– Bastante bien, señor -respondió el primero que se había levantado de su asiento-. Es más ligera que la cota de malla. Y es más resistente. Está hecha con esas tiras más sólidas.
– Parece una mierda. ¿Cómo os podéis mover con eso encima?
– Es articulada, señor. Se adapta a tus movimientos.
– No me digas. -Macro tiró de la armadura y luego levantó la capa de la espalda-. Se abrocha con estas hebillas, por lo que veo.
– Sí, señor.
– ¿Es fácil de poner?
– Sí, señor.
– ¿Es cara?
– Más barata que la malla.
– ¿Cómo es que las únicas legiones que la tienen son las vigésimas? No es que combatáis mucho que digamos.
Los oficiales se rieron y el legionario echó chispas ante aquel desprecio. Logró apenas recuperar la calma suficiente para responder:
– No lo sé, señor. No soy más que un soldado raso. -Deja de llamarle «señor» -dijo entre dientes otro de los legionarios-. Ahora no tenemos que hacerlo.
– No puedo evitarlo. -¡No lo hagas! -exclamó el legionario resueltamente-. Si no, ¿qué sentido tiene estar fuera de servicio?
– ¡Tú! -Macro le clavó el dedo en el pecho a ese hombre-. ¡Cierra el pico! Hablarás cuando te lo digan y no antes. ¿Me has entendido?
– Lo he entendido -repuso el soldado con firmeza-. Pero no voy a obedecer órdenes.
– ¡Lo harás, maldita sea! -Macro le pegó un puñetazo en el estómago y lanzó una furiosa maldición cuando el puño chocó con la armadura. Con la otra mano le propinó una bofetada en la cara al soldado que lo mandó tambaleándose contra sus compañeros. La fuerza del golpe hizo girar en redondo a Macro, que cayó encima del soldado al que había pegado y estalló de risa.
– Muy bien, muchachos, el rango no cuenta. ¡Peleemos! Todos los oficiales, excepto Cato, se pusieron de pie dando bandazos y se abalanzaron sobre los legionarios que, al igual que Cato, se quedaron mirando atónitos… hasta que se asestaron los primeros golpes. Entonces, recuperados de su ebria sorpresa, los legionarios se defendieron y el bar se inundó con el sonido de mesas y bancos haciéndose pedazos. El camarero se apresuró a sacar a sus mujeres de la estancia.
– ¡Vamos, Cato! -gritó Macro desde debajo de un legionario-. ¡Al ataque!
Tambaleándose, Cato se puso en pie, apuntó al legionario más próximo y lanzó un puñetazo con toda la fuerza de la que fue capaz. Falló completamente y le dio a la pared, con lo que se hizo un buen rasguño en los nudillos. Lo intentó de nuevo y esta vez el golpe acabó en un lado de la cabeza de un soldado con una dolorosa sensación vibrante. Cato fue consciente de un puño que volaba hacia su cara y por segunda vez aquella noche el mundo se tiñó de blanco. Con un gruñido se puso de rodillas, encorvado, y sacudió la cabeza para tratar de aclarársela. Cuando recuperó la visión, Cato vio a un legionario de pie por encima de él que sostenía en alto un taburete. Instintivamente empujó la cabeza hacia delante y la estrelló contra la entrepierna de aquel hombre. El legionario se dobló en dos a causa del impacto y cayó de lado hecho un ovillo, con un aullido de dolor y las manos entre las piernas.
– ¡Buen movimiento, hijo! -bramó Macro.
El golpe en la sesera y el exceso de vino consumido hicieron que a Cato le diera vueltas la cabeza de una forma horrible. Intentó ponerse en pie y no lo consiguió, pero entre los gritos y el estrépito del mobiliario percibió el distante sonido de unos pasos.
– ¡La policía militar! -gritó alguien-. ¡Salgamos de aquí! La pelea se paró repentinamente y tuvo lugar una alocada rebatiña por llegar a la parte trasera del bar. Se abrió la puerta principal y apareció un pelotón de soldados con capas negras. Macro tiró de Cato para que se levantara y lo empujó en dirección a la pequeña puerta trasera por la que se precipitaban los demás camorristas. En medio de un torbellino de imágenes, Cato se encontró en la calle corriendo torpemente detrás de Macro. El centurión se separó del grupo principal y bajó serpenteando por un callejón. El ruido de la persecución ya se había desvanecido cuando Cato se dio cuenta de que le había perdido la pista a Macro. Se detuvo y se apoyó contra una pared de madera mientras trataba de recuperar el aliento. A su alrededor todo daba vueltas de forma mareante y estaba desesperado por vomitar, pero por su garganta no le subía nada más que bilis.
