En aquel punto la anchura del río tal vez fuera de unos cincuenta pasos, pero a Cato aquella distancia le parecía insalvable. Tenía la certeza de que, o se desinflaría el odre y se ahogaría, o el terrible y doloroso frío lo congelaría hasta matarlo. El peligro de que el enemigo los viera y los atravesara con una lanza era la menor de sus preocupaciones. Eso pondría fin al horrible sufrimiento de estar metido hasta el cuello en aquella gélida corriente.
Bracearon en dirección a la parte trasera de la choza grande; la exasperante lentitud de su avance suponía un martirio necesario si no querían ser descubiertos. Cuando salieron del agua Cato tenía los dedos de ambas extremidades totalmente entumecidos. Macro a su vez también sufría y temblaba de manera incontrolable cuando ayudó a Cato a subir a la orilla del río; luego le frotó vigorosamente las extremidades a su optio,para intentar que recuperaran un poco de sensibilidad. A continuación ascendieron por la orilla y rodearon la choza en dirección a la cabaña. Macro le hizo una señal con la cabeza a Cato para que se preparara, pero éste no podía dejar de tiritar y no tenía suficiente sensibilidad en las manos para desenvainar la espada y empuñarla con firmeza.
– ¿Estás listo?
Cato asintió con la cabeza.
– Adelante.
Los gritos y vítores de la lucha alcanzaron una repentina culminación, luego hubo un intenso gruñido colectivo. Prasutago había derribado al campeón de la aldea. Ante aquella calma repentina Macro extendió la mano para que Cato se detuviera. El guerrero Iceni volvió a lanzar otro bramido de desafío. Alguien respondió y -el griterío fue aumentando otra vez.
– Vamos. -Macro avanzó sigilosamente en cuclillas, agachándose todo lo que podía y valiéndose de su mano libre para mantener el equilibrio. Subieron por una lengua de tierra que había en lo alto de la ribera y luego se quedaron pegados a la negra pared de la choza principal. Aún les dolían los pulmones debido al esfuerzo de nadar por el río y, temblando de frío, Macro se deslizó a lo largo de la pared. Tras él Cato aguzó el oído, atento por si oía aproximarse a algún miembro de la tribu. Macro alcanzó a ver la esquina de la cabaña de troncos y se detuvo, pegándose bien a la pared. Por encima del bajo tejado de cortezas de árbol vio la punta de la lanza del guardia y por debajo de ella la cimera de su casco de bronce. Macro se agachó y, casi sin respirar, avanzó con cuidado hacia el ángulo donde la cabaña se apoyaba contra la choza. De espaldas a la cabaña le hizo una señal a Cato. Se quedaron escuchando unos momentos pero no oyeron ningún ruido procedente de la parte anterior de la cabaña. Macro le indicó a Cato que se quedara ahí y luego él se fue abriendo camino poco a poco a lo largo de la rugosa madera hacia la esquina.
Con la espada preparada, observó durante un rato y comprobó que el guardia estaba a menos de seis pies de distancia, delante de la baja entrada. A pesar de la lanza, el casco y la larga y suelta capa negra, no era más que un niño. Macro volvió la cabeza de nuevo y con la mirada escudriñó el suelo a sus pies. Cogió un duro terrón de tierra y piedras y se dispuso a lanzarlo.
De repente el guardia empezó a hablar. Macro se quedó inmóvil. Alguien respondió al guardia, una voz queda y cercana, y con un sobresalto Cato se dio cuenta de que provenía del interior de la cabaña. Señaló con el dedo la pared de la choza a sus espaldas y Macro asintió con la cabeza. Debía de haber alguien más encerrado con la familia del general. Antes de que el guardia pudiera contestar, Macro lanzó el terrón haciéndole describir un arco bajo por encima del tejado de la cabaña. En el preciso momento en que cayó con un ruido suave, se levantó y dobló la esquina rápidamente. Tal como esperaba, el guardia se había dado la vuelta para investigar la causa del ruido y, antes de que pudiera reaccionar al débil rumor de sus pasos, Macro sujetó al guardia tapándole la boca con la mano. Le tiró de la cabeza hacia atrás y le hincó la espada en la capa negra con la punta hacia arriba, por debajo de las costillas del Britano y dirigida al corazón. El guardia se sacudió y retorció un momento, sin poder hacer nada contra la fuerza con la que lo sujetaba el centurión. Sus movimientos enseguida se hicieron más débiles y luego cesaron. Macro lo siguió sujetando un momento más para asegurarse de que estaba muerto y a continuación llevó el cuerpo a la vuelta de la esquina de la cabaña sin hacer ruido y lo dejó apoyado contra la pared de la choza.
