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– ¿Sabes montar, no?

– No… Un poco.

Hubo un atónito silencio mientras Boadicea asimilaba aquello. Todos los celtas, ya fueran hombres o mujeres, sabían montar a caballo casi antes que correr. Era algo tan natural como respirar. Se volvió hacia Cato.

– ¿De verdad tenéis un imperio?

– Claro.

– ¿Y cómo diablos os movéis por él? ¡No iréis andando!

– Algunos sabemos montar -replicó Cato agriamente-. Ya basta de charla. Marchaos ya.

Prasutago levantó a la niña, la puso a lomos del caballo y le apretó las riendas en sus vacilantes manos. Cuando Boadicea montó, tomó las riendas del caballo de Macro y chasqueó la lengua. Su montura aún estaba cansada e hizo falta que clavara los talones con fuerza para que se moviera.

– ¡Cuida de mi centurión! -le dijo Cato cuando ya se iban. -Lo haré -respondió ella en voz baja-. Y tú cuida de mi prometido.

Cato se volvió hacia el imponente gigantón de Prasutago y se preguntó qué tipo de cuidados podría requerir.

– No dejes que haga ninguna estupidez -añadió Boadicea antes de que los caballos desaparecieran en la oscuridad.

– Ah, de acuerdo. Ellos dos se quedaron ahí parados, uno junto al otro, hasta que los últimos sonidos del paso de los caballos a través del bosque se hubieron desvanecido. Entonces Cato carraspeó y miró al guerrero Iceni, no muy seguro de cómo recalcarle a Prasutago el hecho de que era él quien estaba al mando entonces.

– Ahora debemos descansar.

– Sí, descansar -Prasutago asintió con la cabeza-. Bien. Volvieron a acomodarse en la mullida cama de hojas de pino que cubría el suelo del bosque. Cato se envolvió bien en la capa y se acurrucó con la cabeza apoyada en el brazo. Por encima de él, en los pequeños huecos del follaje, las estrellas titilaban a través del arremolinado vaho de su aliento. En otro momento se hubiera maravillado ante la belleza de aquel escenario nemoroso, pero aquella noche las estrellas tenían un aspecto frío como el hielo. A pesar de su cansancio, Cato no podía dormir. El recuerdo de su abandono forzado de Pomponia y de su aterrado hijo volvía una y otra vez a su cabeza, atormentándolo con su propia impotencia. Cuando aquella imagen se desvaneció, fue sustituida por la horrible visión de la herida de Macro, y por mucho que rogara a los dioses que le salvaran la vida a Macro, llevaba suficiente tiempo en el ejército para saber que la herida era, casi con toda seguridad, mortal. Se trataba de una fría valoración clínica, pero, en el fondo de su corazón, Cato no podía creer que su centurión iba a morir. Macro no. ¿Acaso no había sobrevivido a aquella última batalla en los pantanos junto al río Támesis el verano anterior? Si había podido salir de aquello, seguramente podría sobrevivir a esa herida. Cerca de allí, en la oscuridad, Prasutago se movió.

– Cato.

– ¿Sí? -Mañana matamos a los Druidas. ¿Sí?

– No. Mañana vigilaremos a los Druidas. Ahora descansa un poco.

– ¡Hum! -gruñó Prasutago, y poco a poco se sumió en la profunda y regular respiración del sueño.

Cato suspiró. Macro no estaba y ahora él tenía que cargar con aquel celta loco. No podía negarse que el tipo era bueno en combate, pero aunque poseía el físico de un buey, tenia el cerebro de un ratón. La vida, decidió el optio, tenía una manera muy curiosa de empeorar una situación ya de por sí imposible sin esforzarse demasiado en ello.

CAPÍTULO XXX

A primera hora de la mañana siguiente, Cato y Prasutago se dirigieron sigilosamente a la linde del bosque, y se arrastraron por la fría y húmeda hierba al llegar al extremo del mismo. Los árboles se extendían Por una colina poco empinada y, al mirar hacia el camino del valle, no vieron ni rastro de ninguno de los Druidas que los habían perseguido en la oscuridad. Al otro extremo del camino el terreno ascendía hacia otra boscosa colina. Más allá, Cato lo sabía, se hallaba el lugar del frustrado intento de rescate del carro. Lo invadió una oleada de angustia al recordarlo, pero rápidamente apartó de sí esa idea y se concentró en su recuerdo del paisaje. Desde la otra colina tendrían una buena vista de los inmensos terraplenes de la Gran Fortaleza. Cato le hizo un gesto a Prasutago y señaló un desfiladero poco profundo que había a un lado de la loma, cubierto de matas de aulaga y algunos tramos de zarzamora. Les proporcionaría un buen escondite a lo largo de toda la cuesta. Desde allí tendrían que arriesgarse y correr rápidamente hasta el bosque situado al otro lado del camino.

