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Había sido un invierno especialmente riguroso y los legionarios, encerrados en su campamento y obligados a arreglárselas con una monótona dieta a base de cebada y guisos hechos con las verduras de la estación, estaban inquietos. Sobre todo desde que el general les había adelantado una parte de la donación que el emperador Claudio entregó al ejército. Dicha bonificación se concedió para celebrar la derrota del comandante Britano, Carataco, y la caída de su capital en Camuloduno. Los habitantes de la ciudad, la mayoría de los cuales se dedicaban a algún tipo de negocio, se habían recuperado rápidamente del golpe de esa derrota y habían aprovechado la oportunidad de desplumar a los legionarios acampados a sus puertas.

Se habían abierto varias tabernas para proporcionar a los legionarios todo un abanico de brebajes locales, así como de vino transportado en barco desde el continente por aquellos mercaderes dispuestos a arriesgar sus embarcaciones en los mares invernales a cambio de unos precios elevados.

Los lugareños que no estaban sacando dinero de sus nuevos amos miraban con desagrado a los extranjeros borrachos que salían de las tabernas y volvían a casa tambaleándose, cantando a voz en cuello y vomitando ruidosamente en las calles. Al final, a los ancianos de la ciudad se les acabó la paciencia y enviaron una comisión para que hablara con el general Plautio. Le pidieron con educación que, en interés de los recientes lazos de alianza que se habían forjado entre los Romanos y los trinovantes, tal vez fuera mejor que a los legionarios no se les permitiera más la entrada a la ciudad. Aunque comprendía la necesidad de mantener una buena relación con los habitantes del lugar, el general sabía también que se exponía a un motín si les negaba a sus soldados un desfogue a las tensiones que siempre se generaban durante los largos meses que pasaban en los cuarteles de invierno. Por lo tanto, se llegó a un acuerdo y se racionó el número de pases distribuidos a los soldados. Como consecuencia de ello, los soldados estaban aún más decididos a correrse una juerga salvaje cada vez que se les permitía ir a la ciudad.

– ¡Hemos llegado! -exclamó Macro triunfalmente-. Ya os dije que era aquí.

Se encontraban ante la pequeña puerta tachonada de un almacén construido en piedra. Una ventana con postigos atravesaba la pared unos pocos pasos callejón arriba. Un cálido resplandor rojizo rodeaba el borde de los postigos y se oía el alegre barullo de las vocingleras conversaciones en el interior.

– Al menos no hará frío -dijo la chica más joven en voz baja-. ¿Tú qué crees, Boadicea?

– Creo que más vale que sea como dices -replicó su prima, y llevó la mano al pestillo de la puerta-. Venga, entremos.

Horrorizado ante la perspectiva de que una mujer lo precediera al entrar en una taberna, Macro se metió torpemente entre ella y la puerta.

– Esto, permíteme, por favor. -Sonrió, tratando de fingir buenos modales. Abrió la puerta y agachó la cabeza bajo el marco. Su pequeño grupo lo siguió. La cálida atmósfera viciada, cargada de humo, envolvió a los recién llegados y el resplandor de la lumbre y de varias lámparas de sebo parecía extremamente brillante comparado con la oscuridad del callejón. Unas cuantas cabezas se volvieron para inspeccionar a los que acababan de llegar y Cato vio que muchos de los clientes eran legionarios fuera de servicio, vestidos con gruesas túnicas y capas militares de color rojo.

– ¡Vuelve a poner la madera en el agujero -gritó alguien antes de que se nos congelen las pelotas!

– ¡Cuida tu lenguaje! -le respondió Macro con enojo-. ¡Hay damas presentes!

Hubo todo un coro de abucheos por parte de los demás clientes.

– ¡Ya lo sabemos! -exclamó riendo un legionario cercano a la vez que le tocaba el culo a una camarera que pasaba con un montón de jarras vacías. Ella soltó un grito y se dio la vuelta rápidamente para dejar caer una hiriente bofetada antes de largarse al mostrador situado en el extremo más alejado de la taberna. El legionario se frotó la colorada mejilla y volvió a reírse.

