– Sí, señor. -El legionario se armó de valor para recibir una fuerte bronca de su centurión-. Lo lamento, señor.
– ¿Que lo lamentas? ¿Qué diablos es lo que lamentas, muchacho? Has hecho bien. Ahora vuelve a tu posición.
El joven, corto de entendederas, tardó un momento en comprender que lo habían elogiado y una amplia sonrisa desdentada dividió su rostro.
– ¡Es para hoy, Fígulo! ¡Es para hoy!
– ¡Oh, sí, señor! -Se dio la vuelta y se alejó al trote en tanto que su centurión se quedaba meneando la cabeza con los labios apretados, maravillado ante la calidad de algunos de los soldados que se había visto obligado a admitir en su centuria para que ésta recuperara su número de efectivos. Más allá de Fígulo divisó la roja cimera de un tribuno que asomaba por encima del grupo de cascos que emitían un resplandor dorado bajo la luz del sol. Plinio se abrió camino a empujones a través de la muchedumbre que abarrotaba el terraplén y se apoyó en la empalizada para observar las dos figuras que se encontraban ya a poco menos de ochocientos metros de la zanja exterior. El hombre que iba a pie llevaba los andrajosos restos de una túnica roja ribeteada con hilo dorado. Plinio se volvió y vio a Macro.
– ¡El hombre que va delante es Romano! Pasa la orden para que los exploradores de la caballería monten y se preparen para una persecución. Yo voy a buscar al legado.
– ¡Sí, señor! -Macro se dirigió a Cato-. Ya lo has oído. Ve a buscar al centurión de los exploradores y transmítele sus órdenes. Yo me haré cargo de los soldados que hay aquí arriba. No podemos dejar que se comporten como un atado de patanes en una carrera de cuadrigas.
Mientras Macro empezaba a gritarles órdenes y maldiciones a los hombres que se arremolinaban a lo largo del terraplén, Cato se dirigió a los establos, más allá de la tienda del legado. Cuando volvió, los soldados se habían distribuido uniformemente por las defensas y observaban a las lejanas figuras que avanzaban por la nieve hacia el fuerte. El legado y el jadeante tribuno superior habían llegado hacía un momento y contemplaban el espectáculo en silencio.
– ¿Qué diablos lleva ese hombre en la cabeza? -rezongó Vespasiano.
– Cuernos, señor.
– Ya veo que son unos malditos cuernos. ¿Pero por qué los lleva en la cabeza? Debe de ser incómodo.
– Sí, señor. Será algún tipo de instrumento religioso. -Plinio se echó atrás ante la fulminante mirada que le lanzó su superior-. Probablemente…
justo a una distancia que quedaba fuera del alcance de una honda el jinete dio un fuerte tirón al cabestro y los que estaban en la muralla pudieron oír claramente el agudo grito de dolor del prisionero. El jinete bajó de su caballo y tiró el ronzal a un lado. El Romano cayó de rodillas. No había duda de que estaba exhausto y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Pero su descanso fue momentáneo. El jinete le propinó un golpe en la cabeza y señaló el fuerte. Los soldados del terraplén oyeron las palabras pronunciadas a gritos, pero no entendieron nada. El Romano alzó la cabeza, recuperó el equilibrio y se dirigió a voz en cuello a los que estaban en el muro.
– ¡Oídme!… Tengo un mensaje para el comandante de esta legión… ¿Está ahí?
Vespasiano hizo bocina con las manos y le respondió. -¡Habla! ¿Quién eres? -Valerio Maxentio… prefecto del escuadrón de la armada en Gesoriaco.
En las defensas, los soldados dieron un grito ahogado de sorpresa al oír que un oficial de tan alto rango estuviera en manos de los Druidas y el murmullo del intercambio de palabras recorrió la empalizada.
– ¡Silencio! -rugió Vespasiano-. ¡El próximo que hable será azotado! ¡Centurión, asegúrese de anotar sus nombres!
– Sí, señor. Al otro lado del muro, Maxentio les habló de nuevo, con una voz débil y forzada, amortiguada por la nieve que cubría el suelo.
