Para Cato, Macro personificaba todas aquellas cualidades a las que él aspiraba. El centurión vivía a gusto consigo mismo. Era soldado hasta la médula y no tenía otra ambición en la vida. El tortuoso auto análisis que Cato se infligía a sí mismo no iba con él. Las actividades intelectuales que le habían animado a ser indulgente consigo mismo cuando lo educaron como miembro del servicio imperial no servían de preparación para la vida en las legiones. No servían de preparación en absoluto. El noble idealismo que Virgilio prodigaba en su visión del destino de Roma como civilizadora del mundo no guardaba relación con el terror manifiesto del combate de aquella noche, ni con el sangriento horror de la necesidad militar que había obligado a matar a los prisioneros.
– Estas cosas pasan, muchacho -dijo Macro entre dientes-. Estas cosas pasan. Hacemos lo que tenemos que hacer para ganar. Hacemos lo que debemos hacer para ver la luz al día siguiente. Pero eso no lo hace más fácil.
Cato observó durante un momento a su centurión antes de asentir sombríamente con un movimiento de cabeza.
– ¡Cohorte! -bramó Hortensio desde la retaguardia de la formación-. ¡Adelante!
Las últimas centurias habían atravesado la barricada y habían vuelto a formar al otro lado sin dejar de rechazar el asalto, cada vez más desesperado, de la infantería pesada de los Durotriges. Pero en cuanto quedó claro que el intento de atrapar y destruir a la cohorte había fallado, la lucha de los Durotriges decayó de ese modo extraño e indefinible con el que un sentimiento análogo se extiende en una multitud. Con cautela, se separaron de los Romanos y simplemente se quedaron quietos en silencio mientras la cohorte se alejaba de ellos marchando lentamente. Las desafiantes líneas de los legionarios permanecían intactas y habían dejado un rastro de cadáveres nativos a su paso. Pero la noche estaba lejos de terminarse. Aún quedaban largas horas antes de que el alba extendiera sus primeros y débiles dedos por encima del horizonte. Las suficientes para ajustar cuentas con los Romanos.
La cohorte siguió adelante en la oscuridad, con la formación de cuadro bien compactada alrededor de los carros de suministros que cargaban con las bajas. Los gemidos y gritos de los heridos coreaban cualquier sacudida y les crispaban los nervios a los compañeros que aún estaban en condiciones de marchar. Éstos aguzaban el oído, atentos a cualquier señal de que el enemigo se acercaba, y maldecían a los heridos y el chirrido y estruendo de las ruedas de las carretas. Los Durotriges continuaban ahí, siguiendo a la cohorte. Los disparos de honda salían zumbando de la oscuridad y la mayoría de ellos repiqueteaba contra los escudos, pero a veces daban en el blanco e iban reduciendo los efectivos de la cohorte uno a uno. Las filas se cerraban y la formación iba mermando paulatinamente a medida que transcurría la noche. Las hondas no eran el único peligro. Los carros de guerra que la cohorte había visto por última vez antes de anochecer avanzaban entonces con gran estruendo por las laderas y de vez en cuando se abalanzaban contra los legionarios profiriendo unos gritos de guerra que helaban la sangre. Luego, en el último momento, viraban y se alejaban, después de haber arrojado sus lanzas contra las filas Romanas. Algunas de ellas causaron entre los legionarios unas heridas aún más terribles que las de los proyectiles de honda.
Mientras duró todo aquello el centurión Hortensio siguió dando órdenes a gritos y amenazaba con terribles castigos a aquellos a los que motivaba más el miedo, en tanto que animaba al resto. Cuando los Durotriges les lanzaban improperios desde la oscuridad, Hortensio les respondía a un volumen propio de un campo de desfiles.
