– Además, Henry no era el perro de James -concluyó airada-, era el perro de Ailsa… y si alguien lo mató lo más probable es que fuera el propio James. Es un hombre muy cruel.
Monroe volvió a obligarla a centrarse en sí misma.
– ¿Puede probar alguna de esas acusaciones?
– Claro que sí. Me las contó la propia Elizabeth. ¿Insinúa que mentiría en un asunto como éste?
– Alguien parece estar mintiendo. Según la señora Weldon, el coronel Lockyer-Fox estaba en el extranjero cuando el niño fue concebido.
Más resoplidos. Prue había elegido un simple cotilleo, algo que había oído y a todas luces inexacto. Si el sargento conociera a Prue tan bien como la conocía Eleanor, hubiera sabido que nunca entendía nada correctamente y, en cualquier caso, Prue cambió de opinión en cuanto Eleanor le contó los detalles de lo que Elizabeth le había dicho.
– Usted debería estar interrogando a James sobre el asesinato y los maltratos a su hija -espetó la mujer-, en lugar de intimidarme por haber hecho su trabajo. -Tomó aliento-. Por supuesto, todos sabemos por qué no lo está haciendo… son sus compinches.
El sargento la aplastó con la mirada.
– No me rebajaré a responder a eso, señora Bartlett.
La boca de ella se torció en un gesto despectivo.
– Pero es la verdad. Ustedes no investigaron correctamente la muerte de Ailsa. Lo escondieron todo bajo la alfombra para evitarle un escándalo a James.
Monroe se encogió de hombros.
– Si eso es lo que usted cree, creerá cualquier cosa y tendré que asumir que nada de lo que diga tiene la menor credibilidad… incluyendo todas esas acusaciones contra el coronel.
Ella siguió justificándose de sus actos. Por supuesto, decía la verdad. De no ser así, ¿por qué James había dejado que siguieran? No había ocultado su identidad, a diferencia de Prue que era una cobarde. Si James se hubiera molestado en ir a verla y contarle su versión de la historia, ella lo habría escuchado. Lo único que le interesaba era la verdad. Ailsa era su amiga y no había duda alguna de que los dos hijos de James lo consideraban culpable de asesinato. Se había sentido traumatizada al pensar en cómo sufría Ailsa en manos de un marido violento… sobre todo después de oír lo que Elizabeth decía que le había ocurrido a ella cuando era niña. Si la policía hubiera hecho las preguntas correctas lo hubieran descubierto todo por sí mismos.
Monroe la dejó hablar, más interesado en comparar la sala de estar de los Bartlett con el ruinoso salón de la mansión. En la sala de Eleanor todo era nuevo e inmaculado. Muebles color crema sobre una lujosa alfombra mullida. Paredes color chocolate para darle más vitalidad. Cortinas en tonos pastel colgadas al estilo austríaco para imprimir un aire romántico a aquel recinto Victoriano de techo alto.
Todo era de diseño y muy caro, y no dejaba traslucir nada de las personas que vivían allí, excepto que eran ostentosas y pudientes. En las paredes no había cuadros ni reliquias familiares, ni desechos hogareños que indicaran que los que allí vivían se sentían cómodos entre ellos. Pensó que prefería con mucho el salón de la mansión, donde los gustos de distintas épocas competían por llamar la atención y cien personalidades, junto a generaciones de perros, habían dejado marcas en los sofás arañados y las alfombras persas deshilachadas.
Cada cierto tiempo sus ojos se posaban en el rostro afilado de la mujer. Le recordaba una envejecida estrella de cine americana que mostraba demasiados dientes porque el último lifting había sido un intento excesivo de aferrarse a la juventud. Se preguntó con quién competía Eleanor Bartlett -la señora Weidon quedaba descartada-, y sospechó que era con el marido, quien se teñía el cabello y vestía vaqueros ceñidos. ¿Qué tipo de relación tendrían en la que la imagen era más importante que la comodidad? ¿O cada uno de ellos temía perder al otro?
