Vespasiano dejó que su esclavo personal diera un último pellizco a la cinta roja atada en su coraza y luego se dio la vuelta para salir del campamento y ocupar su puesto al frente de la columna. Antes de que cruzara la puerta, un grito agudo que venía de lo alto de la torre de vigilancia hizo que se detuviera a mitad de una zancada.
– ¡Se acercan unos jinetes por el nordeste! -¿Y ahora qué pasa? -rezongó Vespasiano al tiempo que se propinaba una airada palmada en el muslo. A través de la puerta vio a las tres cohortes que aguardaban para ir a ayudar a sus compañeros. Pero no podía dejar la legión hasta no haber aclarado si el campamento estaba amenazado por otro frente. Al mismo tiempo, cualquier retraso en la misión de ayuda a la cuarta cohorte costaría vidas. La columna de refuerzo tenía que ponerse en camino enseguida. Y puesto que él tenía que investigar lo que se había divisado por el nordeste, haría falta otro comandante. Levantó la vista hacia la atalaya. -¡Prefecto!
Un rostro, oscuro en contraste con el cielo, apareció por encima de la empalizada.
– ¿Sí, señor? -Toma el mando aquí.
Después de atravesar el campamento a todo correr y trepado a la torre de vigilancia de la puerta norte, Vespasiano ya volvía a estar absolutamente sin resuello. Al tiempo que se agarraba al antepecho y respiraba profundamente, echó un último vistazo a la columna de refuerzo que avanzaba serpenteando por la ondulada campiña hacia la oscura concentración de diminutas figuras que constituían la cuarta cohorte. Se podía confiar en Sexto para que se encargara de que la operación de rescate se llevara a cabo con el menor número de víctimas posible. Por regla general, los prefectos de campamento hacía tiempo que habían dejado atrás el desagradable (y peligroso) afán de gloria de algunos de los oficiales subalternos. A decir verdad, los hombres de la columna de refuerzo probablemente estuvieran más seguros con Sexto al mando que bajo sus propias órdenes. Esa idea no contribuyó demasiado a mitigar la frustración que había sentido al tener que transferir el mando al prefecto del campamento.
En cuanto se le normalizó la respiración, Vespasiano se dio la vuelta y se acercó al centinela que vigilaba el norte.
– Veamos, ¿dónde están esos malditos jinetes? -Ahora mismo no los veo, señor -respondió el centinela con nerviosismo porque no quería que su legado sospechara que podría ser una falsa alarma. Continuó hablando rápidamente-. Descendieron por esa hondonada de ahí, señor. Hace tan sólo un instante. Deberían volver a aparecer en cualquier momento, señor.
Vespasiano miró en la dirección indicada, un valle poco profundo que se extendía paralelo al campamento a apenas una milla de distancia. Pero la única señal de vida era una fina voluta de humo que surgía de un pequeño grupo de chozas de techo de paja. Esperaron en silencio y el centinela se iba poniendo cada vez más nervioso, deseando con todas sus fuerzas que reaparecieran los jinetes.
– ¿A cuántos viste?
– A unos treinta más o menos, señor. -¿De los nuestros? -Estaban demasiado lejos para asegurarlo, señor. Podría ser que llevaran capas rojas.
– ¿Podría ser? -Vespasiano miró al centinela, un hombre mayor que debía de haber servido bastantes años con las águilas. Sin duda los suficientes para saber que un centinela sólo debía informar de los detalles cuando estuviera seguro de ellos. El legionario se puso tenso bajo la mirada del legado y fue lo bastante astuto como para abstenerse de hacer ningún otro comentario. En su interior, Vespasiano estaba furioso por haber tenido que acudir a la torre de vigilancia. Si hubiera sabido antes cuántos eran los jinetes que se acercaban, podría haber dejado que Sexto se ocupara del asunto. Bueno, ya era demasiado tarde, reflexionó, y sería de mala educación desquitarse con aquel nervioso centinela. Mejor sería mantener un aire de imperturbabilidad y mejorar la imagen de comandante impasible que les ofrecía a los hombres de su legión.
– ¡Mire, señor! -El centinela señaló con la mano por encima de la empalizada.
Una fila de cascos con penacho subía cabeceando por la ladera del valle. Por encima de ellos ondeaba un banderín de color púrpura.
– ¡Es el general en persona! -exclamó el centinela con un silbido.
Vespasiano se acongojó. De modo que el general había recibido su mensaje. Entonces ya sabía que su familia corría un grave peligro. Vespasiano se acordó de su propia mujer embarazada y de su hijo pequeño y comprendió a su general. Pero la compasión no disipó su temor sobre el estado de ánimo de su superior.
De pronto Vespasiano fue consciente de que el centinela lo observaba.
– ¿Qué pasa, soldado? ¿No has visto nunca a un general? El centinela se sonrojó pero, antes de que pudiera responder, Vespasiano le ordenó que bajara a avisar al centurión de servicio de la llegada del general Plautio. Las habituales formalidades que se le debían a un general al mando tendrían que organizarse a toda prisa. Vespasiano se quedó en la atalaya hasta que regresó el centinela, observando la columna que se acercaba a medio galope a la puerta norte. La guardia montada del general iba delante, seguida por el mismo Plautio y un puñado de oficiales del Estado Mayor. Con ellos cabalgaban dos figuras encapuchadas y detrás venía la sección de retaguardia, que avanzaba escoltando a cinco Druidas que iban atados a sus monturas.
A medida que se aproximaban, Vespasiano pudo distinguir la espuma en las ijadas de los caballos; era evidente que a las bestias las habían llevado al límite de su resistencia a causa del deseo del general de llegar a la segunda legión con la máxima prontitud.
Vespasiano descendió rápidamente de la torre y ocupó su puesto al final de la guardia de honor formada a ambos lados de la entrada. Daría buena impresión si recibía al general en persona. El golpeteo de los cascos ya era perfectamente audible y Vespasiano le hizo un gesto con la cabeza al centurión al mando de la guardia de honor. -¡Abrid las puertas! -gritó el centurión. La tranca fue retirada y luego, con un intenso crujido, se tiró de las puertas para abrirlas lo máximo posible. Se hizo en el momento justo, puesto que al cabo de unos instantes el primer miembro de la guardia personal del general frenó su caballo a un lado de la entrada y esperó a que Plautio entrara primero al campamento. El general, seguido por los miembros de su Estado Mayor, puso el caballo al paso mientras el centurión de la guardia bramaba sus órdenes.
– ¡Guardia de honor… presenten armas! Los legionarios empujaron las jabalinas hacia delante, inclinadas, y el general respondió con un saludo en dirección a las tiendas de mando donde se habían depositado los estandartes de la segunda legión en un santuario provisional. Plautio se detuvo junto a Vespasiano y desmontó.
– ¡Me alegro de verlo, general! -sonrió Vespasiano.
– Vespasiano. -Plautio lo saludó con una breve inclinación de la cabeza-. Tenemos que hablar, enseguida.
– Sí, señor.
– Pero antes, por favor, ocúpate de que mi escolta… y mis compañeros -señaló a los oficiales de Estado Mayor y a las dos figuras encapuchadas-, ocúpate de que estén cómodos, en algún lugar tranquilo. Los Druidas se pueden dejar atados con los caballos.
– Sí, señor. -El legado le hizo una señal con la mano al centurión de guardia para que se acercara y le pasó las instrucciones. Los caballos, reventados por el esfuerzo al que habían sido sometidos, resoplaban, ensanchando los ollares con cada respiración profunda.