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– Na! ¡A dormir! -Todavía no -insistió Cato, y Prasutago volvió a sentarse dando un bufido de enojo-. ¿Cómo podemos estar seguros de que este granjero es de fiar? -susurró Cato.

Prasutago se lo explicó con impaciencia y le indicó a Boadicea que lo tradujera.

– Dice que conoce a Vellocato desde que era un niño. Prasutago confía en él y se atendrá a dicha confianza.

– ¡Vaya, eso es muy tranquilizador! -terció Macro. -Pero no entiendo cómo Vellocato puede vivir aquí, justo a las puertas de los Durotriges y no tener miedo a los ataques fronterizos -insistió Cato-. Me refiero a que, si destruyen un poblado entero en el interior del territorio de Verica, ¿por qué dejan en paz este sitio?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Boadicea cansinamente. -Simplemente esto. -Cato metió la mano en el cesto de mimbre que estaba junto a la chimenea y sin hacer ruido sacó la bandeja de plata, con cuidado de no tocar la loza. Le mostró la fuente a Macro-. Estoy casi seguro de haberla visto antes, en el hoyo de almacenamiento en Noviomago. Si lo recuerda, dejamos el botín allí, señor. No había sitio en los carros.

– Lo recuerdo -suspiró Macro con pesar-. Pero si se trata de la misma bandeja, ¿cómo vino a parar aquí?

Cato se encogió de hombros, reacio a expresar sus sospechas. Si acusaba a Vellocato de colaborar con el enemigo, podría ser que Prasutago no reaccionara demasiado bien.

– Supongo que tal vez Diomedes se la cambió. Pero si es la misma, Vellocato sólo puede haberla recibido de manos del grupo asaltante. Imagino que, en cuanto nos fuimos, los Durotriges supervivientes volvieron a por el botín.

– O tal vez el mismo Vellocato estuviera en ese grupo -añadió Macro.

Cuando Boadicea tradujo del latín, Prasutago miró atentamente la bandeja y de pronto se puso de pie, se volvió hacia Vellocato y empezó a desenvainar la espada.

– ¡No! -Cato se levantó de un salto y agarró la mano con la que Prasutago blandía la espada-. No tenemos pruebas. Tal vez estemos equivocados. Matarlos no sirve de nada. Sólo alertará a los Durotriges de nuestra presencia si los encuentran muertos.

Boadicea lo tradujo y Prasutago frunció el ceño al tiempo que profería una sarta de juramentos en voz baja. Soltó la empuñadura de su arma y se cruzó de brazos.

– Pero si estás en lo cierto en cuanto a Vellocato -señaló Macro-, no podemos dejarlo con vida para que le cuente al primero que pase que nos ha visto. Tendremos que matarlo tanto a él como al resto antes del amanecer.

Cato se quedó horrorizado. -Señor, no tenemos por qué hacer eso.

– ¿Tienes alguna idea mejor? El joven optio se puso a pensar con rapidez bajo la fría mirada de los demás.

– Si Vellocato colabora- con los Durotriges, aún podríamos sacar partido de ello cerciorándonos de que lo que le cuente a cualquier otra persona sirva para nuestros propios fines.

CAPÍTULO XXII

Se pusieron en marcha otra vez mientras aún era oscuro, siguiendo a Vellocato por un sendero que conducía al vado. El grupo había desayunado los restos del caldo sin calentar, lo cual no reconfortaba demasiado en medio de la húmeda bruma que flotaba sobre el agua helada y envolvía los sauces que bordeaban la orilla. Al llegar al extremo del vado Vellocato se hizo a un lado y los observó mientras montaban. Cuando todo estuvo dispuesto, Prasutago se inclinó desde la silla y le dio las gracias a su amigo en voz baja, estrechándole la mano. Entonces, en tanto que el granjero volvía a sumergirse en las negras sombras de los sauces, Prasutago espoleó a su montura y el rápido chapoteo de los caballos al entrar en el río rompió el silencio. La impresión del agua helada sobresaltó a los animales, que relincharon a modo de protesta, El agua llegaba a las ijadas de los caballos y por encima de las botas de Cato, lo que aumentaba su suplicio. Trató de consolarse pensando que al menos la corriente le quitaría un poco la mugre que hacía días que le cubría los pies. No por primera vez, Cato deseó volver a ser un esclavo al servicio del palacio imperial en Roma. Tal vez no tuviera libertad, pero al menos se libraría de la eterna incomodidad de ser un legionario en campaña. En aquel momento hubiera entregado su alma a cambio de poder pasar unas cuantas horas sudando en alguno de los baños públicos de Roma. En lugar de eso estaba tiritando de forma incontrolable, los pies se le estaban entumeciendo y el futuro inmediato parecía reservarle únicamente una muerte horrible.

