Los demás oficiales asintieron con un gruñido. Los prisioneros que iban a ser vendidos como esclavos se conseguían a costa de un gran riesgo personal, y eso ocurría demasiado poco frecuentemente como para que se perdieran de esa manera, incluso aunque se tratara de una cuestión de venganza. Si Diomedes reaparecía, Hortensio se aseguraría de exigir una compensación.
Alzó una mano para acallar las enojadas voces de fondo.
– Nos dirigiremos de vuelta a la legión con los demás prisioneros. Son muchos para mandarlos con una escolta, la cohorte se resentiría demasiado. Y sin el griego para que hable por nosotros, dudo que seamos muy bien recibidos en las otras aldeas atrebates que se supone tenemos que visitar. De modo que regresaremos inmediatamente.
Eso suponía incumplir las órdenes, pero la situación lo merecía y macro movió la- cabeza en señal de aprobación.
– Vamos a ver -continuó diciendo Hortensio-. Unos cuantos de esos cabrones hijos de puta y sus monturas lograron escabullirse y podéis estar seguros de que regresarán con sus amiguitos echando leches. El poblado fortificado Durotrige más próximo se encuentra a más de un día a caballo. Si van a movilizar a un ejército para que nos siga, al menos hasta dentro de dos días no tendríamos que verlo. Aprovechemos al máximo esta ventaja. Que vuestros hombres marchen con brío, tenemos que alejarnos lo más posible de este lugar antes de que anochezca. ¿Alguna pregunta?
– ¿Y los cadáveres, señor? -¿Qué pasa con ellos, Macro? -¿Los vamos a dejar ahí y ya está? -Los Durotriges pueden ocuparse de los suyos. Yo me he encargado de nuestros muertos y de los habitantes del pueblo. El escuadrón de caballería tiene instrucciones de poner a nuestros hombres en el pozo con los lugareños y llenarlo de tierra antes de seguirnos. Es lo mejor que podemos hacer. No hay tiempo para piras funerarias. Además, creo que los habitantes de aquí prefieren el entierro.
Los Romanos se estremecieron con desagrado ante la idea de someter a los muertos a una descomposición gradual. Era una de las prácticas más desagradables que empleaban las naciones menos civilizadas del mundo. La incineración era un pulcro y limpio final para la existencia corpórea.
– Volved a vuestras unidades. Nos vamos enseguida.
El sol dibujaba una suave parábola en un cielo despejado el segundo día de marcha de la cohorte de vuelta a la segunda legión. Habían pasado la noche anterior en un campamento de marcha levantado a toda prisa y, a pesar del extenuante esfuerzo de romper el suelo helado para hacer la zanja y el terraplén, el frío y el temor al enemigo privaron del sueño a los hombres de la cohorte. Desde que despuntaba el día Hortensio no permitía que se realizara ninguna parada para descansar y no les quitaba los ojos de encima a los soldados. Cualquier legionario que diera muestras de aflojar el paso recibía una sonora bronca, acompañada de su sarmiento de vid blandido a troche y moche cuando era necesario dar un poco más de ánimo. Aunque el aire era frío y la nieve se había compactado en forma de hielo bajo sus pies, los soldados pronto empezaron a sudar bajo la carga de sus arneses con el equipo. Los prisioneros Britanos, si bien iban encadenados, no llevaban nada a cuestas, lo cual les favorecía. Uno de ellos, que estaba herido en las piernas, se había dejado caer al suelo abandonando la columna hacia el final del primer día. Hortensio se quedó de pie junto a él y arremetió contra el Britano con su sarmiento de vid, pero el hombre se limitó a hacerse un ovillo para protegerse y no se levantaba. Hortensio movió la cabeza con aire grave, clavó el sarmiento en el suelo y con un solo movimiento amplio desenvainó la espada y le cortó el cuello al Britano. Dejaron el cadáver junto al camino y la columna siguió avanzando. Desde entonces ningún otro prisionero se había separado de la línea.
