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– ¿Por qué lo hizo? -preguntó a la anciana-. ¿Por dinero? ¿Estaba chantajeando a Ailsa?

Vera soltó una carcajada entrecortada.

– ¿Por qué no? La señora podía permitírselo. Era una cantidad irrisoria para no mencionar a su padre. Ella dijo que prefería morir, la muy idiota. -De repente pareció divagar-. Todo el mundo muere. Bob morirá. Mi chico se cabrea cuando la gente lo molesta. Pero Vera nunca lo hace. Vera hace lo que le dicen… haz esto… haz lo otro… ¿Está bien eso?

Nancy no dijo nada porque no sabía qué decir. ¿Era mejor mostrar simpatía? ¿O era mejor confundir la mente de la anciana con una discusión? Quería creer que Vera estaba tan confusa que nada de lo que decía era verdad, pero tenía un miedo terrible a que lo que afirmaba sobre ella fuera cierto. ¿No había temido eso toda su vida? ¿No era ésa la razón por la que había blindado su mente contra lo que había heredado? Cuánta verdad hay en la sentencia «Ojos que no ven, corazón que no siente».

– La señora llamó a mi chico «plaga» -prosiguió la anciana, chasqueando los labios con ferocidad-, así que él le mostró lo que pasa con las plagas. A ella no le gustó… uno de sus zorros con los sesos esparcidos por la tierra… dijo que era algo cruel.

Nancy entrecerró los ojos a causa del dolor cuando logró avanzar unos centímetros. Debía distraer a la mujer para que siguiera hablando…

– Eso fue muy cruel -dijo, sin emoción-. Y más cruel todavía fue matar a Henry. ¿Qué le hizo el pobre perro al canalla de su hijo?

– No fue mi hijo quien hizo eso. Fue el otro.

Nancy tomó aliento mientras sus terminaciones nerviosas protestaban sin cesar.

– ¿Qué otro?

– A usted no le importa. Basto como el estiércol, siempre olisqueando enaguas. Vera lo ha visto… Vera lo ve todo. «Sal de la casa, mamá -dice mi chico-, y déjame hablar a mí.» Pero yo lo vi… a él y a la fulanita veleidosa que llevaba a rastras. Ella siempre fue un problema… convirtió la vida de sus padres en un infierno con sus coqueteos y su puterío.

«¿Elizabeth…?»

– Deje de echarle la culpa a los demás -dijo Nancy con brusquedad-. La culpa es suya y de su hijo.

– Él es un buen chico.

– ¡Y una mierda! -espetó Nancy-. Él mata a la gente.

Más chasquido de labios.

– ¡No quiso hacerlo! -gimió Vera-. La señora se lo buscó. ¿Qué puede ser más cruel que dar dinero para salvar a los zorros y negarse a ayudarlo a él? No le bastó con echarlo de su casa, también quería mandarlo a la cárcel. -Volvió a entrechocar los puños-. La culpa fue de ella.

– No, no es verdad -respondió Nancy airada-. Fue suya.

Vera se recostó en la pared.

– Yo no lo hice. Fue el frío. -Su voz se volvió un canturreo-. Vera la vio… blanca, congelada, casi desnuda, con la boca abierta. Se hubiera sentido tan avergonzada. Ella era una señora orgullosa. Nunca dijo nada a nadie de lo de Lizzie y mi hijo… nunca se lo dijo al coronel. Él se hubiera cabreado tanto… El coronel tiene muy mal humor.

Nancy avanzó otro par de centímetros.

– Entonces la hará pedacitos cuando le diga que usted ayudó a su hijo a matar a su esposa -gruñó con los dientes apretados.

Vera se llevó las manos a la boca en un gesto de angustia.

– Es un buen chico. «Levanta los pies, mamá», me dice. «Has sido una bestia de carga toda tu vida. ¿Qué es lo que Bob ha hecho por ti? ¿Ha hecho el coronel algo por ti? ¿Qué hizo la señora, excepto llevarse al bebé porque tú no eras suficientemente buena?» -Retorció la boca-. Si ella le hubiera dado lo que él le pedía, él se habría marchado.

