– ¿Alguna señal de los rehenes, señor?
– No. Pero si están en algún lugar de la aldea, apuesto a que es en esa cabaña. Hace un rato vi que alguien entraba ahí con una jarra y un poco de pan.
Macro apartó la mirada del pueblo y se volvió a tumbar con cuidado sobre la crujiente masa de juncos cortados.
– ¿Ya está todo dispuesto? -Sí, señor. Nuestros caballos se hallan a salvo en la hondonada que Prasutago nos enseñó. He acordado una señal con Boadicea en caso de que haya algún problema. -Cato señaló la rama de acebo.
– Si esperan mucho más se hará de noche antes de empezar -dijo Macro en voz baja.
– Prasutago dijo que me daría tiempo suficiente para volver aquí con usted y que entonces se pondrían en marcha.
– ¿Los dejaste en la hondonada? -Sí, señor. -Entiendo. -Macro frunció el ceño y luego se levantó y se puso de nuevo en posición para seguir vigilando la aldea--. Pues supongo que tendremos que esperar un poco más antes de que aparezcan.
Aunque los meses de invierno ya casi habían llegado a su fin, todavía hacía frío y la persistente llovizna había penetrado totalmente en sus ropas. Al cabo de un rato a Cato ya le castañeteaban los dientes y tiritaba. Tensó los músculos para tratar de combatir dicha sensación. Aquellos últimos días habían sido los más desagradables de su vida. Aparte de las incomodidades físicas que habían soportado, el miedo constante a que los descubrieran y el terror ante lo que les pasaría entonces habían hecho que cada instante fuera un tormento para los nervios. En aquellos momentos, mientras se hallaban tendidos en la húmeda orilla de un río con las piernas cubiertas de estiércol maloliente, congelados de frío y muriéndose por un buen plato de comida caliente, Cato empezó a fantasear con la idea de conseguir que le dieran la baja de la legión de forma honorable. No era la primera vez que se le pasaba por la cabeza dejar el ejército. No era la primera vez ni mucho menos. Ya le resultaba familiar aquel pensamiento que fundamentalmente se centraba en cómo obtener rápidamente una baja remunerada con una pensión sin sufrir una herida que lo inutilizara. Por desgracia, los equipos de agudos administrativos imperiales habían estudiado minuciosamente el reglamento mucho antes de que Cato naciera y habían logrado eliminar casi todas las escapatorias. Pero en algún lugar, de algún modo, tenía que haber una forma de que pudiera derrotar al sistema.
De pronto Macro soltó un gruñido.
– Ahí están. Debe de haberse dado el gusto de echar un polvito.
– ¿Qué?
– Nada, muchacho. Están ahí, en el sendero frente a la puerta.
Cato miró más allá de la aldea y vio dos diminutas formas grises a caballo que salían del bosque. Cuando bajaron trotando con audacia por el camino que conducía al pueblo, el vigilante que había en lo alto de la puerta se dio la vuelta y les gritó algo a un grupo de hombres acurrucados alrededor de una resplandeciente fogata. Éstos respondieron inmediatamente a su llamamiento y subieron por los rudimentarios escalones de madera que había en la parte interior del terraplén. Prasutago y Boadicea se perdieron de vista al acercarse a la puerta. Cuando vio a los habitantes de la aldea blandiendo sus armas en la empalizada, por un momento Cato sintió unas punzadas de preocupación. Pero al cabo de un instante los portones se abrieron hacia adentro y los dos Iceni entraron.
Enseguida los rodearon y cogieron las riendas de sus monturas. Incluso desde el otro lado del río Macro y Cato pudieron oír a Prasutago dando bramidos de indignación y haciendo público su reto de acuerdo con su papel de luchador ambulante. Uno de los lugareños salió corriendo y desapareció entre las chozas antes de entrar súbitamente en el cercado que rodeaba la cabaña más grande. Entró en ella a toda prisa y volvió a salir con rapidez en compañía de una alta y erguida figura que llevaba la capa negra abrochada en el hombro con un enorme broche de oro. El hombre de la capa siguió con calma al vigilante de nuevo hacia la puerta principal. Mientras tanto, Prasutago siguió gritando su desafío a los habitantes de la aldea con su voz profunda y retumbante y cuando llegó el jefe ya se había congregado una numerosa multitud al pie del terraplén. El cabecilla se abrió camino a empujones y con grandes pasos se acercó a los visitantes que aún seguían a lomos de sus monturas. Prasutago demostró la arrogancia justa cruzando los brazos y quedándose así un momento. Luego pasó la pierna sobre su bestia con indiferencia y se deslizó hasta el suelo. Aun así era más alto que el jefe y alzó la barbilla para dar énfasis a su desdeñosa mirada.