Por fin el cielo empezó a iluminarse por el este y lentamente fue adquiriendo una pálida luminiscencia hasta que no quedó ninguna duda de la proximidad del alba. A Cato le dio la sensación de que la mañana era atraída al horizonte casi únicamente por la fuerza de voluntad de los legionarios en tanto que todos y cada uno de los soldados miraba con ansia hacia la luz creciente. Poco a poco la oscura geografía que los rodeaba se descompuso en tenues sombras grisáceas y los Romanos al fin pudieron ver de nuevo al enemigo, unas débiles figuras que se extendían a ambos flancos y que seguían de cerca a la cohorte mientras ésta continuaba avanzando como podía, agotada y maltrecha pero aún intacta y dispuesta a reunir fuerzas suficientes para resistir un último ataque.
Más adelante el terreno se elevaba suavemente formando una loma baja, y cuando las primeras filas de la centuria llegaron a la cima Cato levantó la mirada y vio, a no más de tres millas de distancia, el bien definido contorno de los terraplenes del campamento fortificado de la segunda legión. Por encima de la fina y oscura línea de la empalizada pendía una nube de humo de leña de un sucio color castaño y Cato se dio cuenta de lo hambriento que estaba.
– ¡Ya falta poco, muchachos! -exclamó Macro-. ¡Llegaremos a tiempo para el desayuno!
Pero en el preciso momento en que el centurión hablaba, Cato vio que los Durotriges se estaban concentrando para realizar otro ataque. Un último intento de destruir al enemigo que durante toda la noche se las había arreglado para evitar su destrucción. Un último esfuerzo para vengarse de forma sangrienta de sus compañeros, cuyos cuerpos yacían desparramados a lo largo de la línea de marcha de la cuarta cohorte.
CAPÍTULO XVI
– ¿Ayer por la tarde, dices? -Vespasiano arqueó las cejas cuando el decurión de caballería terminó su informe.
– Sí, señor -respondió el decurión-. Aunque ya más bien era de noche que por la tarde, señor.
– ¿Y cómo es que no habéis regresado a la legión hasta el amanecer?
El decurión bajó la mirada y parpadeó un instante.
– Al principio nos íbamos topando con ellos continuamente, señor. Daba la impresión de que estaban por todas partes, jinetes, cuadrigas, infantería… de todo. De modo que dimos la vuelta, retrocedimos y efectuamos un rodeo durante la noche. Al cabo de un rato me di cuenta de que me había perdido y tuve que modificar el rumbo. Antes del amanecer ya estábamos de camino al oeste, señor. Tardamos un poco en divisar Calleva. Entonces vinimos lo más rápido que pudimos, señor.
– Entiendo. -Vespasiano escudriñó la expresión del decurión buscando alguna señal de malicia. No toleraría que ningún oficial antepusiera su seguridad personal a la de sus compañeros. Cubierto de barro y al parecer agotado, el decurión se cuadró con toda la dignidad de la que fue capaz. Hubo un tenso silencio mientras Vespasiano lo miraba fijamente. Al final, dijo-: ¿Con cuántos efectivos contaban los Durotriges?
Se alegró al ver que el decurión hacía una pausa para considerar su respuesta, en vez de tratar de complacer de forma impulsiva a su legado con un cálculo apresurado.
– Dos mil… dos mil quinientos tal vez, pero no más, señor. Quizás una cuarta parte fuera infantería pesada. El resto eran tropas ligeras, algunas de ellas armadas con hondas, y había unos treinta carros de guerra. Eso es todo lo que vi, señor. Podrían haberse añadido más durante la noche.
– Lo sabremos muy pronto. -Vespasiano hizo un gesto con la cabeza para señalar la entrada de la tienda--. Tú y tus hombres podéis retiraros. Que coman y descansen.
El decurión saludó, se dio la vuelta rápidamente y se alejó del escritorio del legado. A sus espaldas, Vespasiano llamó con un grito al oficial de Estado Mayor que estaba de servicio. Al cabo de un instante uno de los tribunos subalternos, uno de los hijos menores del clan de los Camilos (mucha túnica ricamente adornada y poco cerebro) irrumpió en la tienda apartando al decurión al pasar.
– ¡Tribuno! -rugió Vespasiano. Tanto el decurión como el tribuno se estremecieron-. ¡Te agradecería que no trataras a tus compañeros oficiales con tanta descortesía!