– ¡No! -Vespasiano interrumpió el gesto-. Ésa no. Poneos éstas. -Señaló un par de mugrientas capas de color marrón, muy gastadas y manchadas de barro-. Será mejor que no parezcáis un par de legionarios cuando lleguéis a territorio Durotrige. Y poneos también estas correas alrededor de la cabeza.
Les dio dos tiras de cuero que eran anchas por delante y se estrechaban en los extremos.
– Los griegos las llevan para sujetarse el cabello hacia atrás.
Vuestro corte de pelo militar os delata al instante, así que no os las quitéis, llevad siempre las capuchas y tal vez paséis por un par de griegos… de lejos. No intentéis entablar conversación con nadie.
– De acuerdo, señor. -Macro hizo una mueca al ver la correa y luego se la ató a la cabeza. Prasutago observaba a Macro mientras Boadicea sonreía a Cato:
– No sé por qué pero tienes un aspecto más convincente como esclavo griego que el que nunca has tenido como legionario.
– Gracias. Te lo agradezco mucho.
– Dejadlo para después -ordenó Vespasiano-. Venid conmigo.
Le hizo una seña a Prasutago y los llevó fuera. Atados a los postes había cuatro caballos con unas sencillas mantas echadas sobre sus lomos que ocultaban la marca de la legión. De cada ijada colgaba una alforja y a un lado había dos ponis que llevaban más provisiones.
– Bueno, será mejor que os vayáis. El oficial de guardia os espera en la puerta, así podréis salir de aquí sin que algún idiota os grite el alto. -El legado los examinó por última vez y rápidamente le dio una palmada en el hombro a Macro-. ¡Buena suerte!
– Gracias, señor. Macro respiró hondo, puso una pierna por encima de su caballo y empujó el cuerpo tras ella. Acto seguido profirió una serie de maldiciones contenidas antes de que se hubiese sentado adecuadamente y tuviera bien agarradas las riendas. Al ser más alto, Cato logró montar su caballo con un poco más de estilo.
Prasutago le dijo algo entre dientes a Boadicea y Macro se volvió.
– ¿Qué ha dicho?
– Se preguntaba si no sería mejor que tú y tu optio fuerais a pie.
– ¿Ah, sí? Muy bien, pues le dices…
– ¡Basta, centurión! -exclamó Vespasiano con brusquedad-. Marchaos ya.
El guerrero Iceni y la mujer montaron con confiada soltura e hicieron girar sus caballos en dirección a la puerta del campamento. Tras ellos, Macro y Cato tiraron de las largas riendas de los animales de carga y los siguieron. Mientras los cascos golpeaban el barro helado del camino, Cato echó una última mirada por encima del hombro. Pero Vespasiano caminaba ya de vuelta al calor de sus aposentos y enseguida lo envolvió la oscuridad.
Frente a ellos se alzaba la puerta y mientras se acercaban a ella se dio una orden en voz baja. La tranca se deslizó en su soporte con un chirrido y uno de los portones se abrió hacia adentro. Cuando lo atravesaron, un puñado de legionarios los observaron en silencio, curiosos pero obedientes a las instrucciones estrictas de no pronunciar una sola palabra. Al otro lado de las defensas, Prasutago sacudió las riendas y los condujo cuesta abajo hacia el bosque del cual habían salido los Druidas con el prefecto de la flota varios días antes.
Sin el casco y el escudo, y sin la seguridad del campamento a su alrededor, de pronto Cato se sintió terriblemente expuesto. Aquello era peor que entrar en combate. Mucho peor. Por delante se extendía el territorio enemigo. Y aquel enemigo era de naturaleza diferente a la de cualquier otro al que los Romanos se hubieran enfrentado. Al mirar hacia el oeste, allí donde el terreno estaba tan oscuro que casi se fundía con la noche, Cato se preguntó si le engañaba la vista o si acaso las sombras de los Druidas de la Luna Oscura no ennegrecían más aún aquella negrura.
CAPÍTULO XXI
Cuando el sol ya había salido por encima del lechoso horizonte en un cielo de un apagado color gris, ellos ya se habían adentrado en lo más profundo del bosque. Cabalgaban por un sendero muy hollado que serpenteaba por entre los nudosos troncos de unos ancianos robles cuyas ramas retorcidas se veían más desnudas a medida que aumentaba la luz. Algunas de las ramas más altas tenían nidos y el áspero graznido de los cuervos se oía por todas partes mientras aquellos pájaros negros observaban al pequeño grupo que pasaba por debajo con ojos rapaces. El suelo del bosque estaba cubierto de oscuras hojas muertas. La nieve casi había desaparecido y el aire era frío y húmedo. La sombría atmósfera era opresiva y Cato miraba de un lado a otro con inquietud, atento a cualquier señal de presencia enemiga. Iba el último, con tan sólo un poni de carga tras él, avanzando sobre las hojas mojadas con un susurro. justo delante caminaba el poni que iba atado a la silla de Macro. El centurión, con la cabeza descubierta y balanceándose incómodamente encima de su montura, parecía indiferente al lúgubre entorno. Tenía mucho más interés en la mujer que tenía delante. Boadicea llevaba la capucha puesta y, que Cato supiera, no había mirado hacia atrás desde que habían abandonado el campamento.