– Me han dicho que hable en nombre de los Druidas de la Luna Oscura… Mi barco naufragó en la costa y los supervivientes, una mujer, sus hijos y yo mismo, fuimos hechos prisioneros por un grupo de asalto de los Durotriges… Nos entregaron a los Druidas. A cambio de la libertad de estos prisioneros, los Druidas quieren que les sean entregados unos compañeros suyos. Cinco Druidas del círculo principal fueron apresados por el general el pasado verano… Este hombre, el sumo sacerdote de la Luna Oscura, es su líder. Os concede de plazo hasta el día de la Primera Floración, treinta días a partir de hoy, para responder a su demanda… Si cuando llegue ese día los Druidas no han sido liberados, quemarán vivos a sus prisioneros como sacrificio a Cruach.
Vespasiano recordó las palabras del centurión Albino y se estremeció. Le vino a la cabeza la imagen de su propia esposa e hijo gritando en medio del chisporroteo de las llamas y sus dedos se aferraron con fuerza a la empalizada mientras trataba de desprenderse de aquella terrible visión.
El jinete se agachó, acercó la cabeza a Maxentio y pareció que le decía algo. Luego retrocedió y se abrió la negra capa. Maxentio volvió a gritarles una vez más.
– ¡El druida desea que tengáis una… prueba de su determinación en este asunto! -A sus espaldas, algo brilló con la luz del sol. El druida había sacado una enorme hoz de hoja ancha de entre los pliegues de su capa. La asió con ambas manos, afirmó los pies en el suelo, bien separados, y echó la hoz hacia atrás.
En el último momento Maxentio intuyó el terrible final que el druida tenía pensado para él y empezó a darse la vuelta. La hoz emitió un destello al hender el aire, penetrar y atravesar el cuello del prefecto. Fue todo tan rápido que, por un instante, algunos de los que miraban desde las murallas creyeron que el druida debía de haber fallado. Luego la cabeza del prefecto rodó a un lado y cayó en la nieve. Un chorro de sangre de una arteria salió a borbotones del muñón de su cuello y salpicó el blanco suelo. El druida limpió la ensangrentada hoja sobre la nieve. Después, al tiempo que volvía a enfundarla bajo la capa, tumbó el torso del prefecto de una patada, volvió a montar en su caballo con toda tranquilidad y lo espoleó para regresar con sus compañeros, que lo esperaban en la linde del bosque.
CAPÍTULO VIII
Vespasiano se dio la vuelta rápidamente, se llevó las manos ahuecadas a la boca y bramó:
– ¡Que salgan los exploradores! ¡Traedme a esos Druidas!
Los legionarios a caballo no habían visto la decapitación y estaban más alerta que sus aturdidos camaradas alineados a lo largo de la empalizada. En un momento se abrieron las puertas y una docena de exploradores salieron al galope. El decurión enseguida divisó a los Druidas en el extremo del bosque y dio la orden de cargar contra ellos. El golpeteo de los cascos levantó nubes de nieve cuando los exploradores se abrieron en abanico, con las capas de lana agitándose a sus espaldas. El druida que había matado a Maxentio volvió su astada cabeza para mirarlos, luego clavó los talones en los ijares de su montura y aceleró el paso de la bestia para dirigirse hacia sus compañeros, que ya desaparecían de nuevo adentrándose en las sombras del bosque.
Vespasiano no se entretuvo viendo la persecución; se precipitó hacia la puerta y corrió por la nieve que crujía suavemente hacia el cuerpo del prefecto de la armada. Tras él fueron los hombres de la sexta centuria, a instancias de Macro, que temía por la seguridad de su comandante. Pero los legionarios se quedaron a cierta distancia del cadáver: el asco y la superstición los inquietaban, pues los Druidas intimidaban e inspiraban terror.
La mayoría de los cuentos populares que habían oído sentados en el regazo de sus padres hablaban de los oscuros y siniestros poderes de los magos celtas y los legionarios eran reacios a acercarse demasiado. Se quedaron ahí en silencio; su aliento se arremolinaba como bruma en la gélida atmósfera; el único sonido era el distante repiqueteo de los cascos y los chasquidos de la maleza mientras los exploradores de la caballería iban a la caza de los Druidas.