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– ¡En pie! -bramó Cato-. ¡A por ellos! Levantándose de un salto, hincó su espada corta en la oscura forma del rostro del Britano y notó que la sacudida del impacto le bajaba por el brazo al tiempo que el agudo chillido del jinete le resonaba en los oídos.

– ¡Usad las jabalinas! -gritó la voz de Macro desde ahí cerca-. ¡las jabalinas primero!

Las negras siluetas de los legionarios se alzaron por entre las ruinas alrededor de los jinetes Durotriges.

– ¡Lanzad las jabalinas! -bramó Macro. Con un resoplido de esfuerzo los soldados en torno a Cato propulsaron sus brazos armados hacia delante, con un ángulo bajo para lanzar el arma a una distancia muy cercana, y las largas y mortíferas astas salieron volando para caer contra la densa concentración del enemigo. Inmediatamente el ruido sordo y el repiqueteo del impacto dieron paso a los gritos de los heridos y el más agudo relincho de los aterrorizados caballos alcanzados por las despiadadas puntas de hierro de las jabalinas.

Cato y sus hombres se abrieron paso con dificultad por encima de la pared, con las espadas desenvainadas y listos para atacar.

– ¡No os separéis de mí! -gritó Cato, ansioso por mantener a sus hombres bien diferenciados de los Britanos. Hortensio les había inculcado a sus subordinados que debían mantener a sus hombres bajo un control riguroso durante la emboscada. El ejército Romano tenía una saludable aversión a llevar a cabo acciones nocturnas, pero aquella oportunidad de tender una trampa y matar al enemigo era una oportunidad demasiado providencial para que ni siquiera un centurión como Hortensio, que siempre seguía el reglamento, pudiera resistirse a ello.

– ¡Cierren filas! -exclamó Macro a una corta distancia, y la orden fue repetida por todos los jefes de sección mientras que pequeños grupos de legionarios se acercaban a los Britanos. Tras sus grandes escudos rectangulares los ojos de los Romanos iban mirando rápidamente a todos lados, buscando el expuesto cuerpo enemigo más próximo para clavar en él sus espadas cortas. Cato parpadeó cuando una ráfaga de viento le arrojó un montón de enormes copos en la cara que le obstaculizaron momentáneamente la visión. Una sombra grande se alzó frente a él. Unos dedos se cerraron sobre la parte superior del borde de su escudo, a poca distancia de su cara, y tiraron de él a un lado. Instintivamente Cato lanzó el brazo hacia delante, cargando todo su peso tras él. El Britano seguía firmemente agarrado al escudo y la parte inferior del mismo se alzó de manera que le propinó un aplastante golpe entre las piernas. El Britano dio un quejido, soltó la mano y empezó a encorvarse. Cato estrelló el pomo de su espada contra la parte posterior de la cabeza del hombre para ayudarlo en su movimiento. Pasó por encima de aquella figura tendida boca abajo al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que su sección seguía con él. Detrás de sus oscuros escudos rectangulares los legionarios se abrieron paso por todos lados, combatiendo codo con codo mientras arremetían contra la concentración de Britanos que se defendían. Éstos no ofrecían una resistencia organizada a la emboscada, sino que simplemente luchaban por librarse de sus muertos y heridos y de la maraña de equipo y astas de jabalina dobladas que les estorbaban. Los que habían conseguido escapar de aquel caos trataban desesperadamente de abrirse camino a golpes a través del anillo de escudos que se cerraba y de las mortíferas hojas centelleantes de las espadas cortas de los Romanos. Pero muy pocos escaparon, y con una eficacia fría e implacable los legionarios siguieron avanzando y matando a todo lo que encontraban por delante.

