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A Cato le inspiró una franca admiración. Sería un desperdicio que se convirtiera en esposa de un militar, de eso no cabía duda. Si alguna vez hubo una mujer nacida para ser reina, ésa era Boadicea, aunque su despreocupado y hasta cínico rechazo de Macro le dolió mucho.

Boadicea bostezó y se frotó los ojos.

– Basta de charla, Cato. Deberíamos descansar un poco. Mientras él alimentaba el fuego, Boadicea se envolvió en su gruesa capa con capucha y le dio unos puñetazos a su morral para utilizarlo como duro apoyo para la cabeza. Cuando se convenció de que sería lo bastante cómodo, le guiñó un ojo a Cato y, volviendo la espalda al fuego, se acurrucó y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente comieron unas galletas y se pusieron con rigidez a lomos de sus caballos. Los ponis ya no eran necesarios y los dejaron sueltos para que se las arreglaran solos. Al sur, a varias millas de distancia, una fina nube de humo se elevaba perezosamente hacia el despejado cielo y debajo se divisaban las oscuras formas de unas chozas en la curva de un arroyo. Allí era donde los Druidas habían pasado la noche, les dijo Prasutago. A lo lejos se veía a un grupo de jinetes que escoltaban un carro cubierto. Cato todavía no tenía claro cómo podían enfrentarse ellos cuatro a un grupo mucho mayor de Druidas y salir victoriosos. Por su parte, Macro se sentía frustrado al no poder hacer otra cosa que seguir a su enemigo y esperar pasivamente a que se presentara una oportunidad para intentar el rescate. Y mientras tanto los Druidas se iban acercando cada vez más a los inexpugnables terraplenes de la Gran Fortaleza.

Durante el transcurso de aquel día primaveral Prasutago los condujo por senderos estrechos sin perder de vista un solo momento a los jinetes y su carreta y acortando la distancia únicamente cuando no existía ningún riesgo de que los vieran. Ello exigía un nivel de atención agotador. A última hora de la tarde aún había cierta distancia entre ellos y el enemigo, pero estaban lo bastante cerca para ver que el carro iba protegido por una veintena de Druidas a caballo con sus características capas negras.

– ¡Carajo! -dijo Macro al mirar a lo lejos con los ojos entrecerrados-. Veinte contra tres no nos da unas probabilidades muy buenas.

Prasutago se limitó a encogerse de hombros e hizo avanzar su caballo por un camino lleno de maleza que subía serpenteando por la ladera de una colina. Los Druidas quedaron ocultos un momento tras una línea de árboles. Los otros fueron trotando tras él hasta detenerse en un sendero cubierto de hierba justo debajo de la cima desde la que pudieron ver a los Druidas que seguían rumbo al sudeste. Macro iba el último, observando la columna, cuando Cato frenó de pronto y obligó al centurión a dar un fuerte tirón de las riendas para evitar chocar contra el trasero de la montura de Cato.

– ¡Eh! ¿A qué coño juegas? Pero Cato no hizo caso del comentario de su centurión. -Por todos los infiernos… -masculló con sobrecogimiento al ver el panorama que se extendía ante él.

Cuando Macro llevó a su montura junto a él, vio también la enorme extensión de terraplenes de múltiples niveles que se alzaban desde la llanura que tenían delante. Con el buen ojo para el terreno que últimamente había desarrollado, Cato captó todos los detalles de las rampas hábilmente traslapadas que defendían la entrada más próxima y los bien dispuestos reductos desde los que cualquier atacante caería bajo las bien dirigidas descargas de flechas, lanzas y proyectiles de honda. En el nivel más alto de aquel poblado fortificado una sólida empalizada cercaba el recinto. Cato calculó que, de un extremo a otro, la plaza fuerte debía de tener casi ochocientos metros.

Por debajo de la fortaleza, el ondulado paisaje boscoso quedaba dividido por el sereno serpentear de un río.

– Estamos apañados -dijo Macro en voz baja-. En cuanto los Druidas pongan a la familia del general a buen recaudo ahí dentro, no habrá nadie que sea capaz de llegar hasta ellos.

– Tal vez -replicó Cato-. Pero cuanto más grande es la línea de defensa, menos concentrada está la guardia.

– ¡Ah, mira qué bien! ¿Te importa si algún día cito tus palabras? ¡Idiota!

