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A pesar de las duras condiciones del invierno en aquel clima norteño, Plautio había mantenido activa a su caballería y le había mandado realizar largas marchas adentrándose en el corazón de la isla con órdenes estrictas de observar y no entablar combate con el enemigo. No obstante, algunas patrullas se habían topado con emboscadas de las que sólo unos pocos habían salido con vida para informar de su suerte. Otras patrullas habían desaparecido por completo. Semejantes pérdidas eran un asunto de bastante gravedad para un ejército que ya de por sí contaba con insuficiente caballería, pero la necesidad de obtener información sobre Carataco y sus fuerzas era apremiante. Por lo que el general Plautio y los miembros de su Estado Mayor pudieron descubrir, Carataco se había retirado al valle del Támesis con lo que quedaba de su ejército. Allí el rey de los catuvelanios había establecido una serie de pequeñas bases avanzadas desde las cuales los destacamentos de cuadrigas y de caballería ligera realizaban incursiones en el territorio ocupado por los Romanos. Interceptaron unas cuantas columnas de suministros y se llevaron la comida y el equipo dejando atrás únicamente los restos humeantes de las carretas y los cadáveres masacrados de las tropas de escolta. Los Britanos habían conseguido incluso saquear un fuerte que vigilaba el paso por el Medway y quemar el pontón allí erigido.

Dichas incursiones tendrían un mínimo impacto en la capacidad de las legiones para emprender la campaña que se preparaba, pero habían levantado la moral de los Britanos, cosa que sí era motivo de preocupación en el cuartel general. Muchas de las tribus que con tanto entusiasmo habían aceptado un tratado con Roma el otoño anterior estaban enfriando entonces su relación. Un gran número de sus guerreros se había unido a Carataco, asqueados por la prontitud con la que sus líderes se habían sometido a Roma. En la primavera, Plautio y sus legiones iban a enfrentarse a un fresco ejército Britano.

Su experiencia del año anterior le había enseñado a Carataco muchas cosas sobre los puntos fuertes y débiles del ejército Romano. Había sido testigo de la férrea dureza de las legiones y ya no volvería a lanzar a sus valientes guerreros de cabeza contra una pared de escudos que no tenía ninguna posibilidad de romper. La táctica relámpago que estaba empleando entonces constituía un preocupante indicio sobre la forma que tomaría el conflicto que se avecinaba. Puede que las legiones fueran las dueñas del campo de batalla, pero su lentitud les facilitaría las cosas a los Britanos a la hora de circundarlas y eludirlas, y alegremente causar luego estragos en sus líneas de suministros. Los Britanos ya no iban a cometer la idiotez de quedarse quietos y combatir contra las legiones. En lugar de eso esquivarían todos los golpes e irían mermando los flancos y la retaguardia de las fuerzas Romanas.

¿Cómo podían hacer frente las legiones a semejante táctica?, se preguntó Vespasiano. Localizar con exactitud y destruir a Carataco y a sus hombres sería como tratar de hundir un corcho a martillazos. Sonrió con amargura ante aquel símil; era una comparación demasiado exacta para que sirviera de consuelo.

– ¡Ya está! -El general Plautio apretó su anillo sobre el último documento. El administrativo lo cogió rápidamente de la mesa y se lo metió debajo del brazo con todos los demás.

– Prepáralos para que se envíen enseguida. El correo tiene que tomar el primer barco que salga con la marea de la mañana.

– Sí, señor. ¿Eso va a ser todo por esta noche, señor? -Sí. En cuanto estén listos los despachos, puedes mandar a tus ayudantes de vuelta a los barracones.

– Gracias, señor. -El administrativo saludó y se apresuró a salir de la oficina antes de que el general cambiara de opinión. La puerta se cerró y Plautio y el comandante de la segunda legión se quedaron solos en la estancia.

