Una fina capa de nieve cayó silenciosamente en cascada de los pliegues de la capa de Cato cuando éste se puso en pie. Cansado, se sacudió el resto y se desperezó. Pisando con cuidado entre los escombros, se acercó a la acurrucada figura de Fígulo y le tocó suavemente con la punta de su bota. El legionario rezongó y se dio la vuelta sin abrir los ojos, por lo que Cato tuvo que propinarle un puntapié.
– En pie, soldado.
Aunque era nuevo en el ejército, Fígulo sabía cuándo le habían dado una orden y su cuerpo respondió deprisa, aunque su mente, más lenta, hizo lo que pudo para no quedarse atrás.
– Enciende una hoguera -le ordenó Cato-. Asegúrate de hacerla en un lugar despejado, lejos de cualquier cosa que sea combustible.
– ¿Señor? Cato le lanzó una dura mirada al legionario, sin estar seguro de que el muchacho no le estuviera tomando el pelo. Pero Fígulo lo miró sin comprender; no había ni rastro de malicia en sus simples facciones y Cato sonrió.
– No hagas el fuego demasiado cerca de algo que pueda prender.
– Oh, entiendo -Fígulo movió la cabeza en señal de asentimiento-. Ahora mismo me pongo a ello, optio.
– Por favor. Fígulo se alejó sin ninguna prisa al tiempo que se rascaba el trasero entumecido. Cato lo miró y chasqueó la lengua. Aquel muchacho era demasiado corto de luces y demasiado inmaduro para las legiones. Debería sentirse extraño al estar haciendo ese tipo de juicios sobre alguien que era unos cuantos meses mayor que él, y sin embargo no era así. La experiencia le aportaba más madurez de la que nunca podría proporcionar la edad, y eso era lo que contaba en el ejército. Una sensación de bienestar fluyó por el cuerpo de Cato ante aquella otra prueba de que se estaba adaptando completamente a la vida de soldado.
Cato se arrebujó en la capa y salió de entre las chozas destrozadas donde la sexta centuria había pasado la noche. Ya se habían levantado unos cuantos soldados que, no del todo despiertos y con ojos adormilados, estaban sentados contemplando cómo rompía el alba en un cielo despejado. Algunos de ellos llevaban las marcas de la escaramuza de la noche anterior: trapos ensangrentados atados en las cabezas y los miembros. Sólo un puñado de soldados de la cohorte habían resultado mortalmente heridos. Por el contrario, los Britanos habían quedado hechos pedazos. Casi ochenta miembros de su banda yacían agarrotándose junto a la puerta y otros veinte o más estaban amontonados al lado del pozo. Los heridos y prisioneros sumaban más de un centenar, y estaban apiñados en los restos de un establo bajo la cautelosa mirada de la media centuria designada para vigilarlos. Unos cuantos Druidas habían sido atrapados con vida y se encontraban firmemente atados en una de las zanjas de almacenaje.
Mientras sus pasos crujían por la helada nieve en dirección a los hoyos, Cato vio a Diomedes que, sentado en cuclillas junto a uno de los bordes, miraba fijamente a los Druidas. Tenía una tira de tela enrollada en la cabeza y una mancha de sangre seca a un lado de la cara. No levantó la vista cuando el optio se acercó y no dio señales de vida, aparte del ondulado vaho que a intervalos regulares exhalaba al respirar. Cato se quedó un momento de pie a unos pocos pasos de él, esperando que el griego advirtiera su presencia, pero éste no se movió, siguió con la mirada clavada en los Druidas.
Por su parte, los Druidas estaban tendidos de costado, con las manos bien sujetas a sus espaldas y los tobillos atados. Aunque no estaban amordazados, no intentaron hablar y se limitaban a fulminar con iracundas miradas a sus guardias mientras temblaban sobre el suelo nevado. A diferencia de los otros Britanos con los que Cato se había topado, aquellos hombres llevaban el pelo largo, sin señales de que hubieran tratado de adornar su cabello con cal. Abundante y enmarañado, lo llevaban peinado hacia atrás, atado en una larga y desarreglada cola de caballo, mientras que las barbas las llevaban sueltas. Todos tenían un tatuaje de color oscuro en forma de luna en la frente y vestían unas túnicas negras.
