– Tendrá que estarse quieta. -Lo intentaré. Tenga cuidado, centurión. Macro asintió con la cabeza y empujó el extremo de la clavija de hierro, aumentando poco a poco la presión. Al ver que no cedía, apretó con más fuerza, procurando que la punta de la espada no se escapara del extremo del perno. Se le tensaron los músculos de los brazos y apretó los dientes mientras hacía un gran esfuerzo por liberar a la mujer. La hoja resbaló y golpeó el suelo del carro con un ruido sordo, pasando muy cerca de la piel del sucio pie de Pomponia.
– Lo siento. Voy a probarlo otra vez.
– Date prisa, por favor.
Un grito de Prasutago hizo que Cato levantara la mirada. El guerrero Iceni bajaba al trote por el camino hacia la carreta al tiempo que hablaba atropelladamente. Boadicea asintió con un movimiento de la cabeza.
– Dice que vienen. Cuatro. Llevan sus caballos al paso hacia aquí.
– ¿A qué distancia están?
– preguntó Cato.
– A unos cuatrocientos metros del puente.
– Pues no disponemos de mucho tiempo. -Intento sacarla de aquí lo más rápido que puedo -gruñó Macro a la vez que volvía a colocar la espada en el perno una vez más-. ¡Ya! Estoy seguro de que se ha movido un poco.
Cato corrió hacia la parte delantera de la carreta. Tiró del cadáver del druida gordo para ponerlo derecho y colocó el látigo entre las piernas del muerto. Luego le hizo un gesto a Prasutago para que se llevara de ahí al druida más joven y lo dejara en el borde de la arboleda. Prasutago se inclinó para recoger el cuerpo y sin ningún esfuerzo se lo echó al hombro. A paso rápido rodeó la parte delantera del carro y arrojó el cuerpo a las sombras de la linde del bosque.
– ¡Escondamos nuestros caballos! ¿Dónde está el de Boadicea?
– Está muerto -dijo Boadicea--. Se rompió la espalda con la caída. Tuve que dejarlo atrás.
– Tres caballos… -A Cato lo invadió un frío terror--. Somos siete. Podríamos montar dos en un caballo, pero ¿tres?
– Tendremos que intentarlo -repuso Boadicea con firmeza al tiempo que les daba un apretón tranquilizador a los niños-. Nadie va a quedarse atrás. ¿Cómo va esa cadena, Macro? -¡La condenada no sale! La clavija es demasiado pequeña. -Macro se deslizó por la parte trasera del carro-. Espere ahí, mi señora. Vuelvo en un momento. Vamos a ver… -Miró camino arriba, entrecerrando los ojos en la creciente oscuridad del atardecer. Cuatro negras figuras se dirigían al estrecho puente de caballete-. Primero tendremos que encargarnos de ésos. Luego volver a probar con la cadena. Si es necesario cortaré ese maldito grillete. Todo el mundo al bosque. Por aquí.
Macro alejó del carro a Boadicea y los niños y los condujo hacia las sombras de los árboles. Pasaron por encima de la despatarrada figura del druida más joven y se agacharon cerca de los caballos que Prasutago había amarrado al tronco de un pino.
– Desenvainad las espadas -dijo Macro en voz baja-. Seguidme.
Llevó a Cato y a Prasutago a una posición situada a unos quince metros de distancia frente al carro y allí se agacharon a esperar que aparecieran los Druidas. Los ponis enganchados a la carreta estaban igual de quietos y silenciosos que el cuerpo de su amo en el pescante. Permanecieron los tres a la espera, agudizando los sentidos para percibir los primeros sonidos de los Druidas acercándose. Entonces se oyó el retumbo de los cascos sobre las tablas del puente de caballete.
– Esperad hasta que yo haga el primer movimiento -susurró Macro. Observó la socarrona expresión de Prasutago y probó con una frase más simple.
– Yo ataco primero, luego tú. ¿Entendido? Prasutago movió la cabeza para demostrar que lo había entendido y Macro se volvió hacia Cato.
– Bien, que sea rápido y sangriento. Tenemos que acabar con todos ellos. No debemos dejar que ninguno escape y dé la alarma.