De repente, Wolfie pareció darse cuenta de que Nancy intentaba avanzar hasta el borde del asiento, porque clavó los codos en el brazo del sillón y retiró su peso del regazo de la chica.

– Por supuesto que no se habría marchado -dijo Nancy en voz alta para mantener la atención de Vera-. Hubiera seguido sangrando a Ailsa hasta que no quedara nada. Lo único que él sabe hacer es robar y matar, señora Dawson.

– Ella no sangró -replicó Vera triunfante-. Mi chico fue más listo. La sangre era del zorro.

– Entonces, toda esta retorcida historia tiene una preciosa simetría, porque la sangre que hay en esta chaqueta no es la mía, sino la de su hijo. Así que si sabe dónde está y le importa, debería convencerlo de que fuera al hospital en lugar de decir tonterías como una mona senil.

La boca de Vera se frunció de nuevo en un movimiento incontrolable.

– No me llame mona… Tengo derechos. Todos ustedes son iguales. Haz esto… haz lo otro… Vera ha sido toda su vida una bestia de carga y una esclava… -se golpeó un lado de la cabeza-, pero Vera sabe lo suyo… Vera todavía está en sus cabales.

Nancy llegó al borde del asiento.

– No, no lo está.

La brutal contradicción era excesiva para el débil vínculo que la mantenía unida a la realidad.

– Usted es como ella -espetó-. Siempre juzgando a la gente… diciéndole a Vera que está senil. Pero él es mi niño. ¿Cree que no reconozco a mi propio hijo cuando lo veo?

– De acuerdo, Mark, éste es el trato, lo toma o lo deja. Permitiremos que papá salga del atolladero si acepta restablecer el testamento anterior. No tenemos nada en contra de que en un futuro todo vaya a parar a manos de la hija de Lizzie, pero a corto plazo queremos…

– No hay trato -lo interrumpió Mark bruscamente mientras salía al pasillo.

– La decisión no es suya.

– Exacto. Así que llame a su padre al teléfono fijo y hágale la oferta a él. Si me concede cinco minutos me cercioraré de que le responda.

– No querrá oírme.

– ¡Enhorabuena! -masculló Mark en tono sardónico-. Es la segunda vez que tarda menos de un minuto en entender algo correctamente.

– ¡Por Dios! Es usted un auténtico cabrón condescendiente. ¿Quiere que cooperemos o no?

Mark miró la pared del pasillo.

– No considero que la exigencia de validar el anterior testamento sea cooperación, Leo, y su padre tampoco lo ve así. Tampoco estoy dispuesto a discutirlo con él porque usted y Lizzie estarán acabados en el instante en que yo abra la boca. -Se frotó la quijada-. La razón es la siguiente: su sobrina, la hija de Lizzie, está en esta casa desde las diez de la mañana. Su padre le legaría de inmediato todas las propiedades si ella las aceptara… pero no lo hará. Es graduada de Oxford, es capitana en el ejército y va a heredar la granja de su familia en Herefordshire, ochocientas hectáreas de tierra. La razón por la que está aquí es porque su padre le escribió en un momento de depresión y a ella eso le importó lo suficiente para prestarle su apoyo. No espera nada de él… no quiere nada de él. No vino aquí con otro motivo que ser gentil… y el resultado es que su padre se ha prendado de ella.

– Y supongo que quiere hacérselo saber -respondió el otro hombre con amargura-. ¿Qué haría ella si él la tratara como a un criminal? Apuesto a que no se comportaría tan bien. Es fácil ser atenta con el viejo si él la trata como si fuese de la realeza… pero es muy difícil cuando uno recibe una patada en el trasero.

Mark pudo haber respondido: «Ustedes se lo buscaron», pero se abstuvo.