– ¿Vino? -ofreció Plautio. -Con mucho gusto, señor. El general Plautio se alzó de la silla con rigidez y estiró los brazos mientras se acercaba a una jarra dorada colocada en un soporte sobre la delicada llama de una lámpara de aceite. Unas finas volutas de vapor salieron en ondulaciones de la jarra cuando Plautio levantó el asa de madera y sirvió dos generosas raciones en unas copas de plata. Regresó a su escritorio y las puso allí encima, sonriendo con satisfacción mientras rodeaba su copa caliente con las manos.

– No creo que alguna vez llegue a amar esta isla, Vespasiano. Es húmeda y cenagosa la mayor parte del año, con veranos cortos y crudos inviernos. No es un clima apropiado para hombres civilizados. Por mucho que me guste la vida militar, preferiría estar en casa.

Vespasiano esbozó una sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza.

– No hay nada como estar en casa, señor.

– Estoy decidido a hacer de ésta mi última campaña -continuó diciendo el general con un tono más sombrío-. Me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de vida. Ya es hora de que una nueva generación de generales tome el relevo. Lo único que yo quiero es retirarme a mi finca cerca de Pompeya y pasar el resto de mis días saboreando la vista de la bahía mirando a Capri.

Vespasiano dudaba que al emperador Claudio le entusiasmara la idea de prescindir de los servicios de un general con tanta experiencia, pero calló para que Plautio disfrutara de su ensueño.

– Por lo que dice parece un lugar tranquilo, señor.

– ¿Tranquilo? -El general frunció el ceño-. Ya ni siquiera estoy seguro de saber lo que significa esa palabra. Llevo demasiado tiempo en la brecha. Para ser sincero, no estoy completamente seguro de si podría soportar estar retirado. Tal vez sólo sea este lugar. Apenas hace unos meses que estoy aquí y ya estoy harto. Y ése maldito Carataco no para de ponerme a prueba a cada paso. De verdad que pensaba que lo habíamos vencido de una vez por todas en la última batalla.

Vespasiano movió la cabeza afirmativamente. Eso era lo que todos habían pensado. Aunque el combate había estado a punto de perderse gracias a la estúpida táctica del emperador, finalmente las legiones arrollaron y aplastaron a los guerreros nativos. Carataco, junto con los restos de sus mejores tropas, había huido del campo de batalla. En circunstancias normales los bárbaros habrían aceptado su derrota y habrían reclamado la paz. Pero esos malditos Britanos no. A ellos les parecía mucho mejor seguir luchando, que los masacraran y que arrasaran sus tierras en vez de ser pragmáticos y llegar a un acuerdo con Roma. Los más hostiles de todos eran los Druidas.

Habían atrapado con vida a un puñado de ellos tras la última batalla y en aquellos momentos se hallaban retenidos en unos barracones especiales muy vigilados. Vespasiano se estremeció con repugnancia al recordar su visita a los Druidas.

Había cinco de ellos, ataviados con unas vestiduras oscuras y con unos amuletos hechos con cabellos retorcidos en las muñecas. llevaban el pelo lleno de nudos peinado hacia atrás y endurecido con cal; el hedor que éste desprendía ofendió el olfato del legado mientras los observaba con curiosidad desde el otro lado de los barrotes de madera. Todos ellos tenían una luna creciente tatuada en la frente. Uno de los Druidas se hallaba separado de los demás, un hombre alto y delgado con un rostro demacrado y una larga barba blanca. Sorprendentemente, sus cejas eran un cúmulo de gruesos pelos negros bajo los que brillaban unos ojos oscuros en unas hundidas cuencas. No habló en presencia de Vespasiano, se limitó a fulminar con la mirada al Romano, con los brazos cruzados y los pies ligeramente separados. Durante un rato Vespasiano se contentó con observar a los demás Druidas, que conversaban en un bajo y hosco tono de voz, antes de volver a dirigir la mirada hacia su líder, que seguía con los ojos clavados en él. Los delgados labios del druida se habían separado en una sonrisa, lo que reveló unos agudos dientes amarillos que daban la sensación de haber sido afilados. Una áspera y seca risotada acalló a sus seguidores, que dejaron de rezongar y se volvieron para mirar a Vespasiano.