– ¿Estamos contentos? -le preguntó Macro con una sonrisa burlona, mientras cabalgaba a su lado.

– ¡Estamos jodidos! -Cato completó el dicho del ejército con sentimiento.

– Fue idea tuya, ¿recuerdas? ¡Tendría que haber dejado que fueras tú solo, maldita sea!

– Sí, señor. El lecho del río empezó a ascender gradualmente hacia la otra orilla y los caballos salieron con impaciencia de las gélidas aguas. Al mirar atrás por encima de la revuelta superficie apenas pudieron ver nada en la otra orilla, el último vistazo a tierra amiga. Por si acaso las sospechas de Cato sobre Vellocato eran justificadas, primero se dirigieron río arriba, alejándose de las fortalezas de los Durotriges, y se pusieron a un rápido trote para que el sonido de los cascos sobre el camino de tierra llegara a oídos del granjero en la otra ribera en caso de que estuviera esperando y escuchando bajo los sauces.

Tras seguir el sendero durante una milla se detuvieron, pusieron rumbo sudoeste y avanzaron en silencio con los caballos al paso a través del frío pantano hasta que volvieron a tomar el camino que conducía tierra adentro desde el vado. Cuando las primeras luces del día empezaron a filtrarse por entre la oscuridad, Prasutago apretó el paso, ansioso de que el amanecer no le sorprendiera en campo abierto. Siguieron el camino a un suave medio galope hasta que el terreno circundante se volvió más firme y los pantanos dieron paso a unos prados, y luego a unos grupos de árboles más robustos. Poco después habían entrado en un pequeño bosque. Prasutago siguió el camino una corta distancia y luego torció por una serpenteante senda lateral que se adentraba en una zona en la que crecían los pinos, de tronco recto y hoja perenne. Como las ramas más bajas se extendían a ambos lados del camino, tuvieron que desmontar y conducir sus caballos a pie. Finalmente, el estrecho sendero desembocó en un reducido claro. Cato se sorprendió al ver una pequeña choza de madera recubierta de turba por uno de los lados. A su alrededor se alzaban unos desnudos armazones de madera. Del dintel de la puerta de la choza colgaba la calavera de un venado con una espectacular cornamenta. No se percibía ni un solo movimiento.

– Creí que se suponía que teníamos que evitar a los lugareños -le dijo Macro a Boadicea con un bufido.

– Y lo estamos haciendo. -Ella transmitió la respuesta--. Esto es una caseta de caza de los Druidas. Pasaremos el día aquí, descansando. Seguiremos por el camino principal al anochecer.

En cuanto los caballos fueron aliviados de su carga y amarrados, Prasutago echó a un lado el pesado telón de cuero que servía de puerta a la choza y entraron. Se trataba del habitual suelo de tierra batida y de un armazón hecho con ramas de pino que sostenía el tupido entramado de paja y juncos del techo. Un intenso aroma a pino y a moho les inundó el olfato.

En un extremo había un pequeño hogar bajo una abertura en el techo y una hilera de sencillos catres de madera cubrían la pared del fondo. Los helechos de los catres estaban ligeramente húmedos pero aún servían.

– Parece bastante confortable -dijo Macro-. Pero, ¿estamos seguros aquí?

– Estamos seguros -replicó Boadicea-. Los Druidas sólo utilizan la cabaña en verano y la mayoría de los Durotriges tienen demasiado miedo de los Druidas como para aventurarse a venir por aquí cerca.

Macro probó uno de los camastros con la mano y luego se tumbó sobre los crujientes helechos.