– Son gente con un aspecto de lo más desagradable -dijo Cato en voz baja, ya que por algún motivo no quería que lo oyeran los druídas-. Nunca he visto nada igual.
– Pues considérate afortunado, Romano -masculló Diomedes.
– ¿Afortunado? -Sí -respondió Diomedes entre dientes, y se volvió hacia el optio-. Afortunado. Afortunado por no tener a una escoria malvada y sanguinaria como ésta viviendo al margen de tu mundo, sin saber nunca cuándo pueden aparecer entre vosotros para sembrar el terror. Nunca me hubiera imaginado que tuvieran agallas para caer tan al interior del territorio de los atrebates. Nunca. Ahora todos los que vivían aquí están muertos, no queda ni un solo hombre, mujer o niño. Todos ellos han sido asesinados y arrojados a ese pozo. -Diomedes arrugó la frente y apretó los labios con fuerza un momento. Luego se puso en pie y se metió una mano en la capa-. No veo por qué tendría que permitirse que estos cabrones sigan con vida. Los indeseables como ellos no merecen otra cosa más que la muerte.
Aun reconociendo el hecho de que Diomedes había contribuido a la fundación del poblado y tenía familia entre aquella gente cuyos cuerpos se hallaban amontonados en el pozo, Cato se sintió desconcertado ante la escalofriante intensidad de sus palabras. El griego empezó a retirar el brazo de debajo de los pliegues de su capa y Cato, al darse cuenta de lo que pretendía hacer, levantó los brazos de forma instintiva para contener a Diomedes.
– ¡Buenos días! -exclamó una voz llena de alegría. Cato y Diomedes se volvieron y vieron al centurión Hortensio que se dirigía hacia ellos a grandes zancadas. Cato se irguió en posición de firmes y saludó; Diomedes frunció el ceño y lentamente retrocedió un paso del borde del hoyo. Hortensio se quedó de pie a su lado, miró a los Druidas y sonrió con satisfacción.
– ¡Un buen botín! La cohorte obtendrá una pequeña fortuna con lo que se recaude de vender a los prisioneros, y unas palmaditas en la espalda por parte del legado por haber capturado a estas bellezas. La lista de bajas es de las más reducidas que nunca he tenido después de un combate. Y ahora contamos con una mañana estupenda para marchar de vuelta a la legión. ¡Somos personas afortunadas, optio!
– Sí, señor. ¿Cuántos hombres hemos perdido al final?
– Tenemos cinco muertos, doce heridos y algunos rasguños.
– Los dioses nos han tratado bien, señor.
– Mejor que a otros -añadió Diomedes con voz queda.
– Bueno, sí, eso es cierto -asintió Hortensio-. De todos modos, ahora tenemos a estos hijos de puta. Eso pondrá fin a sus juegos.
– No, no lo hará, centurión. Hay muchos más Druidas y guerreros Durotriges rondando por nuestras fronteras, esperando para continuar con el «juego». Va a morir mucha más de esta gente antes de que vosotros, Romanos, aniquiléis finalmente a los Druidas.
Hortensio no hizo caso de aquel desaire. Las legiones sólo empezarían la campaña cuando fuera prudente hacerlo. Eso no iba a cambiar por más provocación enemiga que hubiera o por todos los ruegos de que Roma honrara la integridad de su alianza con los atrebates. Pero cuando llegara la hora de empuñar la espada contra los Durotriges y sus líderes Druidas no habría piedad, y las botas tachonadas de hierro de las legiones retumbarían en su avance por la nueva frontera del Imperio. Hortensio le sonrió con comprensión al griego y le puso una firme mano en el hombro.