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– ¡Señor! -exclamó Fígulo entre dientes alzándose a medias. Los demás soldados de la sección lo fulminaron con la mirada.

– ¿Qué? -Cato se volvió-. Creía haberte dicho que te callaras.

– ¡Algo pasa! -Fígulo señaló hacia el lado opuesto del poblado.

– ¡Cierra la boca! -masculló Cato con los dientes apretados al tiempo que levantaba un puño para enfatizar la orden-. ¡Agáchate!

Fígulo volvió a ponerse en cuclillas para esconderse. Entonces, con toda la cautela de la que fue capaz, Cato miró hacia el espacio abierto que había delante del pozo. Forzó la vista para percibir cualquier señal de movimiento. El suave gemido del viento frustraba sus intentos de captar algún sonido, de manera que, a pesar de la oscuridad, vio al enemigo antes de oírlo. El oscuro contorno de una de las ruinas que había enfrente cambió de forma, luego una sombra surgió de entre dos paredes de piedra. Un jinete. En el umbral del espacio abierto frenó y se quedó sentado en su montura sin moverse, como si husmeara el aire en busca de alguna señal de peligro. Finalmente el caballo relinchó, levantó una pezuña y, rascando, hizo un oscuro corte en la nieve. Entonces, con un chasquido de la lengua perfectamente audible, el Britano hizo avanzar a su bestia hacia el pozo. La negra figura atravesó lentamente el moteado remolino y Cato tuvo la sensación de que el hombre recorría las silenciosas ruinas con la mirada. Se encorvó todo lo que pudo detrás de la pared de manera que pudiera seguir mirando por encima de la ennegrecida mampostería. Cuando el jinete llegó al pozo volvió a detener su caballo y luego avanzó poco a poco por el borde para ver mejor el hueco del pozo. Cato aferró con la mano la empuñadura de su espada y por un momento la tentación de desenvainar el arma fue casi insoportable. Entonces se obligó a soltarla. A su alrededor, los hombres estaban lo bastante tensos como para entrar en acción de un salto ante el más mínimo indicio de que el jinete se estuviera preparando para lanzarse al ataque. Debían esperar a oír la trompeta. Hortensio estaba mirando desde lo alto de un túmulo funerario en el exterior del poblado y sólo daría la señal de cerrar la trampa cuando todos los jinetes hubiesen atravesado las ruinas de la puerta principal. Las órdenes eran claras: nadie debía dar un solo paso hasta que se diera la señal. Cato se volvió hacia sus soldados y en silencio les hizo señas para que se agacharan. por la manera en que estaban agazapados, sostenían sus escudos y aferraban sus jabalinas, se dio cuenta de que estaban listos para entrar en acción.

El jinete que estaba junto al pozo se inclinó tranquilamente a un lado, carraspeó y escupió por el hueco. Las frías ansias de venganza que Cato sentía en su interior se avivaron momentáneamente para convertirse en una ardiente y terrible ira que hizo que la sangre le palpitara en las venas. Trató de reprimir el impulso y apretó tanto los puños que sintió cómo las uñas se le clavaban dolorosamente en las palmas. El Durotrige pareció convencerse de que ni a él ni a sus compañeros los amenazaba ningún peligro, dio la vuelta a su caballo y se alejó al trote del centro del pueblo hacia la puerta principal. Cato miró a sus hombres.

– Pronto darán la señal -les dijo en voz baja--. En cuanto ese explorador les diga que no hay peligro, los Druidas y sus amigos entrarán por la puerta. Van a recuperar su botín y es probable que tengan la intención de pasar aquí la noche. Estarán cansados y deseando reposar un poco. Eso hará que se descuiden. -Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia sus soldados-. Recordad, muchachos…

Algunos de los veteranos no pudieron evitar reírse entre dientes por el hecho de que el joven optio los llamara muchachos, pero respetaban el rango y rápidamente acallaron su regocijo. Cato respiró hondo para disimular su fastidio.

