Macro sacudió la cabeza y cruzó la mirada con otro de los centuriones, que alzó los ojos al cielo con empatía. Los mercaderes griegos se habían diseminado por todo el Imperio y mucho más allá de sus fronteras, y no obstante eran todos iguales, unos oportunistas que andaban a la caza de beneficios económicos. Veían a todo el mundo en términos de lo que podían sacarles. De repente Macro se sintió rechazado.
– No me hace falta consultarlo con la almohada. No voy a venderlo, y menos a ti.
Diomedes frunció el ceño y entrecerró los ojos un instante. Luego movió la cabeza lentamente y sonrió de nuevo con su sonrisa de vendedor.
– Vosotros los tipos del ejército Romano os creéis realmente mejores que el resto de nosotros, ¿verdad?
Macro no respondió, se limitó a alzar un poco el mentón, lo cual provocó que el griego se echara a reír a carcajadas. Los demás centuriones interrumpieron su quedo parloteo y se volvieron a mirar a Macro y a Diomedes. El griego levantó las manos para apaciguar las cosas.
– Lo siento, de verdad. Es que me resulta tan familiar esta actitud… Vosotros los soldados creéis que sois los únicos responsables de la expansión del Imperio, de añadir más provincias al inventario de tierras del emperador.
– Cierto -asintió Macro-. Tú lo has dicho, así es.
– ¿En serio? Dime pues, ¿dónde estaríais ahora mismo de no ser por nosotros? ¿Cómo se las arreglaría tu superior para comprar provisiones? Y eso no es todo. ¿Por qué crees que los atrebates están tan dispuestos a colaborar?
– No lo sé. La verdad es que no me importa. Pero supongo que me lo vas a explicar de todos modos.
– Con mucho gusto, centurión. Mucho antes de que el primer legionario Romano aparezca en el rincón más incivilizado de este mundo, algún mercader griego como yo ha estado viajando y comerciando con los nativos. Aprendemos sus idiomas y sus costumbres y les presentamos los productos del Imperio. La mayoría de las veces muestran un interés patético por hacerse con los accesorios de la civilización. Cosas que nosotros consideramos usuales son para ellos objetos de categoría. Le toman el gusto al asunto. Nosotros lo avivamos hasta que empiezan a depender de ello. Cuando aparecisteis vosotros estos bárbaros ya formaban parte de la economía imperial. Unas cuantas generaciones más y os hubieran rogado que les dejarais convertirse en una provincia.
– ¡Y una mierda! Todo eso no son más que gilipolleces -replicó Macro al tiempo que le daba con el dedo al griego, y los demás centuriones movieron la cabeza en señal de asentimiento-. La expansión del imperio depende de la espada y de tener agallas para blandirla. La gente como tú sólo les vende porquerías a estos bobos ignorantes para sacar provecho. Eso es todo.
– ¡Pues claro que lo hacemos para sacar provecho! ¿Por qué si no iba uno a arriesgarse a todos los peligros y privaciones de semejante tipo de vida? -Diomedes sonrió en un intento por dar un tono menos grave a la discusión-. Yo sólo quería señalar los beneficios que nuestros negocios con los nativos le suponen a Roma. Si, de alguna modesta manera, las personas como yo hemos contribuido a allanarles el camino a las avasalladoras legiones de Roma, entonces eso nos complacerá inmensamente. Te ruego que me disculpes si esta humilde ambición te ofende de algún modo, centurión. No era ésa mi intención.
Macro asintió con la cabeza. -Muy bien. Acepto tus disculpas. Diomedes esbozó una radiante sonrisa.
– Y si cambias de opinión sobre el torques…
– Mira, griego, si vuelves a mencionar el torques, te…
– ¡Centurión Macro! -lo llamó el centurión superior, Hortensio.
Al instante Macro se apartó de Diomedes y se puso en rígida posición de firmes.
– ¿Señor? -Basta ya de cháchara y haz formar a tus hombres. Eso también va por el resto de vosotros, nos vamos.
