– Mucho tiempo antes yo aquí -susurró.
– Está bien -repuso Macro en voz queda-. Ahora mantén la boca cerrada y concéntrate en la tarea.
– ¿Eh?
– Que sigas adelante, joder.
– Oh. Sa! Al final salieron de entre los juncos y Prasutago se detuvo. La isla aún parecía encontrarse a cierta distancia pero Cato se fijó en que los carrizos se acercaban más a ella en aquel punto y entendió el motivo de que Prasutago hubiera elegido aquella ruta para sus citas nocturnas. En el agua que quedaba al descubierto ya no había más estacas para guiarlos. Prasutago iba cambiando de posición y miraba la isla con mucha atención.
Siguiendo su mirada, Cato pudo ver dos troncos de pino muertos que se destacaban del resto de los árboles de la isla. Estaban tan juntos que desde ciertos ángulos daban la impresión de ser un solo tronco, y Cato se dio cuenta de que era mediante su alineación que Prasutago se guiaba a través de las despejadas aguas hacia la isla. El Iceni se desvió a la izquierda arrastrando los pies y les hizo una señal a los otros dos para que le siguieran.
Moviéndose con lentitud, con el agua que se arremolinaba suavemente en torno a sus rodillas, el grupo puso rumbo hacia la oscura y agorera sombra de la isla de los Druidas.
La fetidez disminuyó a medida que se iban alejando de los carrizos. Cato se permitió inspirar profundamente unas cuantas veces mientras seguía avanzando cuidadosamente alineado con los demás. Bajo sus pies, notaba el fondo extrañamente blando y flexible, y la firmeza de alguna rama de vez en cuando. Por un momento se preguntó cómo era posible que Prasutago hubiese construido aquel sendero sumergido. Entonces decidió que debía tratarse únicamente de la enmarañada acumulación de materia caída y muerta que el Britano debió haber encontrado por casualidad y de la que había sacado provecho. Cato se sonrió para sus adentros. Tal vez le había sacado provecho, pero había servido para que lo expulsaran de la orden de la Luna Oscura.
Pensar en los Druidas hizo que su mente regresara de pronto al presente. El oscuro perfil de la isla se hallaba cada vez más cerca, imponente contra la más débil sombra del cielo nocturno, y daba la sensación de que la isla flotara no en el agua, sino en la etérea neblina que emanaba del lago. Sin duda alguna parecía un lugar muy siniestro, reflexionó Cato. El terror que la cara de Prasutago reflejaba cada vez que se había referido a este lugar durante los dos últimos días daba a entender que la cosa no terminaba ahí. Pero, ¿qué podía haber en este mundo que fuera tan terrible como para asustar a aquel enorme guerrero? La imaginación de Cato se puso en marcha para proporcionar una respuesta y él sintió que un escalofrío de horror le recorría la espalda. Se maldijo por aquel exceso de superstición pero, a medida que iban deslizándose en silencio a través del agua, sus agudizados sentidos siguieron exagerando cada sonido y cambio en las sombras. Necesitó una gran fuerza de voluntad para evitar que su imaginación invocara a los demonios que acechaban invisibles en las orillas de la sagrada isla de los Druidas.
En aquellos momentos se hallaban lo bastante cerca de la costa como para que las ramas exteriores de sus árboles centenarios colgaran sobre ellos. Al levantar la vista a través de los negros y retorcidos zarcillos del sobresaliente ramaje, Cato vio las estrellas, fijas e impasibles por encima de la neblina. Luego giró la vista, por encima de las aguas sombrías, hacia el lugar donde Boadicea los esperaba. Se preguntó si volvería a verla de nuevo y se encontró deseando desesperadamente ver su rostro una vez más. Aquel espontáneo y vehemente deseo fue bastante impactante y Cato se asombró ante semejante revelación de sí mismo.
Se sobresaltó cuando Macro lo agarró del brazo y al echarse atrás provocó un chapoteo en el agua.
– ¡No te muevas! -le dijo Macro con un siseo-. ¿Quieres que hasta el último condenado druida de Britania se entere de que estamos aquí?