Aunque el cielo estaba despejado, acababa de empezar la primavera y el sol calentaba poco a esa hora del día. El esfuerzo de arrastrarse por entre los arbustos espinosos y la preocupación de que los descubrieran evitaron que Cato temblara, pero en cuanto se detuvieron al pie de la colina su cuerpo empezó a tiritar de frío. Preocupado de que Prasutago pudiera interpretar su temblor como miedo, Cato luchó por controlar los movimientos de su cuerpo y lo único que consiguió fue dejar de mover las extremidades. Sin levantar la cabeza, escudriñó el paisaje que los rodeaba. Aparte de la hierba mecida por la brisa, no se movía ningún otro ser viviente. A su lado Prasutago hizo tamborilear los dedos en el suelo con impaciencia e inclinó la cabeza hacia los árboles que había más allá del camino.

Cato asintió y ambos echaron a correr por el campo abierto, cruzaron el sendero y se adentraron en las gratas sombras de los árboles. Se agacharon y Cato estuvo atento por si percibía cualquier señal de que los hubieran visto, pero el retumbo de los latidos de su corazón ahogó cualquier cosa que hubiese podido escuchar. Tiró de Prasutago para adentrarse más en los árboles, atravesando una densa maraña de sotobosque. El terreno empezó a empinarse hasta nivelarse finalmente en la cima. Los dos hombres se echaron al suelo junto al tronco de un árbol caído cubierto de musgo y líquenes de hacía años. jadeando, de repente Cato se sintió muy mareado y se apoyó con ambas manos para evitar caer al suelo. Prasutago agarró a Cato del hombro para sujetarlo.

– Tú descansa, Romano.

– No. No estoy cansado -inició Cato. Estaba exhausto, pero más apremiante aún era el hambre que sentía. Hacía días que no comía como era debido y empezaban a notarse las consecuencias.

– Comida. Nos hace falta comida -dijo. Prasutago asintió con la cabeza.

– Tú quédate aquí. Yo encontraré.

– De acuerdo. Pero ten cuidado. No debe verte nadie. ¿Entendido?

– Sa!-Prasutago frunció el ceño ante la innecesaria advertencia.

– Entonces ve -dijo Cato entre dientes-. No tardes.

Prasutago le hizo adiós con la mano y desapareció entre los árboles que recorrían la cima. Cato se sentó con cuidado en el suelo y se apoyó en el mullido musgo del tronco. Cerró los ojos e inhaló profundamente el aire que el bosque aromatizaba. Durante un rato su mente se quedó en blanco y descansó tranquilamente, mimando sus sentidos mientras escuchaba los distintos cantos de pájaro provenientes de las ramas que había sobre él. De vez en cuando lo sobresaltaba el ruido de otros animales que seguían su camino por el bosque, pero no se oían voces y los sonidos se perdían enseguida. Se le hacía extraño estar solo por primera vez en meses, saborear la peculiar serenidad que se obtiene al no tener a nadie cerca. Dicha sensación de euforia se desvaneció rápidamente cuando su mente empezó a ocuparse de la más amplia situación en la que se encontraba. Macro no estaba, Boadicea tampoco. Tan solo quedaban Prasutago y él. Los conocimientos que poseía el guerrero Iceni sobre la zona y las costumbres de los Druidas eran vitales. Incluso afirmaba estar un poco familiarizado con el poblado fortificado en el que estaban presos Pomponia y su hijo.

La imagen del niño aterrorizado corriendo hacia su madre lo atormentaba. Cato se maldijo por no haber regresado a buscar a Elio, aun cuando los Druidas se hallaban muy cerca, bajando con estruendo por el camino hacia el carro. Cato y el chico podrían haber escapado. Lo dudaba, pero seguía siendo una posibilidad. Una posibilidad que Vespasiano y Plautio no pasarían por alto si alguna vez regresaba a la legión y podía contar la historia. La severa carga que él mismo se había impuesto ya era suficiente sin el disimulado desprecio por parte de los hombres que cuestionarían su coraje.