– Recordad, atacaremos con todas nuestras fuerzas. Tenemos órdenes de hacer prisioneros, pero no corráis riesgos innecesarios para capturarlos. Ya sabéis lo poco que le gusta al centurión tener que escribir mensajes de condolencia para las familias que están en casa. No es probable que os perdone así como así si os matan.

Las palabras de Cato produjeron el efecto deseado y la horrible tensión de la espera del combate disminuyó cuando los soldados volvieron a soltar unas risitas.

– Muy bien. Poneos en pie, los escudos en alto y las jabalinas preparadas.

Las oscuras siluetas de los soldados se alzaron y, en medio de aquella lluvia de grandes copos de nieve, aguzaron el oído para percibir la señal de la trompeta por encima del leve gemido del viento. Pero antes de que llegara la señal, el primer Britano apareció por la puerta principal. Hombres a pie que conducían sus caballos y hablaban en tonos contenidos ahora que la marcha del día había llegado a su fin. Poco a poco fueron surgiendo de entre la oscuridad aún mayor de los edificios incendiados y se reunieron en el espacio abierto que había antes de llegar al pozo. Mientras Cato los observaba con nerviosismo, los jinetes fueron aumentando en número hasta que hubo más de una veintena allí arremolinados y aún aparecían más saliendo pesadamente de la oscuridad de la noche. El mascar y piafar de los caballos se mezclaba con los alegres tonos de los Britanos y el sonido parecía insoportablemente fuerte tras el largo período de forzoso silencio. Cato temió que sus hombres no oyeran la señal de la trompeta por encima del ruido. A pesar de la inmovilidad de todos ellos, era plenamente consciente de que su ansiedad iba en aumento. Si no se daba pronto la señal, los desperdigados hombres de la sexta centuria podrían verse superados en número por aquellos a los que querían emboscar.

De repente se oyó un sonido discordante que provenía del centro de la concentración de apiñados jinetes. Un hombre a caballo se abrió camino a la fuerza y dio una serie de órdenes.

Los Britanos guardaron silencio e inmediatamente la desordenada muchedumbre se convirtió en un grupo de soldados listos para actuar en cuanto se lo ordenaran. Un puñado de hombres a los que habían designado para ocuparse de los caballos empezó a realizar la tarea encomendada mientras que los demás formaban frente al jinete. Con un sentimiento intenso de frustración, Cato se dio cuenta de que estaba pasando el mejor momento para lanzar un ataque. A menos que Hortensio diera la señal inmediatamente, el enemigo aún podría organizarse lo suficiente como para ofrecer una resistencia efectiva.

En el mismo momento en que maldecía el retraso, Cato vio que un hombre caminaba directamente hacia él. El optio se agachó sin hacer ruido y sin dejar de mirar con preocupación hacia el contorno de la mampostería por encima de su cabeza, en tanto que el Britano se acercaba, se detenía y hurgaba en su capa. Hubo una pausa antes de que un apagado sonido de agua al caer llegara a oídos del optio. El Britano dejó escapar un largo suspiro de satisfacción mientras orinaba contra la pared de piedra. Alguien lo llamó y Cato oyó que el hombre reía al tiempo que se volvía para responder y torpemente hacía caer las piedras sueltas de lo alto de la pared en ruinas.

Un enorme pedrusco cayó hacia adentro y se precipitó sobre la cabeza de Cato. Instintivamente él se agachó y la piedra rebotó en un lado de su casco con un sordo sonido metálico. La cabeza del jinete apareció por encima de la pared, buscando la fuente del inesperado ruido. Cato contuvo el aliento con la esperanza de que no le vieran ni a él ni a sus hombres. El guerrero Durotrige tomó aire y les lanzó un grito de advertencia a sus compañeros que hendió la oscuridad y que se oyó por encima de los demás sonidos con una claridad asombrosa.