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Cato se puso tenso y observó el balanceo del hacha, esperando a que pasara junto a él. Cuando descendió Por delante de su escudo, apretó los dientes, se lanzó sobre el Britano y hundió de nuevo la espada en su cuerpo. El hombre soltó un gruñido al recibir el ataque, bajó la rodilla y le propinó una patada a Cato. La bota se estrelló contra el muslo de Cato y estuvo a punto de hacerlo caer. Cato volvió a atacar, esta vez estampándole el escudo en la cara al Britano al tiempo que retorcía la hoja en el interior de su oponente, tratando de alcanzar algún órgano vital. La sangre, caliente y pegajosa, cayó por la empuñadura de su espada y sobre su mano, pero el guerrero Durotrige seguía acercándose, dando gritos de dolor y desafío. Soltó el hacha y con sus poderosas manos agarró a Cato por la cara y el cuello. El optio dio boqueadas cuando la tráquea le quedó aplastada con el apretón del Britano. Con un brazo atrapado en la correa de su escudo, Cato soltó la espada y trató de aferrar la mano que le apretaba el cuello. En aquellos momentos había otros soldados a su lado que golpeaban al gigante con los escudos y arremetían con las espadas por todos lados. Lo aguantó todo, con un gruñido que surgía de lo más profundo de su pecho, un sonido de pura furia animal, y aun así siguió sujetando a su rival, estrangulándolo. Cato, casi a punto de perder el conocimiento, creyó que sin duda iba a morir, pero de pronto la presión se aflojó. Mareado, oyó el ruido sordo y húmedo de los golpes de espada mientras los legionarios acababan brutalmente con el Britano.

Con un profundo suspiro ronco, el hombre cayó de rodillas, sus manos se desprendieron de la garganta de Cato y se desplomó de costado. Uno de los legionarios le dio una cautelosa patada en el pecho y el gigante quedó tumbado de espaldas sobre la nieve revuelta, completamente muerto.

– ¿Estás bien, optio? Cato estaba apoyado contra la mampostería, respiraba con dificultad y notaba el latido de la sangre al circular por su cuello. Sacudió la cabeza para intentar despejarse del mareo.

– Sobreviviré -dijo con voz ronca y lastimera-. Tenemos que seguir tras los demás… Vamos.

Alguien le pasó la espada de mango de marfil que el centurión Bestia le había legado y Cato continuó avanzando por el sendero. El miedo a otra emboscada era un fuerte factor en contra del deseo de seguir adelante a toda prisa, pero se obligó a correr, decidido a no dejar que sus hombres se dieran cuenta de que se sentía casi como un niño pequeño y asustado, perdido en medio de una pesadilla espantosa. Las sombras a ambos lados del camino que tenían por delante se convirtieron en las más oscuras profundidades del averno, de las que amenazaban emerger unos horrores indescriptibles.

Entonces el camino describía una curva, y ahí delante se encontraban las zanjas de almacenamiento. Se habían retirado las cubiertas y, al otro lado de las zanjas aún se hallaba a la vista un puñado de enemigos, cargados con el lastre del botín y esforzándose por alcanzar a sus compañeros, los cuales habían puesto el sentido común por encima de la avaricia.

– ¡A por ellos! -bramó Cato. Los legionarios avanzaron a todo correr en orden abierto. Aquel combate iba a ser de uno contra uno, la pared de escudos no sería necesaria. Al tiempo que lanzaban el grito de guerra de la legión, «¡Arriba la Augusta!», cayeron sobre los Britanos como si estuvieran cazando ratas en un granero. Justo por delante de Cato, un Romano alcanzó a un guerrero Durotrige que arrastraba un enorme fardo por la nieve. El Britano percibió el peligro a sus espaldas y se dio la vuelta al tiempo que levantaba un brazo, aterrorizado, cuando la espada corta se alzó sobre él. Cato se encontró maldiciendo el fallo del legionario; la espada corta estaba diseñada para apuñalar, no para tajar, y el soldado no debía ser tan tonto como para dejar que su sed de sangre abrumara la instrucción que había recibido. Era tan malo como los jodidos reclutas que eran flor de un día. El improperio le vino a la cabeza de forma espontánea y lo escandalizó por un instante hasta que, con una sonrisa irónica, se dio cuenta de cuán sumido se hallaba en el mundo militar.