– ¡Macro! -llamó-. ¡Macro! A no mucha distancia alguien gritó y el sonido del zarandeo de las armaduras se intensificó.
– ¡Mierda! ¿Qué he hecho? Una mano lo agarró del brazo y tiró de él hacia un lado, a través de una puerta y en la oscuridad de un edificio. Algo le golpeó con fuerza en el estómago y Cato cayó de rodillas, con la respiración entrecortada. Fuera, los pasos crujieron sobre la nieve y luego se desvanecieron.
– Perdona -dijo Macro al tiempo que lo ayudaba a levantarse-. Pero necesitaba que te callaras un momento. No quería hacerte daño. ¿Estás bien?
– ¡N-no! -respondió Cato jadeando- ¡Tengo ganas de vomitar!
– Déjalo para más tarde. Tenemos cosas mejores que hacer. Ven aquí.
Empujó a Cato a través de una puerta y lo hizo entrar a una habitación pequeña iluminada por una sola lámpara. Había dos mujeres sentadas en un par de camas de aspecto desastrado que sonrieron cuando Macro apareció en el vano.
– Cato, éstas son Broann y Deneb. Diles hola a las chicas. -Hola, chicas -masculló Cato-. ¿Quiénes son? -En realidad no lo sé. Acabo de conocerlas. Resulta que las chicas están libres en este momento. Broann es mía. Tú te quedas con Deneb. Que te lo pases bien.
Macro se acercó a Broann, que sonrió con una estudiada ternura, un efecto que la ausencia de varios de sus dientes delanteros estropeaba un poco. Con un guiño hacia Cato, Macro se retiró con Broann tras una cortina hecha jirones.
El optio se volvió a mirar a Deneb y vio a una mujer cuyo rostro estaba tan cubierto de maquillaje que era imposible adivinar su edad. Unas pocas arrugas en las comisuras de los labios insinuaban una madurez que en años debía de ser casi el doble que la de su cliente. Ella sonrió, lo tomó de las manos y lo atrajo hacia su cama. Mientras Cato se arrodillaba entre sus piernas, Deneb se llevó una mano a su holgada cástula de seda y lo abrió a lo largo de todo el cuerpo, dejando al descubierto un par de pechos de pezones marrón oscuro y una rala e hirsuta maraña de vello pubiano. Cato la miró de arriba abajo un momento. Ella le hizo señas para que se acercara más. Cuando él se inclinó hacia sus labios pintados de púrpura, el vino le ganó la batalla y cayó de bruces, inconsciente.
CAPÍTULO IV
El general Plautio tenía un aspecto envejecido y muy cansado, reflexionó Vespasiano mientras miraba a su comandante estampar su anillo de sello en una serie de documentos que le había entregado un administrativo del cuartel. El fuerte olor del humo que echaba el lacre le irritaba la nariz y Vespasiano se reclinó en su asiento. El hecho de que él y Plautio se reunieran a aquellas altas horas de una noche de invierno era algo típico del ejército Romano. Mientras que otros ejércitos pasarían el invierno ablandándose en sus alojamientos, los soldados de Roma se mantenían en forma haciendo ejercicio de forma habitual y sus oficiales se cercioraban de que se llevaran a cabo los detallados preparativos para la reanudación de las operaciones en primavera.
La campaña anterior había terminado bastante bien. Las legiones de Plautio habían desembarcado en una costa hostil y se habían abierto camino a la fuerza por las tierras de los cantii, cruzando el Medway y el Támesis antes de tomar Camuloduno, la capital de la tribu de los catuvelanios, que estaban al frente de la confederación que se oponía a Roma.
A pesar del considerable talento del comandante enemigo, Carataco, las legiones habían aplastado a las fuerzas britanas en dos batallas tremendamente reñidas. Por desgracia Carataco no había caído en sus manos e incluso en aquellos momentos el jefe Britano estaba haciendo sus propios preparativos para continuar oponiéndose al intento de Roma de añadir Britania a su vasto imperio.