Sin períodos de descanso que permitieran aliviar la presión de las duras barras del arnés sobre los hombros de los soldados, la marcha se estaba convirtiendo en un suplicio. En las filas los soldados se quejaban de sus oficiales en voz baja y cada vez con más resentimiento mientras se obligaban a poner un pie delante del otro. No eran muchos los que habían dormido desde la noche anterior al ataque contra los Durotriges. A primera hora de la tarde del segundo día, cuando el sol empezaba a descender hacia el borroso gris del horizonte invernal, Cato se preguntó si podría resistir mucho más aquella presión. La carga le había rozado la clavícula hasta dejársela en carne viva, los ojos le escocían a causa de la fatiga y a cada paso que daba unas punzadas de dolor le subían desde las plantas de los pies.
Cuando miró al resto de la centuria, Cato vio las mismas expresiones crispadas grabadas en todos los rostros. Y cuando el centurión Hortensio diera la orden de detener la marcha al final de la tarde, los soldados tendrían que empezar con el agotador trabajo de preparar un campamento de marcha. La perspectiva de tener que emprenderla con el suelo helado a golpes de pico aterraba a Cato. Al igual que en muchas otras ocasiones, se maldijo por estar en el ejército y su imaginación se concentraba en las relativas comodidades de las que había disfrutado anteriormente en su condición de esclavo en el palacio imperial de Roma.
En el preciso momento en que se rindió a la necesidad de cerrar los ojos y saborear la imagen de un pequeño y ordenado escritorio junto al cálido y parpadeante resplandor de un brasero, un inesperado grito devolvió a Cato a la realidad. Figulo había tropezado y se había caído y trataba de recuperar rápidamente su equipo desparramado. Contento de tener un motivo para abandonar la columna, Cato dejó su mochila en el suelo y ayudó a Fígulo a ponerse en pie.
– Recoge tus cosas y vuelve a alinearte.
Fígulo asintió con la cabeza y alargó la mano para coger su arnés.
– ¡Madre mía! ¿Qué diablos está pasando aquí? -gritó Hortensio al tiempo que bajaba corriendo junto a la columna hacia los dos soldados-. ¡No se les paga por horas, jovencitas! Optio, ¿es uno de los tuyos?
– Sí, señor. -Entonces, ¿por qué no le estás dando unas cuantas patadas bien dadas?
– ¿Señor? -Cato se sonrojó-. ¿Patadas? -Dirigió la mirada más arriba de la columna, hacia Macro, con la esperanza de recibir apoyo por parte de su centurión. Pero Macro poseía la veteranía suficiente como para saber cuándo no debía intervenir en una confrontación y ni siquiera miró hacia atrás.
– ¿Eres sordo además de mudo? -le rugió Hortensio muy cerca de su cara-. En mi cohorte sólo se permite romper filas a los soldados muertos, ¿comprendido? ¡Cualquier otro desgraciado que lo intente deseará estar jodidamente muerto! ¿Entiendes?
– Sí, señor. A un lado, Fígulo continuaba enganchando tan rápidamente como podía su equipo al arnés. El centurión superior giró sobre sus talones.
– ¿He dicho yo que pudieras moverte?
Fígulo sacudió la cabeza en señal de negación y al instante el bastón de vid del centurión superior se alzó contra el legionario y chocó contra un lado de su casco con un fuerte sonido metálico.
– ¡No te oigo! Tienes una maldita boca. ¡Utilízala!
– Sí, señor -respondió bruscamente Fígulo con los dientes apretados para protegerse contra el doloroso zumbido en su cabeza. Soltó el equipo y se cuadró-. No, señor. No dijo que pudiera moverme.
– ¡Bien! Ahora recoge el escudo y la jabalina. Deja el resto. La próxima vez te lo pensarás dos veces antes de tirar el equipo.
A Fígulo le hirvió la sangre a causa de la injusticia de la orden. Le iba a costar varios meses de paga reemplazar el equipo.
– Pero, señor. Estaba cansado, no pude evitarlo.
– ¡No pudiste evitarlo! -gritó Hortensio- ¿No pudiste evitarlo? ¡sí QUE PUEDES EVITARLO, MALDITA SEA! Como digas una palabra Más te cortaré los ligamentos de la corva y te dejaré aquí para que te encuentren los Druidas. ¡Ahora vuelve a la formación!