– ¿Ha pensado alguna vez que él podría sentirse igual? Alguien tiene que pedir un armisticio.

– ¿Le ha dicho eso a él?

– Sí.

– ¿Y?

– En la situación actual, una pequeña ayuda bastaría.

– ¿Por qué tengo que ser siempre yo quien haga el primer movimiento? -Hubo una risa sorda al otro lado de la línea-. ¿Sabe por qué me llamó la última vez? Para echarme en cara mis robos. Tuve que oír el catálogo completo desde que tenía diecisiete años hasta el presente. Y de ahí él dedujo que yo había asesinado a mi madre en un ataque de ira y que después había iniciado una campaña de calumnias para chantajearlo y hacer que me entregara sus propiedades. Para mi padre no existe el perdón. Se formó una imagen de mi carácter cuando yo estaba en la escuela y se niega a cambiarla. -Otra carcajada-. Hace tiempo que llegué a la conclusión de que, haga lo que haga, siempre seré culpable.

– Podría intentar sorprenderlo -sugirió Mark.

– ¿Como esa nietecita tan fina y atildada? ¿Está seguro de haber hallado a la persona correcta? No se parece a ningún Lockyer-Fox que yo haya conocido.

– Su padre considera que es un cruce entre su abuela y su madre.

– Entonces tengo razón. Ellas eran Lockyer-Fox por matrimonio. ¿Es guapa? ¿Se parece a Lizzie?

– No. Es alta y morena, de hecho se parece a usted, pero tiene los ojos castaños. Debería estar agradecido por eso. Si tuviera los ojos azules hubiera creído a Becky.

Otra carcajada.

– Y si hubiera sido cualquier otra persona quien lo dijo, salvo Becky, hubiera podido dejar que usted lo creyera… aunque sólo fuera para divertirme. Es una zorrita celosa… desde el primer momento la tomó con Lizzie. De hecho, le culpo a usted. Hizo que Becky se creyera importante. Un terrible error. Trátalas mal, oblígalas a competir. Es la única manera, si no quiere echarla a perder para el próximo hombre que aparezca.

– No me gustan las puertas giratorias, Leo. Prefiero tener esposa e hijos.

Hubo una vacilación momentánea.

– Entonces es mejor que olvide todo lo que aprendió en la escuela, amigo mío. Eso de que los padres de ojos azules no pueden tener hijos de ojos castaños es un mito. Mamá era experta en recesiones genéticas. Se sentía mejor consigo misma si podía culpar de las adicciones de sus hijos y del alcoholismo de su padre a algún ancestro distante, miembro del Club del Fuego Infernal. -Otra pausa para ver si Mark picaba, pero eso no ocurrió-. No se preocupe. Puedo garantizar que el hijo de Lizzie no tiene nada que ver conmigo. Dejando a un lado cualquier otra cosa, nunca me gustó lo suficiente para acostarme con ella… y aún menos cuando empezó a salir con escoria.

Esta vez Mark picó.

– ¿Qué tipo de escoria?

– Los soldadores irlandeses que trajo Peter Squires para que le repararan los cercados. Los tuvo todo un verano acampandos por ahí. En realidad fue bastante gracioso. Mamá se hizo un lío cuando decidió hacerse cargo de la educación de los hijos de los soldadores y enloqueció cuando descubrió que uno de ellos se estaba tirando a Lizzie.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– ¿Cuánto vale esa información?

– Nada. Se lo preguntaré a su padre.

– Él no sabe nada de eso. Siempre estaba de viaje… y mamá nunca se lo contó. Todo aquello se mantuvo en silencio para que los vecinos no lo descubrieran. Me enteré mucho después. Estuve cuatro semanas en Francia y cuando regresé mamá había encerrado a Lizzie. Fue un error. Debió de haber dejado que todo siguiera su curso natural.

– ¿Por qué?

– El primer amor -respondió Leo con cinismo-. Después ninguno fue tan bueno. Aquello originó el comienzo de la caída de mi pobre hermanita.