Al cabo de unos momentos los Druidas vieron el carro y gritaron. No hubo respuesta y volvieron a gritar. El silencio los hizo prudentes. A unos cien pasos de distancia detuvieron a sus caballos y empezaron a murmurar entre ellos.
– ¡Mierda! -masculló Macro-. No van a tragarse el anzuelo. El centurión hizo ademán de levantarse pero Cato hizo lo inconcebible y alargó la mano para contener a su superior.
– Espere, señor. Sólo un momento.
Macro se sobresaltó tanto por la desfachatez de su optio que se quedó inmóvil el tiempo suficiente para oír las quedas risas de los Druidas. Luego los jinetes siguieron avanzando. Cato apretó con más fuerza la empuñadura de la espada y se puso tenso, listo para saltar detrás de Macro y lanzarse contra el enemigo. A través de la irregular malla que formaban las ramas más bajas Cato vio acercarse a los Druidas, que avanzaban en fila india a lo largo del sendero. A su lado, Macro soltó una maldición; ellos tres no podían desplegarse sin llamar la atención. -Dejadme el último a mí -susurró.
El primero de los Druidas pasó junto a su posición y le gritó algo al conductor, al parecer burlándose de él. Prasutago sonrió ampliamente al oír el comentario de aquel hombre y Macro le propinó un fuerte codazo.
El segundo druida pasó junto a ellos en el preciso momento en que su líder volvía a gritar, mucho más fuerte esta vez. Uno de los ponis se sobresaltó con el ruido e intentó retroceder. La carreta giró ligeramente y, ante los ojos de los emboscados, el cuerpo del conductor se fue inclinando lentamente hacia un lado y cayó al camino.
– ¡Ahora! -bramó Macro al tiempo que salía de entre las sombras dando un salto y profiriendo su grito de guerra. Cato hizo lo mismo y se lanzó contra el segundo druida. A su derecha, Prasutago blandió su larga espada describiendo un arco de color gris pálido que terminó en la cabeza de su oponente. El golpe causó un crujido escalofriante y el hombre se desplomó en la silla. Armado con una espada corta, Cato actuó tal y como le habían enseñado y la hincó en el costado de su objetivo. El impacto dejó sin respiración al druida, que soltó un explosivo grito ahogado. Cato lo agarró por la capa negra, de un fuerte tirón lo echó al suelo, extrajo la hoja de su arma y rápidamente le rajó el cuello al druida.
Sin prestar atención al gorgoteo de las agónicas bocanadas de aquel hombre, Cato se dio la vuelta con la espada a punto. Prasutago se estaba acercando al líder Superviviente. Al darse cuenta de la directa acometida, el primer druida había desenvainado la espada y había dado la vuelta a su caballo. Clavó sus talones y galopó directamente hacia el guerrero Iceni. Prasutago se vio obligado a echarse a un lado y a agachar la cabeza para evitar el ataque con espada que siguió. El druida soltó una maldición, volvió a clavar los talones en su montura y galopó hacia Cato. El optio se mantuvo firme, con la espada en alto. El druida lanzó un salvaje gruñido ante la temeridad de aquel hombre que, armado únicamente con la espada corta de las legiones, se enfrentaba a un rival a caballo que empuñaba una espada larga.
Con la sangre martilleándole en los oídos, Cato observó cómo el caballo se acercaba a él a toda velocidad y su jinete levantaba el brazo de la espada con la intención de propinarle un golpe mortífero. En el preciso momento en que notó el cálido resoplido de los ollares del caballo, Cato alzó la espada bruscamente, la hizo descender golpeando con ella al animal en los ojos y se alejó rodando por el suelo. El caballo dio un relincho, ciego de un ojo y desesperado por el dolor que le producía el hueso destrozado en toda la anchura de la cabeza. El animal se empinó agitando los cascos de las patas delanteras y tiró a su jinete antes de salir corriendo por la llanura, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y lanzando oscuras gotas de sangre. De nuevo en pie, Cato recorrió a toda velocidad la corta distancia que lo separaba del jinete, el cual trataba desesperadamente de alzar su arma. Con un seco sonido de entrechocar de espadas, Cato se apartó para esquivar el golpe e hincó su arma en el pecho del druida. Aterrorizados por el ataque, los dos caballos sin jinete salieron corriendo y se perdieron en el atardecer.