Mientras los centuriones se apresuraban a volver a sus unidades y se desgañitaban dando las órdenes, los habitantes del lugar cargaron rápidamente la carne salada en la parte trasera de uno de los carros de suministros. En cuanto hubo formado la columna, Hortensio les hizo una señal con la mano a los exploradores de caballería para que se adelantaran y luego dio la orden de avanzar a la infantería. Los angustiados rostros de los aldeanos atrebates eran un elocuente testimonio del terror que sentían al quedarse otra vez indefensos, y el cacique le suplicó a Diomedes que convenciera a la cohorte para que se quedara. Pero el griego cumplía órdenes y, firme pero educadamente, se disculpó y salió corriendo tras Hortensio. En tanto que la sexta centuria, que tenía el servicio de retaguardia detrás del último de los carros, salía por las puertas de la ciudad, a Cato le dio vergüenza abandonarlos cuando los Druidas y sus secuaces Durotriges seguían realizando ataques a lo largo de la frontera.
– ¿Señor? -Sí, Cato. -Debe de haber algo que podamos hacer por esta gente.
Macro negó con la cabeza. -Nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué quieres que hagamos? -Dejar aquí a algunos hombres. Dejar atrás a una de las centurias para que los proteja.
– Una centuria menos debilita a la cohorte en la misma medida. Y luego, ¿cuándo pones fin a eso? No podemos dejar una centuria en cada aldea por la que pasemos. No somos suficientes.
– Bueno, pues armas entonces -sugirió Cato-. Podríamos dejarles algunas de las que tenemos de repuesto en los carros.
– No, no podemos, muchacho. Tal vez las necesitemos. En cualquier caso, no les han enseñado a utilizarlas. No serviría de nada. Vamos, no hablemos más de eso. Hoy tenemos una larga marcha por delante. Resérvate las fuerzas.
– Sí, señor -respondió Cato en voz baja al tiempo que sus ojos evitaban las acusadoras miradas de los lugareños que estaban junto a la puerta del pueblo.
Durante el resto del día la cuarta cohorte marchó pesadamente a lo largo del lodoso camino que llevaba al sur, al mar y a una pequeña población comercial enclavada junto a uno de los canales que desembocaban en un enorme puerto natural. Diomedes conocía bien dicha población, pues había ayudado a su construcción la primera vez que había desembarcado en Britania hacía muchos años. Entonces era su hogar. Noviomago, nombre por el que se la conocía, había crecido rápidamente y acogido a una mezcla de comerciantes, sus representantes y sus familias. Los que venían de fuera y sus vecinos nativos habían convivido en relativa armonía durante años, según Diomedes. Pero ahora los Durotriges estaban atacando su territorio y los atrebates culpaban a los extranjeros de provocar a los Druidas de la Luna Oscura y a sus seguidores. Diomedes tenía muchos amigos en Noviomago, además de a su familia, y estaba preocupado por su seguridad.
Mientras la cohorte marchaba, el pálido sol se abría camino por el cielo plomizo y gris describiendo un arco bajo. Cuando la penumbra de las últimas horas del día empezaba a crecer envolviendo a la cohorte, sonó un grito repentino que provenía de la cabeza de la columna. Los soldados apartaron los ojos del sendero en el que habían fijado su mirada mientras el cansancio y el peso de sus mochilas les curvaba las espaldas. Un puñado de exploradores a caballo bajó galopando hasta el camino desde la cima de una colina. La voz del centurión Hortensio llegó claramente al extremo de la columna cuando dio la orden para que la cohorte se detuviera.
– Hay problemas -dijo Macro en voz baja mientras observaba a los exploradores que informaban a Hortensio. El comandante de la cohorte asintió con la cabeza y volvió a mandar a los exploradores en avanzada. Se volvió hacia la columna, haciendo bocina con una mano.
– ¡Oficiales al frente! Cato se quitó la carga del hombro, la dejó al lado del camino y al salir trotando detrás de Macro sintió un estremecimiento de expectativa recorriéndole la espalda.
En cuanto estuvieron presentes todos los centuriones y optios, Hortensio resumió rápidamente la situación.