El Britano gritó cuando la espada corta le atravesó el antebrazo y rompió el hueso de manera que el miembro quedó colgando como un pez recién pescado.

Cuando Cato pasó junto al legionario, le gritó: -¡Utiliza el arma como es debido! El legionario asintió con aire de culpabilidad y luego se volvió para liquidar con la punta de su espada a su víctima, que no había dejado de chillar.

Cato pasó junto a más cuerpos tendidos en la nieve con el botín desparramado a su alrededor: oscuros fardos de tela de los que habían caído copas y vajilla de plata, joyas personales y, extrañamente, un par de muñecas de madera labrada. Un guerrero Durotrige que sin duda buscaba un regalo que llevar a casa para sus hijos, imaginó Cato. Se sobresaltó ante la idea de que los hombres que tan terrible destrucción habían causado en aquel poblado, y que eran capaces de masacrar incluso a sus más tiernos infantes, pudieran tener hijos propios. Apartó la mirada de las muñecas y vio unas figuras borrosas que se deslizaban por los restos de la empalizada, seguidas por los Romanos que jadeaban roncamente debido al esfuerzo de la persecución y al nerviosismo de la batalla.

Cato trepó por la empinada cuesta cubierta de hierba hasta las estacas de la empalizada, hecha de madera toscamente tallada. A lo lejos, al otro lado, desperdigados más allá de la zanja, y por el blanco paisaje que venía después, se podían ver las oscuras siluetas de aquellos que habían logrado escapar a la matanza que había acabado con sus compañeros allí en el poblado. Unos cuantos de sus hombres se unieron a él, ansiosos por salir tras el enemigo.

– ¡Quietos! -logró gritar Cato con voz áspera a pesar del dolor que sentía en la garganta. Algunos de los soldados siguieron adelante y Cato tuvo que volver a gritar, haciendo un esfuerzo para que su orden sonara más fuerte-. ¡Alto!

– ¡Señor! -protestó alguien-. ¡Se escapan!

– ¡Eso ya lo veo, maldita sea! -exclamó Cato con enojo-. No podemos hacer nada. No los atraparíamos nunca. Tenemos que esperar que los exploradores de la caballería los vean.

La disciplina y el sentido común detuvieron a los soldados. Con el pecho palpitante a causa del esfuerzo y el vaporoso aliento que se alzaba por encima de sus cabezas, observaron cómo el enemigo huía adentrándose en la oscuridad. Cato estaba temblando, en parte debido al frío viento que soplaba aún con más fuerza en lo alto del terraplén y en parte por la liberación de la tensión nerviosa.

¿Tan poco tiempo había pasado desde que habían cargado contra el enemigo en el centro de la aldea? Se obligó a concentrarse y se dio cuenta de que todo el asunto no podía haber durado más que un cuarto de hora. El viento no traía sonidos de combate, de modo que la escaramuza en la puerta debía haber finalizado también. Así de rápido había terminado todo. Recordó la primera batalla en la que había combatido. Un pueblo en Germania, no muy distinto de aquél. Pero aquella lucha desesperada había durado toda una tarde y toda una noche hasta que aparecieron los primeros rayos del amanecer.

Por muy corta que hubiese podido ser aquella refriega, la misma exultación ardiente por haber sobrevivido le llenaba las venas y por algún motivo le hacía sentirse más viejo y más sabio.

Le dolía la garganta de manera espantosa y le suponía todo un suplicio tragar saliva o mover demasiado la cabeza en cualquier dirección. Ese enorme guerrero Durotrige casi había acabado con él.

CAPÍTULO XIII

El tenue resplandor rosado del cielo le daba un tono aún más pálido a la nieve depositada sobre el poblado arruinado. Como si la mismísima tierra hubiese sangrado durante la noche, pensó Cato mientras se levantaba con rigidez de la esquina de una pared donde había estado descansando bajo su capa del ejército. No había dormido. La incomodidad había sido demasiado grande para que pudiera hacerlo; su delgadez le hacía sentir el frío de una manera más intensa que los más musculosos y endurecidos veteranos de la legión, como Macro. Tal y como era habitual, los fuertes ronquidos del centurión habían llenado la noche, hasta que lo despabilaron para el turno de guardia de su centuria. Luego, tras haber despertado al siguiente oficial de la lista de turnos, había vuelto a sumirse al instante en un sueño profundo con un retumbo gutural que sonaba como un terremoto lejano.