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Cato se dio la vuelta y vio que Macro estaba lidiando con el último druida. A unos treinta pasos de distancia se estaba produciendo un duelo desigual. El druida se había recuperado de la sorpresa del ataque antes de que Macro pudiera alcanzarle. Con su larga espada desenvainada asestaba golpes y cuchilladas contra el fornido centurión, que había conseguido dar la vuelta para bloquear el camino de vuelta al puente.

– ¡Me iría bien un poco de ayuda! -gritó Macro al tiempo que alzaba su espada para parar otra resonante arremetida.

Prasutago ya estaba en pie y se apresuró a acudir en su ayuda y Cato salió corriendo tras él. Antes de que ninguno de los dos alcanzara al centurión, éste tropezó y cayó al suelo. El druida aprovechó la oportunidad y le propinó una cuchillada con su espada, inclinándose sobre el centurión para asegurar el golpe. La hoja hizo impacto con un ruido sordo y rebotó en la cabeza de Macro. Sin emitir un solo sonido, Macro se fue de bruces y por un instante Cato no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, paralizado a causa del horror. Un aullido de furia por parte de Prasutago hizo que volviera en sí y Cato se volvió hacia el druida, decidido a derramar su sangre. Pero el druida era lo bastante sensato como para no enfrentarse a dos enemigos a la vez y sabía que debía conseguir ayuda. Dio la vuelta a su caballo y volvió a enfilar al galope el camino que llevaba al poblado fortificado al tiempo que gritaba para que lo oyeran sus compañeros.

Cato enfundó su ensangrentada espada y cayó de rodillas junto a la inmóvil figura de Macro. -¡Señor! -Cato lo agarró del hombro y puso de espaldas al centurión, estremeciéndose al ver la salvaje herida que tenía a un lado de la cabeza. La espada del druida le había causado un corte que llegaba hasta el hueso y que le había desgarrado un buen trozo de cuero cabelludo. La sangre cubría el rostro inerte de Macro. Cato metió la mano bajo su túnica. El corazón del centurión aún latía. Prasutago se encontraba arrodillado a su lado y sacudía la cabeza, apenado.

– ¡Vamos! Agárralo de los pies. Llevémosle al carro. Regresaban con dificultad con el inerte centurión a cuestas cuando Boadicea apareció de entre los árboles llevando a uno de los críos en cada mano. Se detuvo cuando vio el cuerpo de Macro. Junto a ella, la pequeña se estremeció ante aquella visión.

– ¡Oh, no…

– Está vivo -gruñó Cato.

Dejaron cuidadosamente a Macro en el suelo de la carreta mientras Boadicea recuperaba un odre de agua que había debajo del pescante. Palideció cuando pudo ver bien la herida del centurión, luego sacó el tapón del odre y vertió un poco de agua sobre la ensangrentada maraña de piel y pelo.

– Dame el pañuelo que llevas al cuello -le ordenó a Cato y él se lo desató rápidamente y le entregó la tira de tela. Con una mueca, Boadicea volvió a colocar en su sitio con sumo cuidado el trozo de carne de la cabeza de Macro y ató el pañuelo firmemente alrededor de la herida. Entonces le quitó a Macro su fular, que ya estaba manchado de sangre, y se lo ató también.

El centurión no recuperó la conciencia y Cato oyó que su respiración era superficial y dificultosa.

– Va a morir.

– ¡No! -exclamó Boadicea con fiereza-. No. ¿Me oyes? Tenemos que sacarlo de aquí.

Cato se volvió hacia Pomponia. -No podemos irnos. No sin usted y sus hijos. -Optio -dijo Pomponia en tono suave-, llévate a tu centurión y a mis hijos y márchate ahora mismo. Antes de que regresen los Druidas.

– No. -Cato también negó con la cabeza-. Nos iremos todos.

Ella levantó el pie encadenado. -Yo no puedo irme. Pero tú debes llevarte de aquí a mis hijos. Te lo ruego. No puedes hacer nada por mí. Sálvalos a ellos.

Cato se obligó a mirarla a la cara y vio la desesperada súplica en sus ojos.

– Tenemos que marcharnos, Cato -dijo entre dientes Boadicea, a su lado-. Debemos irnos. El druida ha ido a buscar a los demás. No hay tiempo. Tenemos que irnos.

El corazón de Cato se hundió en un pozo de negra desesperación. Boadicea tenía razón. A menos que le cortaran el pie a Pomponia, no había otra manera de que pudieran soltarla antes de que los Druidas regresaran en masa.

