– Diomedes, con el tiempo obtendrás tu venganza. -Podría vengarme ahora mismo… -Diomedes señaló a los Druidas con un movimiento de la cabeza y Cato entrevió un siniestro instinto asesino en la expresión del griego. Si el comandante de la cohorte le permitía salirse con la suya, Diomedes se cercioraría de que su venganza fuera lo más prolongada y dolorosa posible. Por un momento el recuerdo de lo que había visto en el pozo hizo que Cato se inclinara a apoyar la sed de sangrienta venganza de aquel hombre, pero entonces rechazó aquella posibilidad con indignación. Un terrible despertar de la conciencia de su propia identidad lo hizo temblar ante aquella voluntad de violencia que había descubierto en sí mismo.
Hortensio negó con la cabeza.
– No es posible, Diomedes. Los vamos a llevar ante el legado para ser interrogados.
– No hablarán. Créeme, centurión, no les sacarás nada.
– Tal vez. -Hortensio se encogió de hombros-. O tal vez no. En el cuartel general tenemos a algunos muchachos adiestrados en el arte de soltar lenguas.
– No conseguirán nada.
– No estés tan seguro.
– Ya te digo yo que no lo harán. Es mejor dar un castigo ejemplar a estos Druidas aquí y ahora. Matarlos, mutilarlos como ellos han mutilado a otros. Luego podemos dejar sus cabezas clavadas en unas estacas como advertencia a sus seguidores de lo que pueden esperar.
– Buena idea -asintió Hortensio-. Puede que eso desanimara a sus amigos, pero no podemos hacerlo. Tengo órdenes con respecto a estos tipos. Todos los Druidas que caigan en nuestras manos tienen que ser llevados de vuelta para su interrogatorio. El legado los necesita en buenas condiciones si tiene intención de cambiarlos por esa familia Romana que los Druidas han apresado. Lo siento, pero así son las cosas.
Diomedes se acercó más al centurión. Hortensio arqueó las cejas sorprendido pero no hizo ningún movimiento ni retrocedió ante la feroz expresión de aquel rostro que en aquellos momentos se encontraba a pocos centímetros del suyo.
– Déjame que los mate -dijo Diomedes en voz baja y con los dientes apretados-. No soporto vivir viendo que estos monstruos siguen respirando. Deben morir, centurión. Debo hacerlo.
– No. Sé buen chico y cálmate. Cato observó cómo Diomedes fulminaba con la mirada el rostro del centurión, los labios le temblaban mientras trataba de controlar su ira y frustración. Hortensio, en cambio, le devolvió con calma la mirada sin atisbo de emoción alguna en su expresión.
– Espero que no vivas para lamentar tu decisión, centurión.
– Estoy seguro de que no voy a hacerlo. Los labios de Diomedes se movieron para esbozar una débil sonrisa.
– Una ambigua elección de palabras. Esperemos que los dioses no se vean tentados por tu despreocupación.
– Los dioses harán lo que les venga en gana. -El centurión Hortensio se encogió de hombros y luego se volvió hacia Cato-.
Vuelve a tu centuria. Dile a Macro que prepare a sus hombres para iniciar la marcha lo antes posible.
– ¿Después del desayuno, señor? Hortensio le clavó un dedo en el pecho a Cato.
– ¿Dije yo algo del jodido desayuno? ¿Eh, lo hice?
– No, señor.
– Bien. Nunca interrumpas a un oficial antes de que termine de dar las órdenes. -Hortensio habló con el tono bajo y amenazador de un instructor y siguió golpeando con el dedo para enfatizar lo que decía-. Vuelve a hacerlo y usaré tus malditas pelotas de pisapapeles. ¿Lo has entendido?
– Sí, señor. -Perfecto. Pues bien, quiero a la cohorte formada en el exterior de la puerta en cuanto el sol haya salido del todo.
– ¡Sí, señor! -Cato saludó, se dio la vuelta y se alejó al trote. Miró una vez hacia atrás y vio que Hortensio mantenía una última y queda conversación con Diomedes.
– ¡Hombre, optio! -Fígulo sonrió al tiempo que se levantaba.
A sus pies una fina nube de humo se elevaba en suaves espirales en el gélido aire de la mañana-. El fuego está bien. Aunque no ha sido fácil.
