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Los legionarios se quedaron sorprendidos ante la rapidez con la que habían arrollado al enemigo y por un momento permanecieron en tensión y agazapados, listos para la lucha.

– ¡ Sexta centuria! ¡ En formación! ¡ Esto no es un jodido ejercicio! ¡Moveos!

Los bien disciplinados soldados respondieron al instante: se acercaron a toda prisa a su centurión y formaron una pequeña columna en el terreno nevado. Macro no vio huecos en las filas y movió la cabeza satisfecho. El enemigo sólo había tenido tiempo de herir a no más de un puñado de hombres de su centuria. Saludó a Cato con un gesto de la cabeza cuando éste ocupó su posición al frente de los soldados.

– ¿Estás bien, optio? Cato asintió, jadeando. -¡Pues volvamos a la puerta, muchachos! -gritó Macro. Le dio una palmada en el hombro a Fígulo- ¡Y no tengáis ningún miramiento con los caballos!

CAPÍTULO XII

Mientras la nieve caía suavemente en torno a ellos, los legionarios siguieron el sendero hacia los restos de la puerta, desde donde pudieron oír los sonidos de la batalla, apagados por el viento. Cato notó que el viento había amainado un poco. En el firmamento, entre las nubes, se estaban abriendo unos claros que dejaban pasar la luz de las estrellas y de la tenue luna creciente. En el siniestro resplandor que el manto de nieve reflejaba podían verse las figuras de los Britanos que huían por entre las ruinas. Por un momento Cato sintió que lo invadían la ira y la frustración al verlos. Aún podía ser que escaparan antes de que decayera la sed de venganza de los legionarios. Entonces Cato forzó una sonrisa. Tal vez él fuera el único que deseaba hacer pagar al enemigo todo lo que había visto en el pozo. Tal vez los veteranos que marchaban por el sendero con él sólo veían al enemigo en términos profesionales. Un adversario al que vencer y destruir; ni más, ni menos.

Mientras se acercaban a la puerta destrozada vieron que una oscura y enorme concentración de jinetes Durotriges surgía de entre las ruinas con muy poco sentido del orden. Unas figuras se abrían paso por separado y con dificultad por los restos del terraplén de tierra, buscando una vía de escape entre la empalizada de madera hecha pedazos y el férreo cordón de la línea de combate de los legionarios que aguardaban más allá. Tal vez escaparan unos cuantos jinetes, pero sólo unos cuantos, pensó Cato para sus adentros con fría satisfacción.

– ¡Alto! -ordenó Macro-. Ahí los tenéis, chicos, a punto para que los matemos. No os separéis y aseguraos de mirar antes de embestir. ¡Ya tenemos suficiente con ellos como para que tengáis que matar a alguno de nuestros muchachos! ¡Formad en línea!

En tanto que la primera fila de la columna se quedaba inmóvil, las filas siguientes ocuparon sus posiciones a ambos lados de la primera hasta que la centuria formó una línea de dos en fondo por entre los escombros. Mientras Cato esperaba a que su centurión diera la orden de avanzar, advirtió que un pequeño grupo de Durotriges se separaba de sus compañeros y se adentraba subrepticiamente en las sombras de unas chozas en ruinas.

– ¡Señor!

– ¿Qué pasa? Cato alargó el brazo con el que sujetaba la espada y señaló hacia las chozas con la hoja de su arma.

– Allí. Algunos de ellos intentan escapar.

– Ya los veo. No podemos permitirlo -decidió Macro-. Llévate a la mitad de los hombres y encárgate de ellos.

– Sí, señor.

– Cato, nada de heroicidades. -Macro había observado el sombrío estado de ánimo que se había apoderado de su optio desde que el muchacho había sido testigo del nefasto horror del interior del pozo y quería que se supiera que no iba a tolerar ninguna estupidez-. Tú limítate a darles caza y luego trae a los hombres de vuelta enseguida.

– Sí, señor.

– Yo avanzaré primero. En cuanto veas que yo me he ido, sales tú.

Cato asintió con la cabeza.

– ¡Pelotones a mi derecha… adelante!