Prasutago volvió a repetir su desafío. En aquella ocasión se desabrochó la capa y se la lanzó a Boadicea, que también había desmontado y había permanecido junto a los caballos tras recuperar las riendas de manos de los lugareños. El guerrero Iceni se quitó la túnica y se quedó con el pecho desnudo, los brazos en alto y los puños apretados, contrayendo la musculatura para deleite de la multitud.
– ¡Maldito fanfarrón! -exclamó Macro entre dientes-. ¡Haciendo mariconadas como si fuera el amiguito gladiador de una vieja puta rica! Una más de esas poses y vomitaré.
– Cálmese, señor. Todo forma parte del plan. Mire ahí, en el cercado.
Los hombres que se estaban entrenando con las espadas en los postes se habían detenido, y enfundaban sus armas y se ponían las capas negras rápidamente. Cuando salían del recinto, el guardia que había en la puerta de la cabaña dio unos pasos hacia ellos y los llamó. La respuesta fue un fuerte grito y, con una hosca expresión en su rostro, el guardia regresó a su puesto en la puerta de la cabaña.
– ¡Ahora es nuestra oportunidad! -Macro volvió a apartarse de la cima del montículo y empezó a quitarse la ropa. Echó un vistazo a Cato-. ¡Vamos, muchacho! ¿A qué esperas?
Con un suspiro de resignación, Cato se deslizó por los carrizos y empezó a desnudarse. Se sacó la capa, el arnés, la cota de malla y, por último, la túnica. Cuando se desprendía de la última capa de tela mojada que cubría su cuerpo, el aire frío hizo que se le pusiera la piel de gallina y empezó a tiritar intensamente. Macro examinó su delgado físico con desaprobación.
– Será mejor que te metas algo de comida decente en el cuerpo y te entrenes un poco cuando volvamos a la legión. Pareces una mierda.
– Gra-gracias, señor.
– Vamos, quítate las botas. Lo único que necesitas es la espada y el flotador.
Sus habilidades natatorias eran, como mucho, rudimentarias, resultado de la falta de práctica y de un profundo miedo y aversión al agua. Macro le dio un odre inflado.
– Esto me ha costado hasta la última gota de un vino del bueno.
– ¿No lo tiró? -Claro que no. Era vino del Masico. No podía tirarlo, así que me lo terminé. Ayuda a combatir el frío. Da igual, toma.
Coge esto, y ahora no se te ocurra ahogarte.
– No, señor. -Cato se abrochó firmemente el cinturón de cuero de la vaina alrededor de la cintura y descendió por el otro lado del montículo detrás de Macro, poniendo mucho cuidado en no mover los carrizos al pasar. Echó un último vistazo a la puerta de la aldea donde Prasutago y uno de los habitantes del lugar ya se estaban poniendo en guardia. Entonces se arrojaron el uno contra el otro y los aldeanos dejaron escapar un rugido de entusiasmo.
– ¡Muévete, joder! -le espetó Macro a Cato. Entre los juncos, el agua tranquila y estancada estaba tremendamente fría y Cato se quedó sin respiración cuando se agachó junto a Macro. El helado líquido le hería la piel, como si se la quemara. Los dos Romanos avanzaron con un murmullo a través de los carrizos y se agacharon dentro del agua hasta que únicamente les quedó la cabeza fuera. Bajo la superficie, Cato se abrazaba con fuerza al odre hinchado.
– Bueno, vamos allá -susurró Macro-. Haz el menor ruido posible. Un solo chapoteo y estamos muertos.
El centurión se adelantó con mucho cuidado para sumergirse en la lenta corriente y dio unas suaves brazadas en el agua. Cato respiró hondo, se apartó de la orilla y siguió a Macro haciendo uso de las piernas para darse impulso detrás de su centurión.