– ¿Y tú recomiendas este lugar? -preguntó Boadicea entre dientes.

– Dale una oportunidad. Yo me lo pasé fenomenal la otra noche. Tiene ambiente, ¿no te parece?

– No hay duda de que lo tiene -dijo Cato-. Me pregunto cuánto rato pasará antes de que empiece una bronca.

Su centurión le lanzó una mirada sombría antes de volverse hacia las dos mujeres.

– ¿Qué vais a tomar, señoras?

– Asiento -contestó Boadicea de manera cortante-. Un asiento sería ideal, por ahora.

Macro se encogió de hombros. -Encárgate de ello, Cato. Busca un lugar tranquilo. Yo traeré las bebidas.

Mientras Macro se abría camino entre la multitud hacia la barra, Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que el único sitio que quedaba libre era una desvencijada mesa de caballetes flanqueada por dos bancos justo al lado de la puerta por la que acababan de entrar. Echó hacia atrás el extremo de uno de los bancos e inclinó la cabeza.

– Aquí tenéis, señoras. Boadicea torció el gesto ante aquella pieza de mobiliario tan toscamente tallada que le ofrecían, y tal vez se hubiera negado a sentarse si su prima no se hubiera apresurado a darle un suave empujón. La mujer más joven se llamaba Nessa, una Iceni de cabellos castaños, ojos azules y mejillas redondas. Cato era perfectamente consciente de que su centurión y Boadicea habían procurado que ella los acompañara para distraerlo mientras la pareja de más edad continuaba con su peculiar relación.

Macro y Boadicea se habían conocido poco después de la caída de Camuloduno. Dado que los Iceni eran en teoría neutrales en la guerra entre Roma y la confederación de tribus que oponían resistencia a los invasores, Boadicea sentía más curiosidad que hostilidad hacia los hombres provenientes del gran imperio situado al otro lado del mar. Los ancianos de la ciudad se habían apresurado a congraciarse con sus nuevos gobernantes y sobre el campamento Romano llovieron las invitaciones a fiestas. Hasta se solicitaba la asistencia de centuriones subalternos como Macro. En la primera de aquellas noches había conocido a Boadicea. Al principio su carácter directo lo había horrorizado; los celtas parecían tener una actitud desagradablemente igualitaria hacia el bello sexo. Al encontrarse al lado de un centurión que a su vez se hallaba junto a un barril de la cerveza más fuerte de todas con las que se había topado, Boadicea lo acribilló a preguntas sobre Roma sin perder ni un minuto. En un primer momento su abierto acercamiento llevó a Macro a considerarla otra más de las mujeres de rostro caballuno que formaban mayoría dentro de la clase alta britana. Pero poco a poco, a medida que soportaba su interrogatorio, puso cada vez menos interés en la cerveza A regañadientes primero y más de buen grado después -mientras que, con astucia, la muchacha lo hacía entrar en una discusión más expansiva-, Macro habló con ella como nunca antes lo había hecho con una mujer.

Hacia el final de la noche supo que quería volver a ver a aquella alegre Iceni y, con voz entrecortada, le pidió que volvieran a encontrarse. Ella aceptó con mucho gusto y lo invitó a una fiesta que daban sus familiares la noche siguiente. Macro fue el primer invitado que hizo acto de presencia y se quedó de pie en incómodo silencio junto al banquete de carnes frías y cerveza tibia hasta que llegó Boadicea. Luego vio con horror que ella lo igualaba con una copa tras otra. Antes de que se diera cuenta, ella ya le había pasado el brazo por los hombros con un palmetazo y lo apretaba firmemente contra sí. Al echar un vistazo a su alrededor, Macro observó el mismo desparpajo en las otras mujeres celtas y estaba tratando de resignarse a las extrañas costumbres de aquella nueva cultura cuando Boadicea le plantó un beso borracho en los labios.