Con Macro marcando el paso, las primeras cinco secciones avanzaron mostrando los escudos al enemigo y las espadas cortas listas. La oscura concentración de Britanos retrocedió ante la pared de escudos que se les aproximaba y sus gritos de pánico y desesperación alcanzaron un nuevo grado de terror cuando la silenciosa línea de Romanos se acercó a ellos. Unos cuantos de los Durotriges más acérrimos se separaron del tumulto y se quedaron allí parados, con las armas en alto, preparados para caer luchando, fieles a su código guerrero. Pero eran demasiado pocos para cambiar las cosas y rápidamente fueron arrollados y cayeron muertos. Momentos después empezó el apagado estrépito de los golpes de los escudos y el repiqueteo de las espadas en tanto que Macro y sus hombres se abrían camino a cuchilladas entre la arremolinada multitud.

Cato se dio la vuelta e inspiró profundamente el aire frío.

– ¡El resto de vosotros, seguidme! Guió a los soldados rodeando el margen del combate que tenía lugar junto a la puerta y los condujo por el sinuoso sendero por donde había desaparecido el pequeño grupo de Durotriges. Allí el fuego no había dañado tanto el interior de las chozas de la población. Los muros de piedra que llegaban a la altura del pecho y los escuetos restos de los armazones de madera se alzaban en torno a ellos mientras perseguían al enemigo al trote. Sus arneses de cuero chirriaban, las vainas y toneletes tintineaban y la nieve crujía suavemente bajo sus botas. Frente a él, el camino había sido hollado por el paso de los Durotriges hacía tan sólo unos momentos y éstos habían dejado un visible rastro que los Romanos siguieron. Cato enseguida vio claro por qué aquel pequeño grupo había salido corriendo en esa dirección al recordar los hoyos de almacenaje que habían destapado antes.

Iban detrás de todo el botín que pudieran llevarse consigo.

El estrecho sendero giraba con una curva cerrada y un débil silbido previno a Cato, que se agachó bajo su escudo justo a tiempo. El hacha de doble hoja rebotó en el borde de su escudo y le dio de lleno en la cara al legionario que iba justo detrás. Con un crujido escalofriante la pesada hoja cortó limpiamente la parte superior del casco y de la cabeza del soldado. Éste ni siquiera gritó cuando cayó de espaldas y salpicó de sesos ensangrentados a sus compañeros más cercanos. Un enorme guerrero Durotrige se alzaba por encima de Cato. El hombre soltó un grito salvaje cuando vio el daño que su arma había infligido. La hoja continuó con su trayectoria curva y se clavó profundamente en una viga de madera. El guerrero Durotrige gruñó y desencajó el hacha de un tirón con un explosivo grito ahogado debido al esfuerzo. Dicha acción lo dejó expuesto un breve instante y Cato le hincó su espada corta en el estómago y sintió el sólido impacto de un buen ataque. Pero en vez de hacerle caer mortalmente herido, el golpe no pareció tener otro efecto que enfurecer aún más al inmenso Britano. Éste bramó un grito de guerra, se apartó de la sombra de la pared que había utilizado para ocultarse y se quedó de pie a horcajadas en el camino, donde tenía espacio para blandir sin trabas su hacha de guerra. La hizo oscilar con las dos manos y desafió a los Romanos a que se acercaran.

Por un momento Cato retrocedió, y sus hombres con él, mientras la hoja hendía el aire con un sonido sibilante. El optio la contempló con horror, imaginándose perfectamente bien el demoledor daño que causaría en cualquier soldado lo bastante tonto como para ponerse al alcance del arco que describía. Cato sabía que con cada instante que dejaba pasar, más posibilidades tenían los compañeros del Britano de conseguir huir. Pero se hallaba presa de un gélido terror que le provocaba unos escalofríos que le recorrían la espalda y que hizo que se le helara la sangre en las venas. Le sorprendió encontrarse temblando. Todo su ser le decía que se diera la vuelta, que saliera corriendo y dejara que sus hombres lidiaran con aquel gigante terrorífico. Y al pensarlo le sobrevino un sentimiento de repugnancia y amargo desprecio de sí mismo.