Cato tuvo la desgracia de sonrojarse de vergüenza ante su precoz comentario y Macro movió la cabeza satisfecho. No había que dejar que esos chicos se volvieran unos engreídos. Delante de ellos Prasutago había dado la vuelta a su caballo y en aquel momento levantó el brazo para señalar hacia la plaza. Mientras hablaba, lo iluminó grandiosamente un halo de brillante luz del sol que contrastaba contra el cielo azul.

– La Gran Fortaleza…

– ¡No me digas! -gruñó Macro-. Gracias por hacérnoslo saber.

A pesar de la sarcástica respuesta, Macro siguió recorriendo aquella estructura con su mirada profesional, preguntándose si podría tomarse en cuanto la segunda legión se lo propusiera. A pesar del ingenioso trazado de la ruta de acercamiento a través de los terraplenes, no parecía que la fortaleza estuviera diseñada para resistir el ataque de un ejército moderno y bien equipado.

– ¡Señor! -Cato interrumpió el hilo de su pensamiento y Macro arqueó una ceja enojada-. ¡Señor, mire allí!

Cato señalaba hacia un punto alejado de la Gran Fortaleza, hacia los Druidas y el pequeño carro cubierto al que acompañaban. Sólo que ya no lo estaban escoltando. Al ver su refugio, los Druidas habían puesto sus monturas al trote y la columna de jinetes ya se había adelantado bastante a la carreta. Iban directos a la puerta más cercana de las defensas. Frente a ellos el camino describía una curva que rodeaba un pequeño bosque y seguía hacia un estrecho puente de caballete que cruzaba el río. El nerviosismo de Cato se intensificó cuando rápidamente calculó las velocidades relativas de los Druidas a caballo, el carro y ellos mismos. Asintió con un movimiento de la cabeza.

– Podríamos hacerlo.

– ¡He aquí nuestra oportunidad! -gritó Macro-. ¡Prasutago! ¡Mira allí!

El guerrero Iceni captó enseguida la situación y movió enérgicamente la cabeza.

– Vamos.

– ¿Y qué pasa con Boadicea? -preguntó Cato.

– ¿Qué pasa con ella? -replicó Macro con brusquedad-. ¿A qué esperamos? ¡Adelante!

Macro clavó los talones en las ijadas de su caballo y empezó a descender por la ladera en dirección a la carreta.

CAPÍTULO XXVIII

Bajando a toda velocidad por la ladera cubierta de hierba, el viento rugía en los oídos de Cato y el corazón le estallaba en el pecho. Hacía unos instantes se encontraban avanzando con mucho cuidado a lo largo de un sendero muy poco transitado. Ahora el destino les había proporcionado una pequeña oportunidad de rescatar a la familia del general y Cato sentía el loco y excitante terror de la acción inminente. Al mirar al frente, vio que la plaza fuerte quedaba entonces oculta tras los árboles que se extendían a lo largo del camino. A media milla de distancia el carro avanzaba lentamente sobre sus sólidas ruedas de madera, tirado por un par de lanudos ponis. Los dos Druidas del pescante aún no se habían dado cuenta de la aproximación de los jinetes e iban sentados derechos, con el cuello estirado hacia delante para ver si vislumbraban los terraplenes de la Gran Fortaleza. Tras ellos, sobre el eje, una cubierta de cuero ocultaba a sus prisioneros. Mientras los cascos golpeaban el suelo por debajo de él, a Cato le pareció imposible que no hubieran detectado su presencia y rogó a cualquier dios que lo oyera que pasaran inadvertidos un momento más, Lo suficiente para evitar que los Druidas pusieran los ponis al trote a golpe de látigo y ganaran el tiempo necesario para alertar a los compañeros que se habían adelantado.

Pero los dioses, o bien ignoraban aquel minúsculo drama humano, o acaso conspiraban cruelmente con los Druidas.

De pronto el acompañante del conductor echó un vistazo hacia atrás y se levantó de un salto del pescante al tiempo que daba gritos y señalaba a los Romanos que se aproximaban. Con un fuerte chasquido que se oyó claramente a lo largo de todo el terreno abierto, el conductor arremetió contra las anchas grupas de sus ponis, el carro dio una pesada sacudida hacia delante y el eje protestó con un crujido. El otro druida volvió a sentarse en el pescante, tizo bocina con las manos y gritó pidiendo ayuda, pero la curva de la línea de los árboles impedía que sus compañeros lo vieran y sus gritos no se oyeron.