Los tres oyeron el sonido de otros vehículos que se acercaban, veloces, triturando la gravilla mientras frenaban para detenerse. Con un sollozo de miedo, sabiendo que su padre no iba a esperar más, Wolfie se obligó a incorporarse y corrió hacia la terraza, mientras toda su confusión y su angustia por la madre perdida veían la luz a través de un grito agudo.
– ¡NO-O-O-O!
Veintiséis
Posteriormente, cuando tuvo tiempo de pensar en ello, Nancy se preguntó cuántas descargas de adrenalina podía tolerar una persona antes de que se le doblaran las piernas. Se daba cuenta de que estaba nadando en ella; no obstante, cuando el niño comenzó a gritar sus glándulas empezaron a funcionar a toda máquina.
El incidente permaneció grabado en su memoria, como si el estímulo del grito de Wolfie hubiera activado su cerebro para la acción. Recordaba haber sentido calma, recordaba haber esperado que la otra persona fuera la primera en reaccionar, recordaba haber apagado la linterna porque ya no la necesitaba. Sabía dónde estaba el hombre porque había mascullado un taco al oír el gemido del niño, y en la fracción de segundo que tardó en moverse, ella obtuvo y clasificó la información suficiente para predecir lo que haría él.
La llegada de varios automóviles sugería que se trataba de la policía. Alguien los había alertado. Había luces en el campamento. El grito era el de un niño. Sólo había un niño asustado. El hijo del maníaco. Ése era el maníaco. Fox. Tenía una navaja. Su única vía de escape era ir hacia el aparcamiento y de ahí al valle. Sin un coche, quedaría atrapado entre Shenstead y el mar. Tenía que conseguir libertad de movimiento. La única garantía para ello era un rehén.
Ella comenzó a moverse al mismo tiempo que él, cortándole su carrera oblicua hacia la voz del niño. La distancia que debía recorrer ella era menor, como si se pudiera compensarla, y lo atrapó en el último lugar donde Ailsa había reposado, frente al reloj de sol. El hombre le ofrecía el costado izquierdo y ella buscó el destello de una hoja en su mano. Le pareció vacía, así que se arriesgó a pensar que él era diestro. Le dio en la garganta un golpe con el canto de la mano en la que llevaba la linterna, y con la izquierda le hirió en el brazo derecho cuando él se volvió de frente a ella. Un objeto metálico cayó sobre las baldosas.
– Zorra -gruñó él, retrocediendo.
Nancy encendió la linterna, cegándole momentáneamente.
– Si tocas al niño te dejo baldado, cabrón -gruñó ella a modo de respuesta; localizó la navaja con el pie y la desplazó detrás de ella, junto a la base del reloj de sol. Alzó la voz-. ¡Apártate, amiguito, y quédate quieto! -gritó al niño-. No quiero que te pase nada. Le daré a tu padre la oportunidad de huir siempre que no te acerques.
Algo parecido a un chispazo divertido se encendió por un instante en los ojos de Fox, mientras Wolfie se mantenía en silencio.
– Ven aquí, Wolfie. ¡Ahora!
Ninguna respuesta.
– ¿Me oyes? ¡Ahora! ¿Quieres que le reviente la cara a esta zorra?
La voz aterrada de Wolfie tartamudeó a escasos metros de distancia.
– É-e-e-1 tiene un martillo en el bol-bolsillo… M-m-mató a mi madre con él.
La advertencia llegó demasiado tarde. Lo único que vio Nancy fue un movimiento borroso cuando el martillo, ya en la mano del hombre, salió disparado tras su espalda describiendo una curva hacia arriba en dirección al mentón de ella.
El agudo y desesperado «¡No-o-o!» cesó en cuanto comenzó, y los hombres que se encontraban enfrente no tuvieron tiempo de darse cuenta de dónde provenía.
– ¿De dónde? -preguntó Monroe.
Barker encendió su linterna.
– El lado que da al Soto -dijo-. Era la voz de un niño.
– La terraza -dijo James-. Es el sitio donde suele actuar.
Mark corrió hacia el Discovery.
– Veamos si ese cabrón corre más que esto -dijo, poniendo el motor en marcha y saliendo en retroceso.