– Lo siento. Macro se volvió de nuevo hacia Prasutago, que farfullaba algo entre dientes. El susurro de sus palabras fluía con una cadencia y ritmo que no se parecían en nada al habla cotidiana y Macro se dio cuenta de que aquello debía de ser algún tipo de hechizo. Cuando el Britano se calló, Macro le rozó suavemente el hombro.
– Vamos, amigo. Prasutago, lo miró fijamente un momento, silencioso e inmóvil como una piedra, antes de mover la cabeza con gravedad y volver a avanzar sigilosamente. Aquella parte de la costa se hallaba bordeada de mimbreras reforzadas con pilares de madera y se encontraba a unos sesenta centímetros por encima de las gélidas aguas. Subieron tratando de hacer el menor ruido posible, pero inevitablemente el agua goteó y salpicó, con un rumor peligrosamente alto. Prasutago miró con inquietud hacia las sombras bajo los árboles, seguro de que los debían de haber oído. Pero nada se movió, ni siquiera un soplo de aire agitó las más ligeras de las oscuras ramas. Los tres se quedaron quietos un rato, en cuclillas y escuchando. Cato tiritaba mientras esperaba a que Prasutago les hiciera la señal para seguir adelante. Se abrieron camino siguiendo la costa un corto trecho hasta que llegaron a un sendero que se adentraba en el tenebroso grupo de árboles. A Cato le pareció que de pronto la noche se había vuelto más fría, como si soplara una brisa, pero en torno a él el aire estaba totalmente en calma.
– ¿Por ahí? -susurró Macro.
– Sa. Vamos, pero ¡shhh!
Mientras avanzaban en silencio por el camino, la oscuridad se cernió sobre ellos, impenetrable como la tinta, y la atmósfera pareció hacerse aún más fría, esta vez con cierta humedad. Cato contó los pasos que daba, tratando de mantener una clara imagen mental de la isla a medida que se iban adentrando cada vez más en ella. Poco después de que hubiera contado cien, los árboles se abrieron, permitiendo el paso del tenue y grato brillo de las estrellas. El sendero terminaba bruscamente en una valla de madera en la que había una puerta. Se mantenía cerrada por un simple pestillo que se accionaba tirando de una cuerda. Prasutago se quedó escuchando un momento, pero el centro de la isla se hallaba inmerso en un silencio igual de opresivo que el de sus límites y el único sonido que Cato pudo oír por encima del rápido latir de su corazón fue el ocasional retumbo de un abejorro a lo lejos, en el pantano. Prasutago tiró de la cuerda con suavidad, el pestillo se levantó y empujó la puerta para abrirla. La atravesó dejando a los dos Romanos en cuclillas junto a la entrada; al cabo de un momento su cabeza volvió a aparecer y les hizo una seña.
Al otro lado de la valla se abría un gran claro. Era más o menos circular y estaba flanqueado por unas chozas con tejado de paja y juncos. El suelo era pelado y duro; al dar los primeros pasos, las botas militares de los dos Romanos provocaron un ruido de fuertes pisadas en su superficie antes de que Cato y Macro procuraran poner los pies en el suelo con toda la suavidad posible. Dominando el centro del claro había una enorme choza circular frente a la cual se había erigido una plataforma. Una silla de madera tallada de inmensas proporciones descansaba en medio de la plataforma, y sujetos al alto respaldo se hallaba el par de cuernos más grande que Cato había visto en su vida. Frente a la plataforma estaban los restos de una hoguera sobre una enorme rejilla de hierro. Los rescoldos conferían un tenue tono anaranjado a las volutas de humo que se elevaban en la noche.
No había ni un solo movimiento en el claro. No ardía ninguna antorcha en las bases de hierro que había colocadas delante de todas las chozas. No había señales de vida. Y sin embargo, una inquietante presencia parecía cernirse sobre el claro, como si estuvieran siendo observados desde todas y cada una de las sombras. No es que Cato intuyera algún tipo de trampa, sino que tenía la sensación de que su presencia había sido detectada por alguien o por algo. Silenciosamente se acercaron a la puerta de la primera choza y entraron en ella con sigilo. Estaba oscuro, demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle, y Macro soltó una maldición en voz baja.