– Me lo podríais hacer más fácil -dijo Pomponia con un prudente movimiento de la cabeza en dirección a sus hijos-. Pero primero lleváoslos de aquí.

A Cato se le heló la sangre en las venas.

– ¿No lo dirá en serio?

– Por supuesto que sí. O eso o me quemarán viva. -No… No puedo hacerlo. -Por favor -susurró ella-. Te lo ruego. Por piedad.

– ¡Vamos! -interrumpió Prasutago en voz alta-. ¡Ya vienen! ¡Rápido, rápido!

Instintivamente, Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia el pecho de Pomponia. Ella apretó los ojos.

Boadicea bajó la hoja de un golpe. -¡Delante de los niños no! Deja que primero los monte en el caballo.

Pero era demasiado tarde. El niño se había percatado de lo que estaba ocurriendo y abrió los ojos de par en par, horrorizado. Antes de que Cato o Boadicea pudieran reaccionar, trepó por la parte de atrás del carro y estrechó a su madre con fuerza entre sus brazos. Boadicea agarró a la hija de Pomponia del brazo antes de que pudiera seguir a su hermano.

– ¡Dejadla en paz! -gritó el niño con las lágrimas resbalándole por sus sucias mejillas-. ¡No la toquéis! ¡No dejaré que le hagáis daño a mi mamá!

Cato bajó la espada y masculló: -No puedo hacerlo. -Tienes que hacerlo -le dijo entre dientes Pomponia por encima de la cabeza de su hijo-. ¡Llévatelo, vamos!

– ¡No! -gritó el niño, y se asió con fuerza del brazo de su madre-. ¡No te dejaré, mamá! ¡Por favor, mami, por favor, no me hagas irme!

Por encima de los sollozos del niño Cato oyó otro sonido: unos débiles gritos que provenían de la misma dirección en la que se encontraba la plaza fuerte. El druida que había escapado de la emboscada debía de haber alcanzado a sus compañeros. Quedaba muy poco tiempo.

– No lo haré -dijo Cato con firmeza--. Prometo que encontraré otra manera.

– ¿Qué otra manera? -gimió Pomponia, que finalmente perdió su patricio control de sí misma-. ¡Van a quemarme viva!

– No, no lo harán. Lo juro. Por mi vida. La liberaré. Lo juro.

Pomponia sacudió la cabeza sin ninguna esperanza. -Y ahora dadme a vuestro hijo. -¡No! -chilló el niño, tratando de alejarse de Cato. -¡Vienen los Druidas! -gritó Prasutago, y todos pudieron oír el distante repiqueteo de cascos.

– ¡Coge a la niña y vete! -le ordenó Cato a Boadicea.

– ¿Y adónde voy? Cato pensó con rapidez, reconstruyendo mentalmente el terreno basándose en lo que recordaba del día de viaje.

– A ese bosque que estaba a unas cuatro o cinco -millas de aquí. Dirígete hacia allá. ¡Vamos!

Boadicea asintió, y con la niña cogida del brazo se dirigió a los árboles y desató los caballos. Cato llamó a Prasutago para que se acercara y señaló la inmóvil figura de Macro.

– Tú llévatelo a él. Sigue a Boadicea.

El guerrero Iceni dijo que sí con la cabeza y cogió en brazos a Macro sin dificultad.

– ¡Con cuidado!

– Confía en mí, Romano. -Prasutago le dirigió una mirada a Cato, luego se dio la vuelta y se dirigió con su carga al lugar donde estaban los caballos, dejando a Cato solo en la parte trasera de la carreta.

Pomponia agarró a su hijo de las muñecas.

– Elio, ahora debes irte. Pórtate bien. Haz lo que te digo. A mí no me pasará nada, pero tú debes marcharte.

– No lo haré -sollozó el pequeño-. ¡No te dejaré, mami! -Tienes que hacerlo. -Ella le apartó las muñecas a la fuerza, alejándolas de ella y dándoselas a Cato. Elio forcejeó frenéticamente para soltarse. Cato lo agarró por la cintura y tiró suavemente de él para sacarlo del carro. Su madre lo observó con lágrimas en los ojos, sabiendo que nunca volvería a ver a su hijito. Elio gimió y se retorció intentando zafarse de Cato. A muy poca distancia, los cascos resonaron en la madera cuando los Druidas alcanzaron el puente de caballete. Boadicea y Prasutago estaban esperando, montados en sus caballos, en la linde del bosque. La niña iba sentada frente a Boadicea, en silencio. Prasutago, que con una mano sujetaba firmemente el cuerpo del centurión, le tendió a Cato las riendas del último caballo y el optio subió al niño a lomos del animal antes de trepar él también a la silla.