– ¿Qué ha sido eso? -Macro se paró de pronto.
– ¿Qué ha sido el qué, señor? -¡Calla! ¡Escuchad! Los tres se detuvieron y aguzaron el oído para ver si oían algo por encima del chisporroteo y el murmullo anormalmente altos de la antorcha. Entonces Cato lo oyó: un suave gemido que aumentó de volumen y decreció hasta convertirse en un quejido. Luego una voz masculló algo. Unas extrañas palabras que él no pudo entender del todo.
– Desenvainad -ordenó Macro en voz baja, y los tres hombres sacaron las hojas de sus vainas con cuidado.
Macro avanzó y sus compañeros lo siguieron con nerviosismo, forzando los sentidos para intentar descubrir el origen de aquel ruido. Frente a ellos, el sendero empezó a ensancharse y de la oscuridad surgió imponente una estaca con una forma abultada en lo alto. Al acercarse, la luz de la antorcha iluminó las oscuras manchas que se deslizaban por toda su longitud y la cabeza clavada en el extremo.
– ¡Mierda! -exclamó entre dientes el centurión-. Me gustaría que los celtas no hicieran estas cosas.
Se encontraron con más estacas, todas ellas con una cabeza en estado de descomposición más o menos avanzado. Todas estaban colocadas de cara al sendero, de modo que los tres intrusos caminaban bajo la mirada de los muertos. Una vez más Cato tuvo la sensación de que el aire era más frío de lo normal y estaba a punto de expresarlo en voz alta cuando un nuevo quejido rompió el silencio. Provenía del otro extremo de la arboleda, más allá del oscilante foco de luz de la antorcha. En aquella ocasión el gemido creció en intensidad y se convirtió en un desgarrador lamento agónico que atravesó la oscuridad y heló la sangre de los tres mortales.
– ¡Nos vamos! -murmuró Prasutago-. ¡Nos vamos ahora! ¡Viene Cruach!
– ¡Y una mierda! -replicó Macro-. Ningún dios hace un sonido como éste. ¡Venga, cabrón! Ahora no te acobardes.
Llevó al Britano casi a rastras hacia el sonido y Cato lo siguió a regañadientes. En realidad, con mucho gusto se habría dado la vuelta y se habría alejado a todo correr de la arboleda, pero eso hubiera significado abandonar la seguridad del resplandor que proporcionaba la antorcha. La posibilidad de encontrarse solo y perdido en aquel terrible y siniestro mundo de los Druidas hizo que se pegara todo lo posible a los demás.
Otro grito se alzó en la noche, mucho más cerca entonces, y frente a ellos surgió imponente la losa de un altar, y más allá el ser que emitía los alaridos de agonía que tanto parecían formar parte de aquel espantoso lugar.
– ;Qué diablos es eso? -gritó Macro. A no más de quince pasos de distancia, al otro lado del altar, la figura de un hombre se retorcía lentamente. Se hallaba suspendido de una viga de madera, atado a su rugosa superficie por los antebrazos. Por debajo estaba empalado en una larga vara que penetraba en su cuerpo justo por debajo de los testículos. Mientras observaban, el hombre trató de alzarse, tirando de las cuerdas que amarraban sus brazos. Asombrosamente, consiguió hacerlo durante unos momentos antes de que le abandonaran las fuerzas y volviera a deslizarse hacia abajo, lo cual provocó que soltara otro terrible lamento de agonía y desesperación. Aquel ruido inhumano dio paso a plegarias y maldiciones proferidas en un lenguaje que a Cato casi le era tan familiar como su propio latín.
– ¡Está hablando en griego! -¿Griego? No es posible… A menos que… -Macro se acercó más a aquel hombre, levantando la antorcha mientras se aproximaba- sea Diomedes…
El griego se movió al oír su nombre y se obligó a abrir los párpados. -¡Ayudadme! -farfulló en latín con los dientes fuertemente apretados-. ¡Ayudadme, por caridad!
Macro miró a sus compañeros. -¡Cato! Sube a esa viga y córtale las ataduras. ¡Prasutago! ¡Sujétalo para que no se clave más con su propio peso!
