Los pretorianos se fueron acercando cada vez más al escondite donde Cato temblaba y se mordía el labio para evitar que su gimoteo atrajera la atención. Entonces, en el preciso momento en que un brazo grueso y musculoso buscaba a tientas por el arbusto en el que estaba agachado, se oyó una exclamación distante.
– ¡Cayo! ¡Lo han encontrado! Vamos. La mano se retiró y unos pesados pasos se alejaron por las losas de mármol. Cato estuvo a punto de desmayarse de alivio. Haciendo el menor ruido posible, volvió a entrar en palacio sin que lo vieran y devolvió la cuchara. Luego regresó a la pequeña habitación que compartía con su padre y esperó, rezando para que no tardaran en darse cuenta de la reaparición de la cuchara y así cesara el revuelo y el mundo pudiera volver a la segura normalidad.
No fue hasta última hora de la tarde que su padre regresó de las oficinas de la secretaría imperial. Bajo el débil resplandor de una lámpara de aceite Cato vio la preocupada expresión en su rostro surcado de arrugas. Sus ojos grises se volvieron parpadeando hacia su hijo y denotaron su sorpresa por el hecho de que el chiquillo estuviera aún despierto.
– Deberías estar durmiendo -le susurró. -No podía dormir, papá. Hay demasiado ruido. ¿Qué ha pasado? -preguntó Cato con toda la inocencia de la que fue capaz-. La guardia pretoriana corría por todo el palacio. ¿Es que Sejano ha atrapado a otro traidor?
Su padre le respondió con una triste sonrisa.
– No. Sejano ya nunca volverá a atrapar a más traidores.
Se ha ido.
– ¿Se ha ido? ¿Ha abandonado el palacio? -Una súbita preocupación asaltó a Cato-. ¿Eso significa que ya no podré volver a jugar con el pequeño Marco?
– Sí… sí, así es. Marco… y su hermana… -El rostro de su padre se retorció en una mueca por la espantosa atrocidad de la que habían sido víctimas los inocentes hijos de Sejano durante el derramamiento de sangre de aquel día. Luego se inclinó sobre su hijo y le dio un beso en la frente-. Se han ido con su padre. Me temo que no volverás a verlos.
– ¿Por qué? -Ya te lo contaré. Dentro de unos cuantos días, quizá. Pero su padre nunca se lo explicó. En cambio, Cato se enteró de todo por boca de los demás esclavos de la cocina de palacio a la mañana siguiente. Al conocer la muerte de Sejano, la primera reacción de Cato fue de alivio, pues se dio cuenta de que los acontecimientos del día anterior no tenían nada que ver con el robo de la cuchara. Todo el peso de la inquietud y de la terrible expectativa de ser capturado y castigado desapareció de sus hombros infantiles. Eso fue lo único importante para él aquella mañana.
En aquellos momentos, más de diez años después, su rostro ardía de vergüenza al acordarse. Aquel momento, y otros semejantes, volvían a él para atormentarlo con un inevitable odio hacia sí mismo. Del mismo modo en que lo hacía, y sin duda volvería a hacerlo en el futuro, su actual miedo engreído. Parecía incapaz de evitar aquellas sesiones de severo auto análisis que lo sacaban de quicio y se preguntaba si algún día llegaría a poder vivir en paz consigo mismo.
El cielo permaneció de un deprimente color gris durante el resto del día y no corría ni un soplo de brisa en el bosque. Los quietos y silenciosos árboles provocaban un inquietante nerviosismo en los jinetes. Cato se convenció a sí mismo de que en unas circunstancias menos peligrosas la cruda estética del invierno le daría al bosque una especie de belleza. Pero de momento, cualquier susurro de la maleza o crujido de una rama le hacían dar un salto en la silla y escudriñar las sombras con preocupación.
