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– ¡Dejad paso ahí! ¡Dejad paso! -gritó Cato al tiempo que avanzaba a empujones hacia el frente. Vio una abertura en la barricada, a no mucha distancia de donde se encontraba-. ¡Pegaos a mí! ¡Cuando el centurión dé la orden pasaremos todos juntos al otro lado!

Los legionarios se agruparon a ambos lados de su optio y juntaron los escudos para que el enemigo tuviera pocas probabilidades de alcanzarlos mientras se abrían paso hacia el otro lado. Entonces aguardaron, con las espadas preparadas y aguzando el oído a la espera de oír la orden de Macro por encima de los gritos de guerra y los alaridos de los Durotriges.

– ¡Sexta centuria! -A Cato le dio la impresión de que el centurión estaba muy lejos-. ¡Adelante!

– ¡Ahora! -gritó Cato-. ¡No os separéis de mí! Empujando un poco su escudo para absorber cualquier posible impacto, Cato inició la marcha asegurándose de que los demás no se separaran y conservaran la integridad de la pared de escudos. Aunque se habían quitado las ramas más grandes, el suelo estaba lleno de restos retorcidos de madera y cada paso debía darse con cuidado. En cuanto los Durotriges se percataron de la ofensiva Romana, sus gritos alcanzaron un nuevo tono de furia y se lanzaron contra los legionarios. Cato notó que alguien chocaba con su escudo y rápidamente clavó la espada, sintiendo que había herido de forma superficial a su enemigo antes de retirar la hoja a toda prisa y prepararse para asestar el próximo golpe. En ambos flancos y en la parte de atrás, los soldados de la centuria se abrían paso entre la oscura concentración de Britanos que había al otro lado de la barricada.

Estaba claro que los Druidas confiaban en que las descargas de las hondas y la barricada detendrían el avance de los Romanos, y habían guarnecido esta última con su infantería ligera en tanto que lo que quedaba de su infantería pesada atacaba la retaguardia del cuadro Romano. A los bien acorazados legionarios no les costó mucho abrir brechas en las filas enemigas y, a medida que más soldados iban atravesando la barricada, se fueron desplegando a ambos lados. Los ligeramente armados Durotriges se vieron totalmente superados. Ni siquiera su temeraria valentía podía hacer nada para alterar el resultado de aquel enfrentamiento. Al cabo de poco tiempo, las centurias que iban en cabeza del cuadro Romano habían formado una línea continua al otro lado de la barricada destrozada.

Los Britanos ya se habían enfrentado en otra ocasión a la implacable máquina de matar Romana y una vez más rompieron filas ante ella y se alejaron en tropel para ocultarse en la oscuridad de la noche. Mientras observaba cómo huían, Cato bajó la espada y se dio cuenta de que estaba temblando. Ya no sabía si era de miedo o de agotamiento. Era extraño pero tenía la mano que manejaba la espada tan apretada alrededor de la empuñadura que le dolía de una manera casi insoportable. No obstante, necesitó toda la fuerza de voluntad que pudo reunir para hacer que su mano se aflojara. Entonces, tuvo más conciencia de lo que le rodeaba y vio la línea de cuerpos que yacían a lo largo de toda la barricada, muchos de ellos aún retorciéndose y gritando a causa de las heridas.

– ¡Primera y sexta centurias! -vociferaba Hortensio-. ¡Seguid adelante! ¡Avanzad cien pasos y deteneos!

La línea Romana avanzó y lentamente las centurias de los flancos y las carretas de suministros se deslizaron por los huecos y volvieron a ocupar sus puestos en la formación de cuadro, llevando con ellos a los prisioneros supervivientes. Sólo permanecieron al otro lado de la barricada las dos centurias de retaguardia que poco a poco iban cediendo terreno bajo la arremetida de los mejores guerreros Durotriges. Mientras su centuria estaba detenida, Macro ordenó a Cato que realizara un rápido recuento de sus efectivos.

– ¿Y bien? -Si no me equivoco hemos perdido a catorce, señor. -De acuerdo. -Macro movió la cabeza en señal de satisfacción. Había temido que las bajas fueran más numerosas-. Ve e informa de ello al centurión Hortensio.