Entonces, por encima de los gritos y los chillidos de los hombres y el traqueteo y choque de las armas, un estridente toque de trompeta recorrió la población cuando, con retraso, Hortensio dio la señal de ataque. Para aprovechar mejor lo que quedaba del factor sorpresa, Hortensio lanzó a sus soldados contra la oscura columna de guerreros Britanos que estaba entrando en el poblado. El fuerte rugido del grito de guerra de la cohorte se alzó por todas partes y el grupo de jinetes Durotriges se paró en seco, pues por un momento quedaron demasiado atónitos para reaccionar. Las centurias restantes salieron de las zanjas defensivas de la aldea y como un enjambre se dirigieron hacia su enemigo por encima del brillo de la nieve recién caída. Los jefes Druidas trataron de volver a concentrar a sus hombres y hacerlos formar para enfrentarse a la amenaza, pero en un abrir y cerrar de ojos los legionarios cayeron sobre ellos y rápidamente hicieron pedazos a los miembros de la tribu.

Con renovado fervor, la sexta centuria se ocupó de los pocos Britanos que quedaban vivos entre la carnicería que había alrededor del pozo del poblado. La hoja de Cato se había quedado atascada en las costillas de uno de los jinetes y con un gruñido de frustración clavó una bota en el estómago del hombre y liberó la espada de un tirón. Al levantar la vista apenas tuvo tiempo para dar un salto atrás cuando la cabeza de un caballo empinado se dirigió repentinamente hacia él, resoplando, con los ojos muy abiertos, aterrorizado por los chillidos y el choque de las armas que inundaban la noche. Por encima de la cabeza del caballo se alzaba la silueta del guerrero que había intentado en vano formar a sus hombres y luchar contra los Romanos. Con una mano blandía una larga espada que sujetaba en alto, apartada de su asustado caballo. Clavó la mirada en Cato e hizo descender la hoja con todas sus fuerzas. Cato se dejó caer de rodillas y alzó su escudo para interceptar la trayectoria de la espada. El golpe cayó con un terrible estruendo justo por encima del tachón del escudo y lo hubiera atravesado limpiamente de no haber dado en el borde reforzado con metal por el lado que estaba más cerca del caballo. En cambio, la hoja se quedó clavada y, cuando el guerrero trató de sacarla de un tirón, se llevó el escudo con ella. Con un gruñido de rabiosa frustración, el hombre la emprendió a patadas contra Cato, arremetiendo con su bota contra un lado del casco del optio. Cato se quedó aturdido sólo un momento, tras el cual clavó la espada en los leotardos por encima de la bota. El Britano lanzó un aullido de enojo y furia y espoleó a su caballo para pisotear al Romano. Nada acostumbrado a los caballos en su vida civil y con el respeto de un soldado de infantería hacia los peligros que representaba la caballería, Cato, acobardado, se apartó de los mortíferos cascos. Pero el agolpamiento de legionarios que había a su espalda no le dejaba sitio para retirarse. Entonces Cato tiró con todas sus fuerzas para arrancarle su escudo al Britano y, con un chasquido, espada y escudo se separaron. El Britano clavó los talones y dio una salvaje sacudida a las riendas, provocando con ello que su bestia se pusiera sobre dos patas sacudiendo los cascos peligrosamente. Cato rodó para situarse bajo el vientre del caballo al tiempo que se protegía el cuerpo con el escudo, terriblemente dañado, e hincó su espada en las tripas del animal.

El caballo forcejeó como un loco para librarse de la hoja y se empinó tanto que cayó sobre el lomo y aplastó a su jinete. Antes de que el Britano pudiera intentar sacarse de encima la bestia mortalmente herida, un legionario avanzó de un salto y de una rápida cuchillada en la garganta acabó con él.

– ¡Fígulo! ¡Encárgate también del caballo! -ordenó Cato mientras se arrastraba para alejarse del zarandeo de los cascos del caballo lacerado. El joven legionario se acercó a la cabeza y le abrió una arteria con un presto tajo de su espada. Cato ya estaba de nuevo en pie y mirando a su alrededor en busca de un nuevo enemigo, pero no había ninguno. La mayor parte de los Britanos estaban muertos. Unos cuantos de los heridos gritaban, pero no les harían caso hasta que fuera hora de poner fin a su sufrimiento con una estocada misericordiosa. El resto había huido, corriendo en tropel a través de los restos del poblado en un intento por escapar de las siniestras hojas de sus atacantes.