Desde el interior llamó una voz. -Será mejor que acabemos con esto -susurró Macro-. Antes de que nos oiga alguien.
Macro se adelantó y tomó la tranca que cerraba la puerta de la cabaña, la corrió y la tiró al suelo. Con un fuerte impulso empujó hacia adentro la sólida puerta. La luz del exterior cayó sobre el parpadeante rostro de otro hombre con capa negra. Se había levantado apoyándose en un brazo y trató apresuradamente de coger la espada corta que tenía junto a él. Macro se lanzó hacia delante, se echó encima del Britano y le propinó un golpe con el pomo de la espada a un lado de la cabeza. Con un gruñido el Britano se quedó exangüe, fuera de combate a causa del golpe.
– ¡Señor! -exclamó Cato, pero antes de que Macro pudiera reaccionar a la advertencia, una figura surgió de la penumbra del extremo de la cabaña y se abalanzó lanza en ristre para clavarla en el desnudo costado de Macro. Se oyó un seco chasquido cuando Cato arremetió con su espada contra el astil de la lanza y el filo en forma de hoja se clavó en la tierra prensada a unos centímetros del agitado pecho de Macro. Cuando a causa del impulso el Britano se fue hacia delante, Cato hizo girar su espada de una sacudida, el hombre cayó de cara y la punta del arma le atravesó la garganta. La hoja penetró en su cerebro y el Britano murió en el acto.
– ¡Mierda! ¡Me ha ido de un pelo! -Macro pestañeó mirando la lanza incrustada en el suelo junto a su pecho-. ¡Gracias, muchacho!
Cato asintió al tiempo que extraía su espada del cráneo del segundo hombre. La hoja salió con un débil crujido, manchada de sangre. A pesar de todas las muertes que había visto en el poco tiempo que llevaba sirviendo con las águilas, Cato se estremeció. Había matado antes, en combate, pero era algo instintivo y no había tiempo para reflexionar sobre el asunto. Al contrario que entonces.
– ¿Hay alguien aquí? -preguntó Macro al tiempo que escudriñaba con la mirada la penumbra de la cabaña. No hubo respuesta. En uno de los extremos había una pila de troncos partidos. En el otro, unas formas indistintas yacían amontonadas en el suelo junto a la jarra y lo que quedaba de los panes que Macro había visto introducir en la cabaña un poco antes.
– ¿Mi señora? -llamó Cato-. ¿Mi señora? No hubo ni un solo movimiento, ni un sonido, ninguna señal de vida en la cabaña. Cato levantó la espada y se acercó lentamente, con un angustioso sentimiento de desesperación que le brotaba de las entrañas. Habían llegado demasiado tarde. Con la punta del arma levantó la primera capa de harapos y los echó a un lado. Debajo había un montón de capas de lana y pieles. Era ropa de cama, no cadáveres. Cato frunció el ceño un instante y luego movió la cabeza afirmativamente.
– Es una trampa -dijo. -¿Cómo? -La familia del general nunca ha estado aquí, señor. Los Druidas debieron de imaginarse que intentaríamos un rescate y quisieron alejarnos del lugar en el que realmente tienen a los prisioneros. De modo que hicieron correr el rumor de que los cautivos estaban retenidos en esta aldea. Prasutago se enteró y aquí estamos. Nos han tendido una trampa.
– Y nosotros hemos picado -replicó Macro. El alivio instantáneo que había sentido al no encontrar ningún cadáver se convirtió con la misma rapidez en un terror glacial-. Tenemos que salir de aquí.