Aquello lo desconcertaba; había dado por supuesto que Boadicea tendría muchas ganas de volver a ver a Macro. Pero en la reunión de la noche anterior, su actitud hacia ambos había sido de clara frialdad. Y ahora aquel prolongado silencio desde que habían salido del campamento. Al frente iba Prasutago, más alto que nunca en la silla del caballo más grande que se pudo encontrar para él. Encabezaba la marcha a un paso tranquilo y pausado, contemplando con aire despreocupado el camino que tenía enfrente de él. En la reunión no les había hecho ni caso, se había limitado a escuchar y a hablar con el legado a través de Boadicea.
Cato miró la abundante mata de pelo que Prasutago tenía en la cabeza y se preguntó cuánto recordaría el gigante de aquella noche en Camuloduno cuando, borracho y enojado, había encontrado a su prima bebiendo en una taberna llena de Romanos. Fuera lo que fuera lo que hubiera pasado después de esa noche, parecía haber causado un cambio en Boadicea y haber vuelto tensa su amistad con Macro. Tal vez Nessa estaba en lo cierto. Quizá Boadicea y Prasutago eran algo más que primos.
De entre todos los Britanos que podían haberse ofrecido para ayudar al general, el hecho de que hubieran resultado ser Prasutago y Boadicea parecía algo típico de las perversas parcas que gobernaban la vida de Cato. Aquella misión ya era bastante peligrosa, reflexionó Cato, sin las posibles tensiones que pudieran surgir a raíz de la aventura de Macro y Boadicea y la consiguiente afrenta al orgullo aristocrático que Prasutago experimentaba por todos y cada uno de los miembros de su familia.
Luego estaban los particulares conocimientos de Prasutago acerca de los Durotriges y los Druidas de la Luna Oscura. Casi todos los niños Romanos se criaban escuchando exageradas historias sobre los Druidas y su misteriosa magia, sus sacrificios humanos y las arboledas sagradas empapadas de sangre. Cato no era ninguna excepción y había visto con sus propios ojos una de esas arboledas el verano anterior. La terrible atmósfera de aquel lugar aún perduraba, con vívido detalle, en su memoria. Si ése era el mundo en el que Prasutago había estado inmerso una vez, entonces, ¿en qué proporción aquel hombre seguía siendo druida y no completamente humano? ¿Qué lealtades podía seguir albergando Prasutago hacia sus antiguos maestros y compañeros iniciados? Su entusiasmo por ayudar al general, ¿no sería simplemente una traicionera estratagema para entregar dos Romanos a los Druidas?
Cato refrenó su imaginación. El enemigo difícilmente llegara a esos elaborados extremos para capturar a un simple centurión y a su optio. Se reprendió por pensar como un colegial paranoico e inflar de forma monstruosa su propia importancia.
Eso le recordó otros tiempos en el palacio imperial, muchos años atrás, cuando apenas era más que un niño y se había encaprichado de una cucharilla de marfil tallado que había visto en la mesa de un banquete. Le había resultado fácil hacerse con ella y esconderla luego entre los pliegues de su túnica. En un lugar tranquilo del jardín la había examinado, maravillado ante el elaborado trabajo del mango con sus delfines y ninfas sinuosamente retorcidos. De pronto oyó gritos y el sonido de pasos apresurados. Se arriesgó a atisbar desde detrás de un arbusto y vio a un pelotón de la guardia pretoriana que salía corriendo de las puertas de palacio hacia el jardín y empezaba a buscar entre los setos y arbustos. Cato quedó aterrorizado al ver que se había descubierto el robo de la cuchara y que los hombres del Emperador trataban entonces de dar caza al ladrón. Lo atraparían de un momento a otro, con la prueba en la mano, y lo tirarían al suelo ante la fría mirada de Sejano, el comandante de la guardia pretoriana. Si sólo una pequeña parte de lo que los esclavos de palacio se susurraban unos a otros era verdad, Sejano haría que le cortaran el cuello y arrojaran su cuerpo a los lobos.