– Déjalo -contestó Cato con brusquedad-. Nos vamos.
– ¿Y qué pasa con el desayuno? Por un instante Cato estuvo muy tentado de echarle a Fígulo la misma bronca que él acababa de recibir por parte de Hortensio. Pero hubiera sido una grosería y, contra todo pronóstico, el legionario se las había arreglado para encender el fuego.
– Lo siento, Fígulo. No hay desayuno. Apaga el fuego y prepárate para ponerte en camino.
– ¿Que apague el fuego? -el rostro de Fígulo adquirió esa afligida expresión normalmente asociada con la muerte de una apreciada mascota familiar-. ¿Que apague mi fuego?
Cato suspiró y rápidamente utilizó el lado de su bota para rascar un montoncito de nieve del suelo y echarlo sobre las apiladas ramitas en llamas. Con una bocanada de humo y un silbido, la diminuta hoguera se extinguió.
– Ya está. Y ahora en marcha, soldado. Macro se acababa de despertar cuando Cato volvió al lugar donde se había alojado la sexta centuria. Movió la cabeza como respuesta a las órdenes y luego estiró los hombros con un profundo gruñido antes de darse la vuelta y bramarles a sus hombres:
– ¡Arriba, bastardos haraganes! ¡En pie! ¡Nos vamos! Un suave coro de lamentos y quejas recorrió las ruinas.
– ¿Y qué hay del desayuno? -saltó alguien.
– ¿Desayuno? El desayuno es para los perdedores -replicó Macro con irritación-. ¡Y ahora, moveos!
Mientras los soldados se levantaban y se colocaban cansinamente la armadura, Macro dio una vuelta por ahí pisando fuerte y asestando puntapiés de ánimo a aquellos cuya lentitud era más evidente. Cato fue a buscar a toda prisa su arnés de marcha. En cuanto su plato de hojalata y el resto del equipo de campaña estuvieron bien sujetos al correaje, Cato se puso como pudo el chaleco de malla y se estaba atando el talabarte de la espada cuando un soldado de una de las otras centurias llegó a todo correr.
– ¿Dónde está Macro? -dijo jadeando. -El centurión Macro está ahí -Cato señaló hacia los restos de un muro y el mensajero empezó a moverse.
– ¡Espera! -le gritó Cato. Le enojaba la forma en que algunos de los hombres de las demás centurias permitían que el resentimiento que sentían por su juventud anulara el respeto que se merecía su rango.
El hombre se detuvo y de mala gana se dio la vuelta de cara al optio y se puso firmes.
– Eso está mejor -asintió Cato-. La próxima vez que hables conmigo te diriges a mí como optio o señor. ¿Entendido?
– Sí, optio. -Muy bien. Puedes seguir con lo tuyo. El soldado desapareció por el extremo del muro y Cato continuó poniéndose el equipo. Momentos después el mensajero reapareció, dirigiéndose de nuevo hacia la puerta, y entonces llegó Macro en busca de su subordinado.
– ¿Qué ocurre, señor?
– Se trata de ese maldito idiota de Diomedes. Se ha largado.
Cato sonrió ante la aparente estupidez de la afirmación. ¿Adónde iba a ir el griego? Y lo que era aún más importante, ¿por qué iba a escapar de la seguridad de la cohorte?
– Y eso no es todo -continuó diciendo Macro con una adusta expresión en el rostro-. Dejó sin sentido a uno de los muchachos que vigilaban a los Druidas y luego los destripó antes de desaparecer.
CAPÍTULO XIV
– ¡Hum! No es una visión agradable -dijo el centurión Hortensio entre dientes-. Diomedes hizo un trabajo muy concienzudo.
A los Druidas les habían apartado las túnicas de un tirón y los habían rajado salvajemente desde las costillas hasta la entrepierna. junto a cada uno de ellos había una maraña de brillantes tripas y vísceras en un charco de sangre. Con una basca convulsiva, a Cato le subió el vómito por la garganta y se atragantó con su sabor agrio. Se dio la vuelta en tanto que Hortensio empezaba a dar instrucciones a los demás centuriones.
– No hay ni rastro del griego. Es una lástima. -Hortensio arrugó la frente, furioso-. Ardo en deseos de emprenderla con él a patadas hasta que cambie de color siete veces. Nadie mata a mis prisioneros a menos que me los haya comprado primero.