue en el funeral en Dorchester, así que ¿cuándo conoció a la señora Bartlett? Su número tampoco aparece en la guía, entonces ¿cómo consiguió ella su teléfono? ¿Cómo pudo escribirle si no sabe su dirección?

– Usted dijo que había hablado con alguien en el funeral.

– No fui tan preciso… el día del funeral. Eso no tiene sentido, James. -Mark siguió adelante sin prisa, clasificando las ideas en su cabeza-. Si Leo es Darth Vader, ¿cómo supo que la señora Bartlett era la persona con la que debía hablar? No se puede llamar en frío a alguien y preguntarle si está interesado en tomar parte en una campaña de difamación. La señora Weldon hubiera sido una opción más obvia. Al menos, en el informe aporta pruebas contra usted… pero si dice la verdad, nadie habló con ella… -Y calló.

– ¿Y bien?

Mark volvió a coger el teléfono y marcó el número del móvil de Leo.

– Pues no sé -dijo, irritado-, salvo que es usted un idiota por dejar que esto haya llegado tan lejos. Una parte de mí se pregunta si esta campaña de difamación no es una distracción para que usted mire en la dirección equivocada. -Apuntó a su cliente con un dedo agresivo-. Es usted tan malo como Leo. Los dos quieren la capitulación total, pero para dar inicio a un combate se necesitan dos, James, y dos para obtener una paz honorable.

Mensaje de Nancy

Su teléfono comunica. Estoy en la mansión. ¿Dónde están?

Bob Dawson se enfureció cuando su mujer entró sigilosamente en la cocina y lo interrumpió mientras escuchaba la radio. Ésa era la única habitación que podía llamar propia porque era la que Vera evitaba habitualmente. La demencia la había convencido de que la cocina guardaba relación con el trabajo monótono y sólo la visitaba cuando el hambre la obligaba a alejarse del televisor.

Al cruzar el umbral echó un vistazo a su marido mientras su boca fruncida mascullaba imprecaciones que él no podía oír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Bob molesto.

– ¿Dónde está mi té?

– Prepáratelo tú misma -dijo él, soltando el cuchillo y el tenedor y apartando su plato a un lado-. No soy tu maldito esclavo.

La relación que mantenían rezumaba odio. Dos personas solitarias bajo un único techo que sólo podían comunicarse mediante la agresión. Siempre había sido así. Bob la controlaba mediante el castigo físico. Vera sirviéndose del rencor. Los ojos de la mujer refulgieron en un destello malévolo, como si hubiera percibido un eco de su martirologio tantas veces repetido.

– Me has vuelto a robar de nuevo -dijo ella entre dientes, aventurándose por otro carril bien conocido-. ¿Dónde está mi dinero? ¿Qué has hecho con él?

– Está donde lo escondiste, zorra imbécil.

La boca de Vera se torció y tembló en un esfuerzo por traducir en palabras el pensamiento caótico.

– No está donde debería. Devuélvemelo, ¿me oyes?

Bob, que ni en sus mejores tiempos había sido el más paciente de los hombres, apretó un puño y lo sacudió frente a ella.

– No te atrevas a venir aquí a acusarme de robar. Tú eres la ladrona de la familia. Siempre lo fuiste, y lo seguirás siendo.

– No fui yo -dijo ella con obstinación, como si una mentira repetida con suficiente frecuencia adquiriera el marchamo de la verdad.

Las respuestas de él eran tan predecibles como las de ella.

– Si lo has vuelto a hacer tras la muerte de la señora te echaré de la casa -la amenazó-. No me importa lo senil que estés, no voy a perder mi hogar sólo porque no puedas mantener los dedos quietos.

– No tendrías que preocuparte si fueras el propietario, ¿no es así? Un hombre de verdad hubiera comprado su propia casa.

Bob dio un puñetazo sobre la mesa.

– Mide tus palabras.

– Medio hombre, eso es lo que eres, Bob Dawson. En público, duro como el hierro. En la cama, blando como la gelatina.

– Cállate.

– No.

– ¿Quieres probar el dorso de mi mano? -preguntó con enojo.

Esperó que retrocediera, como hacía siempre; pero en lugar de eso, los ojos de la mujer brillaron con una sonrisa taimada.

¡Oh, Dios mío! Debió de haber sabido que las amenazas no funcionarían por sí solas. Se puso de pie haciendo que la silla se cayera al suelo.

– Te lo advertí -le gritó-. «Mantente lejos de él», te dije. ¿Dónde está? ¿Aquí? ¿Ésa es la razón por la que hay gitanos en el Soto?

– No es asunto tuyo -escupió Vera-. No puedes decirme con quién puedo hablar. Tengo mis derechos.

Bob le asestó una feroz bofetada.

– ¿Dónde está? -rugió.

Ella se agachó, apartándose de él con los ojos brillantes de odio y malicia.

– Él acabará contigo primero. Ya lo verás. Eres un anciano y no te tiene miedo. No le tiene miedo a nadie.

Bob estiró la mano y cogió su chaqueta, que colgaba de un gancho junto al fregadero.

– Será un idiota perdido -fue lo único que dijo antes de salir y cerrar la puerta de un tirón a sus espaldas.

Fueron unas palabras magníficas pero la realidad de la noche se burló de ellas. El viento de poniente había cubierto la luna de nubes y, sin una linterna, Bob estaba virtualmente ciego. Se volvió hacia la mansión con la intención de guiarse por las luces del salón, y tuvo tiempo de sorprenderse de que la mansión estuviera a oscuras antes de que un martillo le golpeara el cráneo y la negra noche lo devorara.

Veintitrés

El sargento detective Monroe estaba harto de mujeres de mediana edad que alegaban ignorancia. Cruzó las piernas y recorrió con la vista la habitación mientras escuchaba cómo Eleanor Bartlett vociferaba su enojo ante la sugerencia de que sabía algo sobre el intruso en casa de Prue. El pueblo estaba infestado de nómadas y todo el mundo sabía que éstos eran unos ladrones. Y en lo relativo a una campaña de difamación, todo era una interpretación equívoca de una o dos llamadas telefónicas para advertirle al coronel que sus secretos habían pasado a ser de conocimiento público. ¿Era de suponer que la policía conocía la naturaleza de las acusaciones?

Se trataba de una pregunta retórica. Ella no esperó la respuesta e hizo una enumeración de los crímenes de James cometidos contra su hija con todo lujo de detalles salaces, tanto en provecho de Julian como en el suyo propio, en opinión de Monroe.