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Las luces del salón estaban apagadas y las grandes puertas de vidrio tenían echado el pestillo por dentro. Intentó abrirlas; estaban cerradas. Hizo visera con las manos para examinar el interior, pero el brillo mortecino de las pavesas en el hogar le mostró que la habitación estaba vacía. Como un último intento por cumplir un deber, dio un paso atrás para mirar hacia las habitaciones de arriba, y una sensación desagradable le recorrió la columna vertebral al darse cuenta de que estaba junto al sitio donde había muerto Ailsa.

Aquello era una locura, pensó Nancy con enojo. Una aventura a ciegas maquinada por el puñetero de Mark Ankerton, y se adueñó de ella un miedo supersticioso provocado por una mujer que nunca había conocido. Pero ella podía sentir el peso de una mirada en la nuca… podía incluso oír una respiración.

Se volvió de súbito, desplazando el haz de luz de la linterna en un arco oscilante…

El policía de más edad golpeó la puerta del autocar de Fox y no se mostró sorprendido cuando nadie respondió. Probó el picaporte por si tenía echado el pestillo y después miró a Wolfie con curiosidad. Bella suspiró con irritación.

– Estúpido cabrón -musitó para sus adentros antes de dibujar en su rostro una falsa sonrisa.

– ¿Sabes dónde está? -preguntó Barker.

Ella negó con la cabeza.

– Pensé que estaba durmiendo. Como dije, le toca hacer el turno de noche en la barrera… por eso comencé por el otro extremo… no quería despertarlo antes de lo debido.

Barker miró atentamente a Wolfie.

– ¿Qué me dices, hijo? ¿Sabes dónde está tu padre?

El niño negó con la cabeza.

– ¿Siempre que se va pasa el pestillo a la puerta?

Gesto de asentimiento.

– ¿Te dice adónde va?

Temblor temeroso.

– ¿Y qué se supone que debes hacer? ¿Congelarte hasta que te mueras? ¿Y qué pasa si Bella no está cerca? -Estaba molesto y lo dejaba traslucir-. ¿Qué hay en ese autocar que es más importante que su hijo? -preguntó a Bella-. Creo que es hora de que tengamos una conversación con ese misterioso amigo tuyo. ¿Dónde está? ¿En qué anda metido?

Bella percibió un movimiento presuroso a su lado.

– ¡Por Dios! -dijo enfadada, mientras contemplaba a Wolfie desaparecer en el bosquecillo como si lo persiguieran bestias feroces-. Muy bien, señor Barker. ¿Qué vamos a hacer ahora? Porque hay una cosa en la que tiene razón: a su padre no le importa si se congela y se muere… ni le importa a nadie más. -Apuntó un dedo hacia el pecho de Barker-. ¿Y quiere saber por qué? No creo ni siquiera que esté inscrito en el registro civil, así que ese pobre pilludo no existe.

El mensaje de Nancy llegó en cuanto Mark colgó y, en ese momento, no hubo discusión alguna. Marcó el 999 en el móvil antes de poner el teléfono en el soporte de manos libres.

– Con la policía -dijo someramente por el micrófono del móvil antes de poner en marcha el Lexus y girar en redondo.

«Un perro devorando a otro perro», pensó Monroe mientras los Bartlett se agredían. No sentía la menor simpatía por Eleanor pero el desdén de Julian le crispaba los nervios. La dinámica de aquella relación era de una agresividad incansable y empezaba a preguntarse si algunos de los problemas de Eleanor no podrían deberse a su marido. A pesar de toda su urbanidad, aquel hombre era un matón.

– Te estás comportando como una idiota, Ellie. Es obvio que alguien te vendió un chisme y ahora estás tratando de armar un escándalo. ¿De dónde sacas toda esa basura sobre una fulana?

Ella estaba demasiado alterada para meditar sus respuestas.

– La gente del Soto -replicó-. Nos han estado vigilando.

Julian soltó una risa sorprendida.

– ¿Los gitanos?

– No tiene gracia. Saben muchas cosas de nosotros… mi nombre, la marca de tu coche.

– ¿Sí? No se trata de una información secreta. Probablemente la obtuvieron de alguno de los que sólo vienen aquí los fines de semana. Tienes que abandonar la terapia hormonal y las inyecciones de Botox, te están recalentando el cerebro.