– Sí, señor. Hortensio no fue difícil de localizar; un torrente de órdenes y gritos de ánimo se oía por encima de los sonidos de la batalla, aunque entonces la voz tenía la aspereza del agotamiento extremo. Hortensio escuchó el informe de efectivos e hizo un rápido cálculo mental.

– Eso quiere decir que tenemos más de cincuenta bajas, y todavía quedan por contar las cohortes de retaguardia. ¿Cuánto crees que falta para que amanezca?

Cato se obligó a concentrarse.

– Calculo que unas cuatro o quizá cinco horas.

– Demasiado tiempo. Vamos a necesitar a todos y cada uno de los hombres de la formación. No puedo prescindir de más soldados para utilizarlos de guardianes… -El centurión superior se dio cuenta de que no tenía alternativa-. Vamos a tener que perder a los prisioneros -dijo con una amargura inequívoca. -¿Señor?

– Vuelve con Macro. Dile que reúna a algunos hombres y que mate a los prisioneros. Que se cerciore de que se dejan los cadáveres junto a los Britanos que acabamos de matar al otro lado de la barricada. No tiene sentido proporcionarle al enemigo mas motivos de queja. ¿A qué estás esperando? ¡Vete!

Cato saludó y regresó corriendo a su centuria. Unas náuseas le subieron de la boca del estómago cuando pasó junto a las figuras arrodilladas de los prisioneros. Se maldijo por ser un débil idiota sentimental. ¿Acaso aquellos mismos hombres no habían matado a todos sus prisioneros? Y no tan sólo los habían matado, sino que además los habían torturado, violado y mutilado. La imagen del rostro del niño de rubísimos cabellos que miraba inerte desde el montón de cadáveres del pozo empezó a girar ante sus ojos, de los que brotaron unas amargas lágrimas de confusa ira al tiempo que lo invadía un sentimiento de injusticia. Por mucho que hubiera deseado la muerte de todos y cada uno de los Durotriges, llegado el momento de matar a esos prisioneros una extraña reserva de moralidad hacía que le pareciera mal.

Macro también vaciló al oír la orden.

– ¿Matar a los prisioneros?

– Sí, señor. Ahora mismo.

– Entiendo. -Macro estudió la ensombrecida expresión del joven optio y tomó una rápida decisión-. Pues ya me encargo yo. Tú quédate aquí. Mantén a los hombres formados y dispuestos, no vaya a ser que a esos tipos se les meta en sus cabezotas britanas volver a atacar.

Cato clavó la mirada en la nieve revuelta que se extendía por delante de la cohorte. Aun cuando los gritos y chillidos lastimeros se alzaron desde una corta distancia a sus espaldas, se negó a darse la vuelta e hizo ver que no los oía.

– ¡La vista al frente! -les bramó a los hombres más próximos a él, que se habían vuelto para ver de dónde provenía aquel horrible alboroto.

Finalmente éste se fue apagando y los últimos gritos quedaron ahogados por los sonidos del combate que tenía lugar en la retaguardia de la formación. Cato aguardó nuevas órdenes, entumecido a causa del frío, y el agotamiento, abrumado su espíritu por el acto sangriento que el centurión Hortensio había mandado llevar a cabo. No importaba lo mucho que intentara justificar la ejecución de los prisioneros en términos de la supervivencia de la cohorte, o del bien merecido castigo por la masacre de los atrebates habitantes de Noviomago: no le parecía bien matar a sus cautivos a sangre fría.

Macro se abrió paso lentamente entre sus hombres para volver a ocupar su puesto en la primera fila de su centuria.

Se situó al lado de Cato, con una expresión adusta en el rostro y en silencio. Cato miró a su superior, un hombre al que había llegado a conocer bien durante el último año y medio. Enseguida había aprendido a respetar a Macro por sus cualidades como soldado y, lo que era más importante, por su integridad como ser humano. Si bien dudaría en llamar amigo al centurión directamente, sí que entre ellos se había creado una cierta intimidad. No exactamente como la del padre y el hijo, sino más bien como la que podía darse entre un hermano bastante mayor y de mucho mundo y su hermano menor. Macro, Cato lo sabía, sentía por él cierto orgullo y se alegraba de sus logros.