El Britano apartó la vista del terrible espectáculo y se quedó mirando sin comprender a Macro, quien rápidamente imitó la acción de levantar algo con una mano al tiempo que con la otra señalaba a Diomedes. Prasutago asintió con la cabeza y se apresuró a ir hacia allá. Agarró al griego por las piernas y lo levantó con cuidado, soportando todo el peso de Diomedes con sus fuertes brazos sin ningún problema. Mientras tanto, Cato, que nunca fue de complexión excesivamente atlética, trataba de trepar a uno de los postes que sostenían el travesaño. Con un suspiro de impaciencia, Macro fue hacia allí y se puso de espaldas al poste.
– ¡Usa mis hombros para subir! Una vez en la viga transversal, Cato avanzó lentamente por ella hasta la primera atadura. Su espada cortó la gruesa cuerda, no sin dificultad, hasta que el brazo del griego se soltó y cayó desmadejado contra su costado. Cato se estiró para llegar a la otra atadura y al cabo de un momento el otro brazo estuvo suelto. El optio saltó al suelo desde la viga transversal.
– Ahora saquémoslo de la estaca. ¡Levántalo, idiota! Prasutago lo entendió y con toda la fuerza de sus brazos empezó a empujar al griego hacia arriba para librarlo de la estaca que le penetraba profundamente en el cuerpo. Se oyó un húmedo sonido de succión de la herida y luego un amortiguado chirrido de hueso. Diomedes echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito a los cielos.
– ¡Mierda! ¡Ten cuidado, estúpido!
Con un empujón, Prasutago acabó de sacar al griego de la estaca y lo depositó con suavidad en el altar. Un oscuro chorro de sangre manó de la herida abierta allí donde antes estaba el ano de Diomedes y Cato se estremeció al ver aquello. El griego temblaba de forma intermitente y sus ojos giraban en las cuencas mientras luchaba contra aquel terrible y mortal sufrimiento. Se hallaba muy próximo a la muerte.
Macro se inclinó y le habló al oído a Diomedes.
– Diomedes. Te estás muriendo. Eso nadie puede evitarlo. Pero puedes ayudarnos. Ayúdanos a vengarnos de los hijos de puta que te hicieron esto.
– Druidas -dijo jadeando Diomedes-. Traté de… hacérselo pagar… Traté de encontrarlos.
– Y los encontraste. -No… Me atraparon ellos primero… Me trajeron aquí… y me hicieron esto.
– ¿Viste a algún otro prisionero? Un espasmo de dolor le crispó las facciones. Cuando se calmó un poco, movió la cabeza en señal de afirmación.
– La familia del general…
– ¡Sí! ¿Los viste?
Diomedes apretó los dientes. -Estaban… aquí.
– ¿Y dónde están ahora? ¿Adónde se los han llevado?
– Se han ido… Oí que alguien decía… que se refugiarían en… la Gran Fortaleza. Ellos la llaman Mai Dun… Era el único lugar seguro… después de descubrir que habían sido… traicionados por un druida. -¿La Gran Fortaleza? -Macro frunció el ceño-. ¿Cuándo fue eso?
– Esta mañana… creo. -Diomedes suspiró. Sus fuerzas se iban debilitando rápidamente a medida que la sangre salía a borbotones de la herida abierta. Se convulsionó cuando otro agónico espasmo le recorrió el cuerpo. Una de sus manos agarró la túnica del centurión.
– Por piedad… mátame… ahora -siseó entre dientes.
Macro se quedó mirando un momento aquellos ojos de loco y luego respondió con dulzura:
– De acuerdo. Haré que sea rápido. Diomedes movió la cabeza en señal de gratitud y cerró fuertemente los ojos.
– Sujeta la antorcha -ordenó Macro, y se la pasó a Cato.
Luego levantó el brazo del griego a un lado, dejando la axila al descubierto, y clavó la mirada en el rostro de Diomedes.
– Has de saber una cosa, Diomedes. Juro por todos los dioses que vengaré tu muerte y la de tu familia. Los Druidas pagarán por todo lo que han hecho.
Cuando la expresión del griego se suavizó, Macro le clavó profundamente la espada en la axila y le atravesó el corazón dejando escapar un gruñido animal debido al esfuerzo. El cuerpo de Diomedes se puso tenso un instante y en la boca se le ahogó un grito cuando el impacto del golpe se llevó el agónico aliento de sus pulmones. Luego su cuerpo quedó flácido y la cabeza le cayó de lado, con la vidriosidad de la muerte en sus ojos. Durante un instante nadie dijo nada. Macro extrajo la hoja y la limpió con los sucios restos de la túnica del griego. Levantó la vista para mirar a Prasutago.