Lo único que pudo hacer Nancy fue apartarse y alzar su brazo derecho para recibir el impacto. La fuerza del golpe le dio de lleno bajo el codo, enviando ondas de dolor hasta su cerebro. Retrocedió hasta el reloj de sol, perdiendo su punto de apoyo cuando el pedestal la desequilibró. Giró el cuerpo a un lado para no quedar tendida sobre la esfera y la linterna cayó de sus dedos entumecidos sobre las losas y rodó, alejándose de ella. Al caer con fuerza al suelo y rodar sobre sí misma para evitar un nuevo martillazo, divisó el cabello rubio, casi blanco, del niño, iluminado como una boya contra el fondo negro de los jardines. «¡Oh, mierda'.» ¿Qué destino cruel había apuntado la linterna en esa dirección?
Buscó un punto de apoyo al otro lado del reloj solar y se incorporó hasta agacharse. «Manten su atención… que no deje de hablar…»
– ¿Sabes quién soy? -preguntó, mientras Fox se agachaba también, pasando el martillo a su mano derecha.
– La pequeña bastarda de Lizzie.
Con la izquierda, Nancy palpó la baldosa en busca de la navaja.
– Piensa otra vez, Fox. Soy tu peor pesadilla. Una mujer que devuelve el ataque. -Sus dedos estirados encontraron el mango de hueso y lo agarraron, colocándolo en la palma de su mano-. Vamos a ver qué tal te va contra un soldado.
Fox lanzó un martillazo de arriba abajo, pero era un movimiento predecible y ella estaba preparada. Lanzó un tajo hacia arriba y le hizo un corte en el antebrazo mientras se desplazaba a su derecha para que el reloj de sol quedara entre los dos.
– Eso es por mi abuela, hijo de puta.
El hombre soltó un gruñido de dolor y se quitó la capucha de la cara como si se estuviera ahogando. El reflejo de la linterna permitió a Nancy ver que el rostro de Fox estaba perlado de sudor.
– No estás acostumbrado a esto, ¿verdad? Por eso escoges niños y ancianas, ¿eh? -Fox lanzó otro martillazo salvaje y esta vez ella le hizo un corte en la muñeca-. Eso es por la madre de Wolfie. ¿Qué le hiciste? ¿Por qué te tiene tanto miedo?
El hombre soltó el martillo y se agarró la muñeca, y desde el frente de la casa les llegó el rugido del motor del Discovery al ponerse en marcha. Nancy vio una indecisión momentánea reflejada en los pálidos ojos de Fox antes de que enloqueciera y cargara contra ella como un toro enfurecido. Ella reaccionó instintivamente, tiró lejos la navaja y se hizo un ovillo para presentar el menor blanco posible. Todo sucedió con rapidez y violencia, una orgía de patadas con Nancy como saco de arena que se retorcía cada vez que las botas de Fox encontraban el blanco.
– La próxima vez pregúntame quién soy -gruñó él mientras jadeaba-. ¿Crees que me importó tu abuela?… La zorra me lo debía…
Ella se hubiera rendido si las luces del Discovery no hubieran desgarrado la noche, obligando a Fox a correr en busca de un escondite.
Nancy yacía de espaldas sobre el terreno, mirando la tenue luz de la luna y pensando que tenía todos los huesos rotos. Unos deditos le acariciaron el rostro.
– ¿Estás muerta? -preguntó Wolfie, arrodillándose a su lado.
– Nada de eso -respondió sonriente, viéndolo con claridad a la luz de los faros delanteros del Discovery-. Eres un niño valiente, Wolfie. ¿Cómo estás tú, amiguito?
– No muy bien -dijo, con un temblor en los labios-. No estoy muerto pero creo que mi madre sí y no sé qué hacer. ¿Qué me va a pasar?
Oyeron el portazo de un coche y pies que corrían. Mark se inclinó sobre ellos.
– ¡Oh, mierda! ¿Está bien?
– Muy bien. Estaba descansando un poco. -Nancy flexionó su mano izquierda y la pasó con cautela en torno a la cintura de Wolfie-. Es la caballería -le dijo-. Siempre son los últimos en llegar. No -dijo con firmeza cuando Mark estiró los brazos para apartar al niño de ella-. Déjenos aquí. -Nancy oyó pasos presurosos acercándose por la terraza-. Lo digo de veras, Mark. No interfiera y no deje que nadie lo haga hasta que yo esté lista.