Siguieron una curva en el sendero y empezaron a pasar junto a la maraña de pinchos de una zarzamora. De repente, de su interior surgió un fuerte chasquido y ruido de golpes. Cato y Macro se echaron la capa hacia atrás y desenvainaron las espadas. Los caballos y los ponis, con los ollares ensanchados y los ojos muy abiertos a causa del miedo, se empinaron y retrocedieron, alejándose de la zarza. El matorral se agitó y se abultó y un ciervo salió al camino. Con numerosos rasguños ensangrentados y resoplando un vaporoso aliento que empañaba la húmeda atmósfera, el ciervo bajó su cornamenta hacia el caballo más próximo y la sacudió de modo amenazador.
– ¡Dejadle paso! -gritó Macro con los ojos clavados en los afilados extremos blancos de las astas-. ¡Apartaos de su camino!
El ciervo vio un hueco en medio del alboroto de caballos y ponis que giraban y lo atravesó de un salto. Mientras los jinetes se esforzaban en controlar sus monturas, el ciervo se adentró en las profundidades del bosque por el lado opuesto del camino, levantando grandes montones de hojas caídas a su paso.
Prasutago fue el primero en dominar a su caballo; luego miró a los Romanos y se echó a reír. Macro le puso mala cara, pero se dio cuenta de que todavía empuñaba su espada corta, lista para clavarla. Con una súbita liberación de la tensión, le devolvió la risa al guerrero Iceni y enfundó la espada. Cato siguió su ejemplo.
Prasutago murmuró algo, dio un tirón a las riendas del caballo y siguió avanzando por el camino.
– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Macro a Boadicea.
– No está seguro de quién se sobresaltó más, si tú o el ciervo.
– Muy divertido. Dile que él tampoco lo hizo nada mal. -Mejor que no lo haga -le advirtió Boadicea-. Es un poco quisquilloso en cuestiones de orgullo.
– ¿Ah, sí? Entonces tenemos algo en común al fin y al cabo. Y ahora tradúcele lo que he dicho. -La mirada de Macro no vaciló al retar a Boadicea a que fuera en contra de su voluntad-. Bien, adelante, tradúcele lo que he dicho.
Prasutago miró hacia atrás por encima del hombro. -¡Venga! ¡Vamos! -gritó, y luego continuó en su propia lengua, pues había agotado sus conocimientos de latín.
– Señor -intervino Cato en voz baja--. Por favor, no insista. Él es el único que sabe el camino. Sígale la corriente.
– ¡Que le siga la corriente! -bramó Macro-. Ese cabrón está pidiendo pelea.
– Una pelea que no nos podemos permitir -dijo Boadicea-. Cato tiene razón. No debemos dejar que se arme un lío por una nimia rivalidad si tenemos que rescatar a la familia de tu general. Tranquilízate.
Macro apretó los labios y le lanzó una mirada fulminante a Boadicea. Ella se limitó a encogerse de hombros e hizo girar a su caballo para seguir a Prasutago. Como conocía muy bien la rapidez con la que Macro cambiaba de humor, Cato guardó silencio y se quedó mirando distraídamente hacia un lado hasta que, con un juramento hecho entre dientes, Macro clavó los talones para hacer avanzar a su caballo y el pequeño grupo siguió su camino.
Salieron del bosque al caer la noche. Las sombras y los oscuros árboles centenarios quedaron atrás y Cato se animó un poco. Ante ellos el suelo descendía suavemente hacia una franja de terreno pantanoso junto a un río que serpenteaba hacia el horizonte a ambos lados. Había unas cuantas ovejas desperdigadas por los prados que se alimentaban afanosamente de los verdes brotes que la nieve dejaba al descubierto al derretirse. El sendero descendía sinuosamente y se alejaba hacia la derecha. A eso de un kilómetro y medio de distancia una delgada columna de humo salía de una gran choza redonda construida detrás de una empalizada. Prasutago la señaló y le dirigió unas pocas palabras a Boadicea.