Ella dio un pisotón.

– Registré tu ordenador, Julian. Todo está ahí. Los correos electrónicos a GS.

«Basta ya», pensó Monroe mientras Julian, divertido, volvía a encogerse de hombros. Le resultaba demasiado fácil. En cada ocasión iba un paso por delante de ella. El móvil de Monroe comenzó a vibrar en el bolsillo delantero de su pantalón. Lo cogió y oyó la solicitud de que se ocupara de un incidente en la mansión.

– Enseguida. Estaré ahí dentro de tres minutos. -Se levantó-. Ya hablaremos de nuevo con usted en otra ocasión -dijo mirando a Eleanor, y añadió-: Y con usted también, señor Bartlett.

Julian frunció el ceño.

– ¿Por qué conmigo? Yo no respondo de los actos de mi esposa.

– No, pero debe responder de los suyos, señor -sentenció Monroe, encaminándose hacia la puerta.

Desde la terraza, Nancy oyó unos neumáticos deslizarse sobre la gravilla y giró la cabeza con alivio. Su sargento tenía razón. La imaginación era algo terrible. Los arbustos y árboles del patio proyectaban demasiadas sombras y todos parecían oscuras siluetas de personas agazapadas. Recordó las palabras de James: «¿Quién de nosotros sabe lo valiente que es hasta que se queda solo?». Bueno, ahora lo sabía.

Había permanecido inmóvil en el mismo lugar durante lo que le pareció una eternidad, de espaldas a la ventana, desplazando la linterna de un lado a otro, incapaz de convencerse a sí misma de que debía moverse. Era algo totalmente irracional. Su entrenamiento y experiencia la conminaban a que volviera al coche, que protegiera su retaguardia pegándose a la casa, pero no podía obligarse a hacerlo.

Las paredes de la casa, cubiertas de enredaderas, eran para ella tan alarmantes como el jardín. Una tupida piracanta sin podar, llena de espinas letales, sobresalía entre el salón y la biblioteca. La razón le decía que no había nadie detrás de ella. Había pasado junto a la planta cuando se dirigió a las puertas de vidrio y hubiera visto a cualquiera que estuviera escondido a su sombra, pero cada vez que contenía el aliento podía oír una respiración.

– ¿Quién está ahí? -preguntó.

Por única respuesta, el silencio.

En los momentos de oscuridad, cuando la luna se escondía tras las nubes, ella veía el resplandor de luces tras los macizos de avellanos en el Soto. En una o dos ocasiones oyó risas y conversaciones apagadas. Pensó llamarlos, pero el viento soplaba en dirección contraria. Cualquier sonido que hiciera sería tragado por la casa a sus espaldas. De todos modos no hubiera podido hacerlo. Como un avestruz con la cabeza metida en la arena, el miedo la había convencido de que era más segura la inercia que provocar la confrontación.

Fox levantó la cabeza y ella lo percibió. Los sentidos del hombre, mucho más aguzados que los de la chica, detectaron la reacción. Un destello de angustiosa alerta como si algo, quizás una vibración en el aire, incrementara su miedo. Ella no tenía idea de dónde estaba él, pero sabía que el peligro había aumentado. Como su abuela, cuyos ruegos de que la dejara volver dentro habían caído en oídos sordos, pero había tenido demasiado miedo a moverse porque creía que la muerte le llegaría del martillo y no del insidioso frío de la noche.

Él podía oler el miedo…

… como un zorro en un gallinero…

Veinticinco

Martin Barker acusó recibo del mensaje radial mientras su colega sacaba un par de linternas del maletero. Apoyó un pie en el borde de la puerta y contempló cómo salían de los autocares unas cuantas personas cubiertas con abrigos mientras Bella les instaba para que buscaran a Wolfie.

– Sí, lo tengo… intruso, mansión Shenstead… umm… es posible… la granja está a menos de ochocientos metros. Sí, hay uno de ellos con quien no hemos podido hablar… también lo creo… el mismo tipo… ¿Nancy Smith? No… Espera. -Le hizo un gesto a Bella para que se acercara-. ¿Cuál es el nombre completo de Fox?