Cuando ella hizo un alto, el detective dejó que el silencio se adueñara de la sala, negándose a ofrecerle una victoria moral mediante la defensa de la acción policial en lo relativo a la muerte de Ailsa.
– ¿Cuándo se mudaron? -preguntó a Julian.
El hombre miraba a su esposa como si le hubieran salido cuernos.
– Nos marchamos de Londres hace cuatro años.
– Entonces ¿fue antes del boom inmobiliario?
Eleanor parecía irritada, como si perderse el boom por un pelo tuviera aún alguna importancia.
– En realidad no nos afectó -dijo, pomposa-. Vivíamos en Chelsea. Allí las fincas siempre han sido caras.
Monroe asintió.
– Estuve en la Metropolitana hasta hace año y medio -dijo, en tono confidencial-. El valor de nuestra casa aumentó un veinte por ciento en doce meses.
Julian se encogió de hombros.
– Es el único momento en que la inflación trabaja a favor de uno. La economía de Londres está en pleno crecimiento, pero la del oeste no. Tan simple como eso. Si Dorset comienza a declinar, será imposible regresar a Londres.
Monroe sonrió levemente.
– ¿Usted tampoco podría, supongo?
Julian cruzó los dedos bajo el mentón y siguió mirando a Eleanor.
– No, a no ser que estemos dispuestos a llevar otro nivel de vida. No podríamos conseguir una casa Shenstead en Chelsea… probablemente ya ni siquiera un cajón construido en las afueras en los años setenta. Por desgracia, mi esposa parece que no ha considerado las implicaciones financieras de una inflación que funciona en un solo sentido.
Aquel «ya ni siquiera» llamó la atención de Monroe.
– ¿Qué los trajo aquí?
– La indem…
Eleanor lo interrumpió abruptamente.
– Mi marido era director en una compañía constructora -dijo-. Le hicieron una generosa oferta de jubilación y decidimos aceptarla. Siempre hemos tenido la ilusión de vivir en el campo.
– ¿Qué compañía? -preguntó Monroe, sacando su libreta de notas.
Se hizo el silencio.
– Lacey's -dijo Julian con una risita-, y no era director. Era gerente principal. La inflación londinense también logra impresionar a los nuevos vecinos, me temo. Y, para más exactitud, vivíamos en Croydon Road, en el número doce, que tenía un código postal de Chelsea debido a que el límite pasaba por detrás de nuestro jardín. -Sonrió con expresión de desagrado-. Creo que te están empezando a caer salivazos del cielo, Ellie.
Ella parecía más preocupada de lo debido por unas mentiras sin importancia.
– No digas tonterías -replicó molesta.
Julian soltó un bufido de desprecio.
– ¡Dios mío, eso es genial! ¿Qué puede ser más tonto que ensuciar tu propio nido? ¿Cómo podemos seguir viviendo aquí después de espantar a nuestros vecinos? ¿Con quién vas a ir de compras? ¿Con quién vas a jugar al golf? Volverás a encerrarte en casa, gimiendo y quejándote de lo sola que estás. ¿Tienes idea de lo que eso significa para mí? ¿Cómo supones que tus ridículos actos van a influir en mis amigos? Eres tan puñeteramente egoísta, Ellie… Siempre lo has sido.
Eleanor hizo un burdo intento de centrar la atención en Monroe.
– El sargento no ha venido aquí a ser testigo de una riña. Estoy segura de que se da perfecta cuenta de lo estresante que resulta para nosotros esta situación… pero no hay por qué perder los estribos.
La ira congestionó el rostro de Julian.
– Perderé los estribos cuando me dé la gana -dijo enfurecido-. ¿Por qué demonios no puedes decir la verdad por una sola vez? Esta tarde me juraste que no tenías nada que ver con esa estupidez y ahora me sueltas un montón de mierda sobre James acusándolo de abuso a menores. ¿Y quién es el hombre del distorsionador de voz? ¿De qué va todo esto?
– Por favor, no digas palabrotas -dijo ella con remilgos-. Es grosero e innecesario.
Monroe pensó que no era muy inteligente por parte de ella dejar que las mejillas del señor Bartlett se volvieran de color púrpura.